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Regresó a la buhardilla, recordando a Flatline. Cuando tenía diecinueve años, había pasado parte del verano en el Gentleman Loser, bebiendo sin prisas la cerveza más cara y observando a los vaqueros. Nunca había tocado una consola, pero sabía lo que quería. Había entonces otros veinte esperanzados rondando el Loser, aquel verano, cada uno decidido a trabajar como asistente de un vaquero. No había otra forma de aprender.

Todos habían oído hablar de Pauley, el jinete de los suburbios de Atlanta, que había sobrevivido a la muerte cerebral detrás del hielo negro. El rumor -débil, callejero, y el único que se oía- decía sólo que Pauley había logrado lo imposible. -Fue algo grande -le dijo a Case otro aspirante a cambio de una cerveza-, pero ¿quién sabe qué? Me dicen que quizás fue una red de nóminas brasileña. De todas formas, el tío estaba muerto, muerte cerebral completa. -Case miró en el otro extremo del bar a un fornido hombre en mangas de camisa; tenía algo de plomizo en el color de la piel.

– Muchacho -le diría el Flatline, meses después, en Miami-, yo soy como uno de esos jodidos lagartijones, ¿sabes? Esos que tenían dos malditos cerebros, uno en la cabeza y otro en la cola para mover las patas de atrás. Podías pegarles, darles justo en la cabeza negra, pero el viejo cerebro trasero seguía funcionando.

La elite de vaqueros del Loser evitaba a Pauley a causa de alguna extraña ansiedad grupal, casi una superstición. McCoy Pauley, el lázaro del ciberespacio…

Y al final fue el corazón lo que acabó con él. El corazón ruso, un excedente militar que le habían implantado en un campo de prisioneros durante la guerra. Se había negado a cambiárselo, diciendo que necesitaba ese latido particular para conservar el sentido del tiempo.

Case jugueteó con la hojita de papel que le había dado Molly, y subió escaleras arriba.

Molly roncaba sobre el colchón de espuma. Un escayolado transparente le subía desde la rodilla hasta pocos centímetros de la entrepierna; bajo el rígido plástico microporoso la piel estaba manchada de hematomas, un sombreado negro que se diluía en un repugnante amarillo. Ocho dermos de diferente tamaño y color le corrían en una nítida línea por la muñeca izquierda. Al lado había una unidad transdérmica Akai de finos cables rojos conectados a trodos de entrada bajo la escayola.

Encendió el tensor que estaba junto al Hosaka. El nítido círculo de luz cayó directamente sobre la estructura del Flatline. Metió algo de hielo, conectó la estructura, y se sentó a trabajar.

Tuvo la clara sensación de que alguien leía por encima de su hombro.

Tosió. -¿Dix? ¿McCoy? ¿Eres tú, viejo? -Sentía un nudo en la garganta.

– Oye, hermano -dijo una voz sin dirección.

– Es Case, viejo. ¿Recuerdas? -Miami, aprendiz, estudios rápidos.

– ¿Qué es lo último que recuerdas antes de que te hablara, Dix?

– Nada.

– Espera. -Desconectó la estructura. La presencia había desaparecido. La conectó de nuevo.- ¿Dix? ¿Quién soy?

– Me tienes confundido. ¿Quién diablos eres?

– Ca… tu socio. Colega. ¿Qué pasa, viejo?

– Buena pregunta.

– ¿Recuerdas haber estado aquí hace un segundo?

– No.

– ¿Sabes cómo funciona una matriz de personalidad ROM?

– Claro, hermano, es una estructura firmware.

– Entonces, si la conecto al banco que estoy usando, ¿puedo darle una memoria secuencias, de tiempo real?

– Supongo que sí -dijo la estructura.

– Está bien, Dix. Eres una estructura ROM. ¿Entiendes?

– Si tú lo dices… -dijo la estructura-. ¿Quién eres?

– Case.

– Miami -dijo la voz-, aprendiz, estudios rápidos.

