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– De acuerdo -dijo, recogiendo las cerillas y abriendo el paquete de cigarrillos-. Te oigo.

Subió con calma las escaleras del despacho de Deane. No hay prisa, se dijo, no hay apuro. La deformada cara del reloj Dalí todavía daba la hora equivocada. Había polvo sobre la mesa Kandinsky y en las estanterías neoaztecas. Una pared de contenedores de fibra de vidrio blanca llenaba la habitación con un olor a jengibre.

– ¿La puerta está cerrada? -Case esperó en vano una respuesta. Se acercó a la puerta y trató de abrirla.- ¿Julie?

La lámpara de bronce de pantalla verde arrojaba un círculo de luz sobre el escritorio de Deane. Case miró las entrañas de una arcaica máquina de escribir, cassettes, papeles arrugados, pegajosas bolsas plásticas de muestras de jengibre.

Allí no había nadie.

Bordeó el voluminoso escritorio de acero y apartó la silla de Deane. Encontró el arma en una deteriorada funda de cuero sujeta debajo de la tapa del escritorio con cinta plateada; era una antigüedad, una Magnum 357 de cañón y guardamontes recortados.

El mango había sido agrandado con capas de cinta aislante. La cinta estaba vieja, marrón con una reluciente pátina de polvo. Extrajo el cilindro y examinó los seis proyectiles. Eran de carga manual. El plomo liso brillaba aún inmaculado.

Con el revólver en la mano derecha, Case pasó junto al gabinete a la izquierda del escritorio y se quedó en el centro del desordenado despacho, fuera del área de luz.

– Supongo que no tengo prisa. Supongo que es tu espectáculo. Pero toda esta mierda, ¿sabes?, se está haciendo un poco… vieja. -Levantó el arma con ambas manos, apuntando al centro del escritorio, y apretó el gatillo.

El culatazo casi le rompió la muñeca. El destello del cañón iluminó el despacho como una bombilla de flash. Bala explosiva. Azida. Volvió a levantar el arma.

– No tienes por qué hacer eso, hijo -dijo Julie, saliendo de las sombras. Llevaba un terno espigado de seda, una camisa a rayas y una pajarita. Las gafas le brillaban con la luz.

Case giró el arma apuntando al rosado rostro sin edad de Deane.

– No lo hagas -dijo Deane-. Tienes razón. Acerca de todo esto. De lo que soy. Pero hay que tener en cuenta cierta lógica interna. Si la usas, verás un montón de sangre y sesos, y yo tardaré varias horas de tu tiempo subjetivo en armar otro portavoz. No es fácil mantener este montaje. Ah, y lamento lo de Linda, en la vídeo galería. Esperaba hablar a través de ella, pero saco todo esto de tus recuerdos, y la carga emocional… Bueno, tiene sus complicaciones. Fue un desliz. Lo siento.

Case bajó el arma. -Esto es la matriz. Tú eres Wintermute.

– Sí. Todo está llegando a ti por cortesía de la unidad de simestim conectada a tu consola, naturalmente. Me alegra haber podido interrumpirte antes de que tú desconectaras. -Deane se movió alrededor del escritorio, enderezó la silla, y se sentó.- Siéntate, hijo. Tenemos mucho de qué hablar.

– ¿De veras?

– Claro que sí. Desde hace tiempo. Yo estaba listo cuando te contacté por teléfono en Estambul. El tiempo es muy escaso ahora. Estarás activando tu programa en cuestión de días, Case. -Deane tomó un bombón, le quitó el papel cuadriculado, y se lo metió en la boca. – Siéntate -dijo con la boca llena.

Case se sentó en la silla giratoria frente al escritorio sin apartar la mirada de Deane, sin dejar el arma, apoyándola en el muslo.

– Bien -dijo Deane con entusiasmo-, el orden del día. Tú te preguntas qué es Wintermute. ¿No es así?

– Más o menos.

– Una inteligencia artificial, pero eso ya lo sabes. Tu error, y es un error muy lógico, está en confundir la infraestructura de Wintermute, Berna, con la entidad Wintermute. -Deane chupó el bombón ruidosamente.- Ya estás al tanto de la otra IA, en la cadena de la Tessier-Ashpool, ¿no? Río. Yo, hasta donde pueda decirse que tengo un «yo», y esto se pone bastante metafisico, como ves, yo soy el que arregla cosas para Armitage. O Corto, quien, dicho sea de paso, es sumamente inestable. Estable -dijo Deane, al tiempo que sacaba un ornamentado reloj de oro de un bolsillo del chaleco y abría la tapa- durante un día o dos.

