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El humor del finlandés mejoró sensiblemente en cuanto entraron en el bazar, como si la densidad de la muchedumbre y la sensación de encierro lo reconfortaran. Caminaron junto al armenio a lo largo de un pasaje ancho, bajo láminas plásticas manchadas de hollín y una reja de hierro pintada de verde de la edad del vapor. Mil anuncios colgaban en el aire, retorciéndose y destellando.

– Jesús -dijo el finlandés, y apretó el brazo de Case-. Mira eso. -Señaló. – Es un caballo, hermano. ¿Has visto alguna vez un caballo?

Case miró el animal embalsamado y sacudió la cabeza.

Estaba expuesto sobre una especie de pedestal, cerca de la entrada de una tienda donde se vendían aves y monos. Décadas de manoseo habían ennegrecido y pulido las patas del animal. -Una vez vi uno en Maryland -dijo el finlandés-, y ya habían pasado tres años largos de la pandemia. Hay árabes que siguen tratando de recodificarlos a partir del ADN, pero siempre se les mueren.

Los castaños ojos de vidrio del animal parecían seguirlos mientras pasaban. Terzibashjian los condujo a un café cerca del corazón del mercado, una habitación de techo bajo que parecía estar allí desde hacía siglos. Escuálidos muchachos en manchadas chaquetas blancas se abrían paso entre las mesas abarrotadas, haciendo equilibrios con bandejas de metal cargadas de botellas de Turk-Tuborg y pequeños vasos de té.

Case compró un paquete de Yeheyuans a un vendedor ambulante que estaba junto a la puerta. El armenio seguía susurrándole al Sanyo. -Adelante -dijo-. Se está marchando. Cada noche va por el túnel hasta el bazar, para comprarle la mezcla a Alí. Vuestra mujer está cerca. Adelante.

El callejón era un sitio antiguo, demasiado antiguo; las paredes eran bloques de piedra oscura. El pavimento irregular olía a un siglo de goteras de gasolina absorbida por piedra caliza. -No veo un carajo -susurró Case.

– Eso al bombón le conviene -dijo el finlandés.

– Silencio -dijo Terzibashjian, demasiado alto.

Un chirriar de madera sobre piedra o cemento. Diez metros más allá, una cuña de luz amarilla cayó sobre adoquines mojados, y se ensanchó. Una figura apareció un momento y la puerta volvió a cerrarse, dejando el estrecho lugar a oscuras. Case se estremeció.

– Ahora -dijo Terzibashjian, y un haz brillante de luz blanca, emitido desde la azotea del edificio frente al mercado, dibujó un círculo perfecto en tomo a la delgada figura, junto a la centenaria puerta de madera. Ojos luminosos miraron a derecha e izquierda, y el hombre se desplomó. Case creyó que le habían disparado; yacía boca abajo, el pelo rubio sobre la piedra antigua, las manos yertas, blancas y patéticas.

El foco no se movía.

La espalda de la chaqueta del hombre abatido se hinchó y estalló, salpicando de sangre las paredes y el portal. Unos brazos de longitud inverosímil, de color rosado grisáceo y de tendones como cuerdas se doblaron en el resplandor. Pareció que la forma salía del pavimento, a través de la ruina inerte y sanguinolento que había sido Riviera. Medía dos metros, se apoyaba en dos piernas, y parecía no tener cabeza. Giró lentamente para encararlos, y Case vio que tenía cabeza pero no cuello. No tenía ojos; la piel resplandecía con un húmedo color rosado intestinal. La boca, si podía llamársela una boca, era circular, cónica, breve, y bordeada de un enmarañado cultivo de pelos o cerdas que brillaban como cromo negro. Apartó de un puntapié los restos de tripa y carne y dio un paso; la boca se movía como un radar que estuviese rastreándolos.

Terzibashjian dijo algo en griego o turco y arremetió contra la criatura, los brazos abiertos como si fuera a arrojarse por una ventana. La atravesó. Fue a dar contra el cañón de una pistola que destelló en la oscuridad, más allá del círculo de luz. Fragmentos de roca zumbaron junto a la cabeza de Case; el finlandés lo echó a tierra de un empujón.

La luz de la terraza desapareció, Case vio imágenes inconexas del destello del arma, el monstruo y la luz blanca. Le zumbaban los oídos.

