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Conectó.

– ¿Dixie?

– Sí.

– ¿Has intentado alguna vez meterte en una IA?

– Seguro. Fue cuando me anularon. La primera vez. Estaba jugando, trabajando a lo loco, cerca del sector comercial pesado de Río. Negocios de los grandes, multinacionales, el gobierno brasileño iluminado como un árbol de Navidad. Sólo jugaba, ¿sabes? Y entonces empecé a conectar con un cubo que estaba tal vez a tres niveles por encima. Subí y traté de entrar.

– ¿A qué se parecía la imagen?

– A un cubo blanco.

– ¿Cómo sabías que era una IA?

– ¿Que cómo lo supe? ¡Jesús! Nunca había visto hielo tan denso. ¿Qué más podía ser? Los militares de allá no tienen nada parecido. De todos modos, me salí y le dije a mi ordenador que lo investigara.

– ¿Y?

– Estaba en el Registro Turing. IA. La estructura en Río era de una compañía franchuta.

Case se mordió el labio y miró hacia afuera, por encima de las plataformas del Centro de Fisión de la Costa Este, hacia el infinito vacío neuroelectrónico de la matriz.

– ¿Tessier-Ashpool, Dixie?

– Sí, Tessier.

– ¿Y regresaste?

– Claro. Estaba enloquecido. Decidí tratar de cortarlo. Llegué a los primeros estratos y allí me quedé. Mi aprendiz sintió el olor a piel achicharrada y me sacó los trodos. Una mierda, ese hielo.

– ¿Y tu electroencefalograma quedó plano?

– Bueno,' así es como nacen las leyendas, ¿verdad?

Case desconectó. -Mierda -dijo-. ¿Cómo crees que Dixie quedó anulado, eh? Tratando de meterse en una IA. Estupendo…

– Sigue -dijo Molly-. Se supone que juntos sois dinamita, ¿verdad?

– Dix -dijo Case-, quiero echarle un vistazo a una IA en Berna. ¿Se te ocurre alguna razón para no hacerlo?

– A menos que tengas un miedo morboso a la muerte, no, ninguna.

Case tecleó las coordenadas del sector bancario suizo, sintiendo una ola de euforia a medida que el ciberespacio temblaba, se desdibujaba, se solidificaba. El Centro de Fisión de la Costa Este desapareció para dejar paso a la fría y geométrica complejidad del sistema bancario comercial de Zurich. Volvió a teclear, buscando Berna.

– Sube -dijo la estructura-. Tiene que estar más arriba.

Ascendieron por reticulados de luz en un parpadeo de niveles. Un destello azul.

Tiene que ser eso, pensó Case.

Wintermute era un sencillo cubo de luz blanca; sencillez que sugería una complejidad extrema.

– No parece gran cosa, ¿verdad? -dijo el Flatline-. Pero intenta tocarla.

– Voy a intentar meterme, Dixie.

– Adelante.

Case tecleó hasta que estuvo a cuatro puntos de retícula del cubo. La ciega fachada, ahora enorme frente a él, comenzó a moverse con tenues sombras interiores, como si mil bailarines giraran detrás de una vasta lámina de vidrio escarchado.

– Sabe que estamos aquí -apuntó el Flatline.

Case volvió a teclear, una vez: saltaron un punto reticular hacia adelante.

Un círculo gris y punteado apareció sobre la cara del cubo.

– Dixie…

– Vuelve, rápido.

El área gris se hinchó suavemente, se convirtió en una esfera y se separó del cubo.

Case sintió como un pinchazo en la palma de la mano cuando pulsó con violencia RETROCESO MÁXIMO. La matriz se alejó borroneándose: cayeron por un pozo crepuscular de bancos suizos. Ahora la esfera era más oscura, acercándose o bajando.

– Desconecta -dijo el Flatline.

La oscuridad cayó como un martillo.

Hielo y un olor a acero frío le acariciaron la espina dorsal.

Y caras que se asomaban desde una jungla de neón, marineros y buscavidas y putas, bajo un envenenado cielo de plata…

– Oye, Case, dime qué mierda te está pasando; ¿te has vuelto loco, o qué?

Un pulso regular de dolor le bajaba ahora por la espina dorsal.