– Bien. Y para empezar, Dix, tú y yo vamos a metemos en la retícula de Londres para pinchar un poco de información. ¿Te apuntas?

– ¿Quieres decir que puedo elegir, muchacho?

6

– LO QUE TÚ NECESITAS es un paraíso -recomendó el Flatline cuando Case le explicó la situación-. Verifica Copenhague, los alrededores de la sección universitaria. -La voz recitaba coordenadas a medida que Case tecleaba en la consola.

Encontraron su paraíso, un «paraíso de piratas», en el desordenado límite de una retícula académica de baja seguridad. A primera vista parecía el tipo de graffiti que los operadores novatos dejaban a veces en las conexiones de las redes, tenues glifos de luz coloreada que reverberaban contra los confusos contornos de una docena de escuelas de arte.

– Allí -dijo el Flatline-, la azul. ¿La distingues? Es un código de entrada para Bell Europa. Es nueva, además. Bell entrará pronto y leerá todo el maldito listado, cambiará todos los códigos. Los chicos robarán los nuevos mañana.

Case tecleó la entrada a la Bell Europa y pasó a un código telefónico normal. Ayudado por Flatline, conectó con la base de datos de Londres que, según Molly, era la de Armitage.

– Espera -dijo la voz-. Deja que lo haga yo. -El Flatline comenzó a entonar una serie de cifras que Case iba tecleando en la consola, tratando de reproducir las pausas con que la estructura indicaba la secuencia temporal. Tuvo que intentarlo tres veces.

– Gran cosa -dijo el Flatline-. No hay nada de hielo.

– Explora esa mierda -dijo Case al Hosaka-. Filtra la historia personal del propietario.

Los garabatos neuroelectrónicos del paraíso desaparecieron, desplazados por un rombo de luz blanca. -Lo que hay aquí sobre todo son grabaciones de vídeo de juicios militares de la posguerra -dijo la lejana voz del Hosaka-. La figura central es la del coronel Willis Corto.

– Muéstrala de una vez -dijo Case.

El rostro de un hombre llenó la pantalla. Los ojos eran los de Armitage.

Dos horas después, Case cayó junto a Molly sobre el colchón y dejó que la espuma se le amoldase al cuerpo.

– ¿Encontraste algo? -preguntó ella con voz pastosa por el sueño y las drogas.

– Te lo diré más tarde -dijo Case-, estoy molido. -Se sentía confundido y con dolor de cabeza. Permaneció allí, con los ojos cerrados, e intentó ordenar las diversas partes de una historia acerca de un hombre llamado Corto. El Hosaka había clasificado y resumido una magra compilación de datos, pero había muchas lagunas. Parte del material eran registros impresos que pasaban fugazmente por la pantalla, y Case había tenido que pedirle al ordenador que los leyese por él. Otros segmentos eran grabaciones en audio de Puño Estridente.

Willis Corto, coronel, había descendido como una sonda a través de un punto ciego de las defensas rusas que protegían Kirensk. Los módulos habían creado el agujero con bombas pulsátiles, y el equipo de Corto penetró en los micros de las Alas Nocturnas, tensas a la luz lunar y que se reflejaban como crestas de plata en las aguas de los ríos Angara y Podhamennaya; sería la última luz que Corto vería en quince meses. Case intentó imaginar a los micros abriéndose como capullos en las cápsulas de lanzamiento, muy por encima de la congelada estepa.

– Vaya si te manipularon, jefe -dijo Case. Molly se movió junto a él.

Los micros no llevaban armas; se las habían quitado para compensar el peso de un operador de consola, un tablero prototipo y un programa viral llamado Topo IX; el primer virus verdadero de la historia de la cibernética. Corto y su equipo habían pasado tres años preparando el programa. Ya habían atravesado el hielo y estaban listos para inyectar el Topo IX cuando los empos dejaron de funcionar. Las armas pulsátiles rusas dejaron a los jinetes en oscuridad electrónica, destruyeron los sistemas de los Alas Nocturnas, y borraron los circuitos de vuelo.