Entonces la luz volvió, ahora en movimiento, buscando en las sombras. Terzibashjian estaba apoyado en una puerta de acero, el rostro lívido. Se sostenía la muñeca izquierda y contemplaba las gotas de sangre que le caían de la mano izquierda. El hombre rubio, entero otra vez, limpio de sangre, yacía a sus pies.

Molly salió de entre las sombras, toda de negro, empuñando la pistola.

– Usa la radio -dijo el armenio entre dientes-. llama a Mahmut. Tenemos que sacarlo de aquí. Éste no es un buen lugar.

– Casi lo consigue el imbécil -dijo el finlandés, limpiándose sin éxito los pantalones. Las rótulas le crujieron al incorporarse-. Estabas mirando el espectáculo de horror, ¿verdad? No la hamburguesa que quitaron de en medio. Una monada. Bueno, ayúdales a sacarlo de aquí. Tengo que revisar todo ese equipo antes de que despierte, asegurarme de que el dinero de Armitage esté bien invertido.

Molly se inclinó y recogió algo. Una pistola. -Una Nambu -dijo-. Bonita arma.

Terzibashjian gimió. Case vio que le faltaba casi todo el dedo medio.

La ciudad estaba empapada en azul prealba. Molly le dijo al Mercedes que los llevase a Topkapi. El finlandés y un turco gigantesco llamado Mahmut habían sacado a Riviera del callejón. Minutos después un Citroën polvoriento había llegado para llevarse al armenio, que parecía al borde del desmayo.

– Eres un idiota -le dijo Molly al abrirle la puerta del coche-. Tendrías que haber esperado. Estuve apuntándole desde el momento en que salió. -Terzibashjian la miró con resentimiento. – Así que contigo ya no tenemos nada que ver. -Lo empujó hacia adentro y cerró de un portazo.- Como vuelva a tropezar contigo te mato -dijo al rostro lívido que la miraba detrás de la ventanilla de color. El Citroën salió del callejón trabajosamente y dobló con torpeza al llegar a la calle.

Ahora el Mercedes susurraba por Estambul mientras la ciudad despertaba. Pasaron frente a la terminal del túnel de Beyoglu y dejaron atrás laberintos de desiertas calles laterales, deteriorados edificios de apartamentos que a Case le recordaron vagamente a París.

– ¿Qué es esto? -preguntó a Molly cuando el Mercedes se detuvo junto a los jardines del Seraglio. Observó inexpresivamente la barroca aglomeración de estilos que era Topkapi.

– Era una especie de burdel privado del rey -dijo Molly, estirándose al salir-. Aquí tenía un montón de mujeres. Ahora es un museo. Una cosa parecida al negocio del finlandés, todo mezclado a lo loco, diamantes grandes, espadas, la mano izquierda del Bautista…

– ¿En una cubeta de conservación?

– Qué va. Muerta. La tienen en un chisme de bronce con una tapita al costado. Así los cristianos podían besarla para que les diera buena suerte. Se la robaron a los cristianos hace como un millón de años, y nunca le quitan el polvo porque es una reliquia infiel.

Ciervos de hierro negro se herrunbraban en los jardines del Seraglio. Case caminaba junto a ella mirándole las puntas de las botas, que aplastaban el césped descuidado y endurecido por una helada temprana. Caminaban por un sendero de baldosas octogonales y frías. El invierno acechaba en algún lugar de los Balcanes.

– Ese Terzi es una mierda de primera -dijo Case-. Policía secreta. Torturador. Fácil de sobornar, también, con la clase de dinero que Armitage ofrecía. -En los mojados árboles de alrededor, los pájaros empezaron a cantar.

– Hice el trabajo que me pediste -dijo Case-, el de Londres. Saqué algo, pero no sé qué significa. -Le contó la historia de Corto.

– Bueno, yo sabía que no había nadie con el nombre de Armitage en ese Puño Estridente. Lo verifiqué. -Acarició las ancas herrumbradas de una cierva de hierro.- ¿Crees que el pequeño ordenador lo sacó del lío? ¿En ese hospital francés?

– Creo que fue Wintermute -dijo Case.

Ella asintió.

– El hecho es que… -dijo Case-, ¿crees que él sabe que antes era Corto? Quiero decir: cuando llegó al hospital ya no era nadie. Entonces, tal vez Wintermute simplemente…