La lluvia lo despertó, una llovizna lenta; tenía los pies enredados en espirales de fibra óptica desechada. El mar de sonido de la vídeo galería caía sobre él, retrocedía, regresaba. Rodando hacia un lado se incorporó y se sostuvo la cabeza.

Una luz que salía de una compuerta de servicio en la trastienda de la vídeo galería revelaba trozos rotos de madera húmeda y la carcasa goteante de una abandonada consola de juegos. Unos estilizados caracteres en japonés cubrían el costado de la consola en descoloridos rosas y amarillos.

Miró hacia arriba y vio una tiznada ventana de plástico, un débil resplandor fluorescente.

Le dolía la espalda, la columna.

Se puso de pie; se quitó el pelo mojado de los ojos.

Algo había ocurrido…

Se revisó los bolsillos en busca de dinero, no encontró nada, y tembló. ¿Dónde estaba su chaqueta? Miró detrás de la consola, pero en seguida renunció a encontrarla.

En Ninsei, midió las dimensiones de la muchedumbre. Viernes. Tenía que ser un viernes. Tal vez Linda estuviese en la vídeo galería. Tal vez tuviese dinero, o al menos cigarrillos… Tosiendo, chorreando lluvia de la pechera de la camisa, se abrió paso entre la multitud hacia la entrada.

Los hologramas se retorcían y temblaban con el rugir de los juegos; fantasmas solapados en la abigarrada bruma del local, olor a sudor y tensión aburrida. Un marinero de camiseta blanca destruyó Bonn en una consola de Guerra de Tanques: un destello azul.

Ella estaba jugando al Castillo Embrujado, abstraída, los ojos grises delineados con lápiz negro corrido.

Levantó la mirada cuando él le puso un brazo sobre los hombros. -Vaya, ¿cómo estás? Te ves mojado.

La besó.

– Me has hecho perder el juego -dijo ella-. Mira eso, imbécil. En la Mazmorra del séptimo nivel y los vampiros me atrapan. -Le pasó un cigarrillo.- Te ves muy tenso. ¿Dónde has estado?

– No lo sé.

– ¿Estás volado, Case? ¿Bebiendo otra vez? ¿Comiendo dextroanfetas de Zone?

– Quizás… ¿Cuánto tiempo hace que no me ves?

– Ey, estás bromeando, ¿verdad? -lo miró interrogativamente-. ¿Verdad?

– No, creo que se me fundieron los plomos. Yo… eh, desperté en el callejón.

– Tal vez alguien te atracó, cariño. ¿Llevas aún contigo el fajo de billetes?

Case sacudió la cabeza.

– Otra vez en las mismas. ¿Tienes dónde dormir, Case?

– Supongo.

– Entonces vamos. -Lo tomó de la mano.- Vamos a buscarte un café y algo de comer. Te llevaré a casa. Me alegra verte, muchacho. -Le apretó la mano.

El sonrió.

Algo se quebró.

Algo se movió en el centro de las cosas. La galería se inmovilizó y vibró…

Ella ya había desaparecido. El peso de los recuerdos le cayó entonces encima, todo un cuerpo de conocimientos que se le introducía en la cabeza como un microsoft en un zócalo. Había desaparecido. Sintió un olor a carne quemada.

El marinero de la camiseta blanca había desaparecido también. La vídeo galería estaba vacía, en silencio. Case se volvió poco a poco, encorvando los hombros, mostrando los dientes, las manos involuntariamente cerradas. Vacía. Un papel de caramelo, amarillo y arrugado, se balanceaba al borde de una consola; cayó al suelo entre colillas pisoteadas y vasos de plástico.

– Tenía un cigarrillo -dijo mirándose los blancos nudillos del puño-. Tenía un cigarrillo y una chica y un sitio para dormir. ¿Me oyes, hijo de puta? ¿Me oyes?

Unos ecos viajaron bajo la bóveda de la galería, desvaneciéndose en corredores de consolas.

Salió a la calle. Había dejado de llover.

Ninsei estaba desierto.

Los hologramas titilaban, el neón danzaba. Sintió un olor a verdura hervida: el carrito de un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Encontró en el suelo un paquete de Yeheyuan sin abrir, junto a una caja de cerillas. JULIUS DEANE IMPORT EXPORT. Contempló el logo impreso y la traducción al japonés.