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CASE ESTABA SENTADO en la buhardilla con los dermatrodos pegados en la frente, contemplando cómo unas motas bailaban en la diluida luz solar que se filtraba por la rejilla de arriba. Una cuenta regresiva progresaba en una esquina de la pantalla del monitor.

Los vaqueros no entraban en simestim, pensó, porque era básicamente un juguete de la carne. Sabía que los trodos que usaba y la pequeña tiara plástica que colgaba de un tablero simestim eran básicamente lo mismo, y que la matriz dé ciberespacio era en realidad una drástica simplificación del sensorio humano, al menos en términos de presentación, pero el simestim mismo le parecía una gratuita multiplicación de entrada de carne. Los equipos que se vendían al público estaban especialmente editados, por supuesto, de modo que si a Tally Isham le daba un dolor de cabeza en el curso de un segmento, uno no lo sentía.

La pantalla emitió una advertencia de dos segundos.

El nuevo interruptor fue sujetado a los Sendai con una delgada cinta de fibras ópticas.

Y uno y dos y…

El ciberespacio entró en existencia desde los puntos cardinales.

Suave, pensó él, pero no bastante suave. Tengo que trabajar en eso…

Luego movió el nuevo interruptor.

La abrupta sacudida hacia otra carne. La matriz desapareció, una onda de color y sonido… Ella se movía por una calle atestada de gente, por delante de puestos donde vendían software en rebaja, precios escritos con rotuladores de fieltro sobre láminas de plástico, fragmentos de música desde innumerables altavoces. Olores de orín, monómeros gratis, perfume, pastas de krill frito. Durante algunos despavoridos segundos luchó inútilmente por controlarla. Al fin renunció, se convirtió en pasajero detrás de los ojos de ella.

Los lentes no parecían aplacar en absoluto la luz del sol. Se preguntó si los amplificadores implantados tendrían un dispositivo de compensación automática. Unos alfanuméricos azules parpadeaban la hora en la parte baja del campo periférico izquierdo. Está fanfarroneando, pensó él.

El lenguaje corporal de ella era desorientador; el estilo, extranjero. Parecía estar siempre a punto de chocar con alguien, pero la gente desaparecía delante de ella, se hacía a un lado, le abría paso.

– ¿Cómo te va, Case? -Él oyó las palabras y sintió cómo ella las decía. Ella deslizó una mano bajo la chaqueta, la punta de un dedo que se movía en círculos sobre un pezón cubierto por seda tibia. La sensación le hizo contener el aliento. Ella se echó a reír. Pero el enlace era unidireccional. Él no tenía modo de replicar.

Dos calles después, atravesaba las afueras de Memory Lane. Case seguía tratando de que ella volviera los ojos hacia los puntos de referencia que él habría empleado para encontrar el camino. Comenzó a encontrar irritante la pasividad de la situación.

La transición al ciberespacio, cuando movió el interruptor, fue instantánea. Descendió a lo largo de un muro de hielo primitivo que pertenecía a la Biblioteca Pública de Nueva York, contando automáticamente ventanas potenciales. Conectándose de nuevo al sensorio de ella, entró en el sinuoso flujo de los músculos, en los sentidos agudos y brillantes.

Se encontró pensando en la mente con la que compartía aquellas sensaciones. ¿Qué sabía de ella? Que era otra profesional; que decía que ella era lo que hacía para ganarse la vida (como él). Sabía cómo se había movido hacia él, antes, cuando despertó, el mutuo gruñido de unidad cuando él entró en ella, y que le gustaba el café negro, después…

Ella iba hacia uno de los dudosos centros de alquiler de software que bordeaban Memory Lane. Había una quietud, un silencio. El pasillo central estaba bordeado por casetas. La clientela era joven, adolescentes casi todos. Parecía que les hubiesen implantado conexiones de carbono detrás de la oreja izquierda, pero ella no se fijaba en ellos. En los mostradores que había frente a las casetas se exhibían cientos de tiras de microsoft, fragmentos angulares de silicio coloreado montados bajo burbujas transparentes y oblongas, sobre cartulina blanca. Molly fue hacia la séptima caseta de la pared sur. Tras el mostrador, un muchacho de cabeza afeitada miraba sin expresión el vacío; una docena de puntas de microsoft le salía del enchufe de detrás de la oreja.