– Lo que dices tiene tanto sentido como todo lo demás en este endiablado asunto -dijo Case, frotándose las sienes con la mano libre-. Si eres tan fabulosamente listo…

– ¿Por qué no soy rico? -Deane se echó a reír y casi se atraganto con el bombón.- Bueno, Case, todo lo que puedo decir, y de verdad no tengo muchas respuestas, es que lo que tú te imaginas como Wintermute no es más que parte de otra cosa, una, como diríamos, entidad potencial. Digamos que soy sólo un aspecto del cerebro de esa entidad. Sería como tratar, según tu punto de vista, con un hombre al que le han seccionado los lóbulos. Digamos que estás hablando con una pequeña porción de un hemisferio cerebral izquierdo. Es difícil decir que estés hablando realmente con un hombre. -Deane sonrió.

– ¿Es cierta la historia de Corto? ¿Llegaste a él a través de un microordenador en aquel hospital francés?

– Sí. Y yo armé el archivo al que accediste en Londres. Trato de planificar, en tu concepción del término, pero no es lo que me importa, de verdad. Yo improviso. Es mi mayor talento. Prefiero las situaciones a los planes, ¿sabes?… En verdad he tenido que arreglármelas con hechos consumados. Puedo ordenar una gran cantidad de información, ordenarla muy rápidamente. Ha tomado mucho tiempo organizar el equipo del que eres parte. Corto fue el primero, y casi no lo consigue. Ya estaba casi perdido, en Toulon. Comer, excretar, y masturbarse era lo máximo que llegaba a hacer. Pero la estructura de obsesiones subyacente estaba ahí: Puño Estridente, la traición, las audiencias en el Congreso.

– ¿Sigue loco?

– No llega a constituir una personalidad. -Deane sonrió.- Seguro que tú te has dado cuenta. Pero Corto está todavía ahí, allí, en algún lugar, y yo no puedo seguir manteniendo ese delicado equilibrio. Se va a caer a pedazos delante de ti, Case. Así que cuento contigo…

– Qué bien, hijo de puta -dijo Case, y le disparó a la boca con la 357.

Había estado en lo cierto con respecto a los sesos. Y la sangre.

– Hombre -estaba diciendo Maekum-, esto no me gusta nada.

– Está todo bien -dijo Molly-. No te preocupes. Son cosas que ellos hacen, nada más. No estaba muerto, y fue sólo por unos pocos segundos.

– Yo vi la pantalla, el EEG decía muerto. No se movía nada, cuarenta segundos.

– Bueno, está bien ahora.

– El EEG liso como una correa -protestó Maelcum.

10

ESTABA ATERIDO CUANDO pasaron la aduana, y fue Molly quien habló. Maelcum se quedó a bordo del Garvey. Pasar la aduana en Freeside consistía principalmente en demostrar solvencia. Lo primero que Case vio cuando alcanzaron la superficie interior del huso fue una sucursal de la cadena de cafés Beautiful Girl.

– Bienvenido a la Rue Jules Veme -dijo Molly-. Si tienes problemas al caminar, basta con que te mires los pies. Si no estás acostumbrado, la perspectiva es una mierda.

Estaban de pie en una calle ancha que parecía ser el fondo de una grieta profunda o de un cañón, ambos extremos escondidos por ángulos sutiles en las paredes de tiendas y edificios. La luz se filtraba allí a través de frescos y verdes macizos de vegetación que caían desde las terrazas y balcones cercanos. El sol…

Había un brillante jirón de luz blanca en lo alto, demasiado intensa, y el azul grabado de un cielo de Cannes. Él sabía que la luz del sol era bombeada por un sistema Lado-Acheson cuya armadura, de dos milímetros de diámetro, corría a lo largo del huso; que había allí un archivo rotatorio de efectos celestes, que si se apagase el cielo, vería lo que había más allá de la armadura de luz: las curvas de los lagos, los techos de los casinos, otras calles… Pero para su cuerpo aquello no tenía sentido.