– Larry, ¿estás aquí? -Molly se puso frente a él. Los ojos del muchacho la enfocaron. Se incorporó en la silla y con una uña sucia quitó una astilla magenta brillante del enchufe.

– Eh, Larry.

– Molly -asintió él.

– Tengo trabajo para algunos de tus amigos, Larry.

Larry sacó una caja plana de plástico del bolsillo de su camisa deportiva roja, la abrió, y colocó el microsoft junto a otra docena. Vaciló, escogió un lustroso chip negro que era ligeramente más largo que los otros, y se lo insertó suavemente en la cabeza. Entornó los ojos.

– Molly lleva un pasajero -dijo-, y a Larry eso no le gusta.

– Ey -dijo ella-. No sabía que fueras tan… sensible. Estoy impresionada. Cuesta mucho llegar a ser tan sensible.

– ¿La conozco, señora? -La mirada perdida regresó.- ¿Está pensando en comprar software?

– Estoy buscando a los Modernos.

– Llevas un pasajero, Molly. Esto lo dice. -Dio unos golpecitos a la astilla negra.- Alguien está usando tus ojos.

– Mi socio.

– Dile a tu socio que se vaya.

– Tengo algo para los Panteras Modernos, Larry.

– ¿De qué está hablando, señora?

– Case, despega -dijo ella, y él movió el interruptor y regresó instantáneamente a la matriz. Impresiones fantasmales del centro del software colgaron durante algunos segundos en la zumbante calma del ciberespacio.

– Panteras Modernos -le dijo al Hosaka quitando los trodos-. Un resumen de cinco minutos.

– Listo -dijo el ordenador.

No era un nombre que él conociera. Algo nuevo, algo que había aparecido después de que él se marchara de Chiba. La juventud del Ensanche era barrida por las modas a la velocidad de la luz; subculturas enteras podían surgir de la noche a la mañana, florecer unos pocos meses, y luego desvanecerse por completo. -Adelante -dijo. El Hosaka había dado entrada a un conjunto de archivos, diarios y boletines de noticias.

El resumen comenzó con una sostenida imagen congelada en colores que a Case le pareció al principio una especie de collage; la cara de un muchacho, recortada de otra imagen y pegada a la fotografía de una pared cubierta de graffiti. Ojos oscuros, pliegues epicánticos, obvio resultado de la cirugía, una malhumorada salpicadura de acné sobre mejillas pálidas y estrechas. El Hosaka descongeló la imagen; el muchacho se movió, fluyendo con la siniestra gracia de un mimo que finge ser un depredador de la selva. El cuerpo era casi invisible, un diseño abstracto, una garabateada superficie de ladrillos que se le deslizaba limpiamente por el mono ceñido. Policarbono mimético.

Corte a la doctora Virginia Rambali, socióloga de la Universidad de Nueva York, su nombre, profesores, y facultad palpitando por la pantalla en caracteres alfanuméricos rosados.

– Dada su inclinación por estos actos aleatorios de surreal violencia -dijo alguien- puede que a nuestros espectadores les resulte difícil comprender por qué sigue usted insistiendo en que este fenómeno no es una forma de terrorismo.

La doctora Rambali sonrió. -Siempre hay un punto en el que el terrorista deja de manipular la gestalt de los medios. Un punto en el que es posible que la violencia aumente, pero más allá del cual el terrorista se ha transformado en un síntoma de la propia gestalt de estos medios. El terrorismo, tal como lo entendemos comúnmente, está por esencia relacionado con los medios de comunicación. Los Panteras Modernos difieren de otros llamados terroristas precisamente porque se dan cuenta de todo esto, porque son conscientes del punto en el que los medios separan el acto del terrorismo de la intención sociopolítica original…