– Ahora le debe demasiada gente, Case. Tal vez te toque ser el ejemplo. En serio, es mejor que te cuides.
– Claro. ¿Y qué me dices de ti, Linda? ¿Tienes dónde dormir?
– Dormir. -Linda sacudió la cabeza.- Claro, Case. -Tembló y se inclinó hacia adelante. Una película de sudor le cubría la cara.
– Toma -dijo él; buscó en el bolsillo de la chaqueta deportiva y sacó un arrugado billete de cincuenta. Lo alisó automáticamente bajo la mesa, lo dobló en cuatro y se lo pasó.
– Tú lo necesitas, cariño. Más vale que se lo des a Wage.
Había algo en los ojos grises de ella que no conseguía leer; algo que nunca había visto en ellos.
– A Wage le debo mucho más que eso. Tómalo. Me va a llegar más -mintió, mientras veía sus nuevos yens desaparecer en un bolsillo de cremallera.
– Junta tu dinero, Case; encuentra rápido a Wage.
– Ya nos veremos, Linda -dijo él, poniéndose de pie.
– Seguro -dijo ella. Un milímetro de blanco asomaba bajo cada una de sus pupilas. Sanpaku-. Cuídate el pellejo, hombre.
Él asintió, ansioso por marcharse.
Volvió atrás la mirada cuando la puerta plástica se cerraba detrás de él; vio los ojos de ella reflejados en una jaula de neón rojo.
Viernes por la noche en Ninsei.
Pasó frente a quioscos de yakitori y salones de masaje, una cafetería llamada Beautiful Girl, el trueno electrónico de una vídeo galería. Se hizo a un lado para dar paso a un sarariman de traje oscuro, y alcanzó a ver el logotipo de la Mitsubishi-Genentech tatuado en el dorso de la mano derecha del hombre.
¿Era auténtico? Si lo era, pensó, se está buscando problemas. Si no, se los merecía. Por encima de un cierto nivel, a los empleados de la MG se les implantaban avanzados microprocesadores que registraban los niveles de mutágenos en el torrente sanguíneo. Un equipo así te podía enredar en Night City, llevarte directamente a una clínica negra.
El sarariman era japonés, pero la muchedumbre de Ninsei era gaijin. Grupos de marineros que subían del puerto, turistas solitarios y tensos a la caza de placeres no señalados en las guías, talludos del Ensanche exhibiendo injertos e implantaciones, y una docena de distintas especies de buscavidas, todos pululando por la calle en una intrincada danza de deseo y comercio.
Había innumerables teorías que explicaban por qué Chiba City toleraba el enclave de Ninsei, pero Case se inclinaba por la idea de que los Yakuza podrían estar preservando el lugar como una especie de parque histórico; un recordatorio de orígenes humildes. Pero también le parecía sensata la idea de que las tecnologías germinales requieren zonas fuera de la ley; que Night City no estaba allí por sus habitantes, sino como campo de juegos deliberadamente no supervisado para la tecnología misma.
¿Tendría razón Linda?, se preguntó, mirando hacia las luces. ¿Lo mataría Wage para que sirviera de ejemplo? No tenía mucho sentido; pero, por otra parte, Wage negociaba especialmente con biología proscrita, y la gente decía que había que estar loco para hacer eso.
Pero Linda dijo que Wage lo quería muerto. Lo primero que Case aprendió sobre la dinámica del comercio callejero era que ni el comprador ni el vendedor lo necesitaban realmente. El negocio de un hombre medio consiste en convertirse en un mal necesario. El dudoso nicho que Case se había tallado en el ecosistema criminal de Night City estaba hecho de mentiras, forjado noche a noche a fuerza de traiciones. Ahora, viendo que las paredes comenzaban a desmoronarse, sintió el filo de una extraña euforia.
La semana anterior había postergado la transferencia de un extracto glandular sintético, y lo vendió al por menor para obtener márgenes más amplios que de costumbre. Sabía que a Wage no le había gustado. Wage era su proveedor principal; nueve años en Chiba y uno de los pocos traficantes gaijin que había logrado conectarse con la rígidamente estratificada camarilla criminal más allá de las fronteras de Night City. Materiales genéticos y hormonas entraban escurridizamente en Ninsei por una intrincada escalerilla de testaferros y subterfugios. Wage había conseguido una vez reconstruir el pasado de algo, y ahora tenía contactos firmes en una docena de ciudades.
Case se encontró mirando la vitrina de una tienda que vendía objetos pequeños y brillantes a los marineros. Relojes, navajas de muelle, encendedores, cámaras de vídeo de bolsillo, consolas de simestim, cadenas manriki cargadas con pesas, y shurikens. Los shurikens siempre lo habían fascinado: estrellas de acero con puntas de cuchillo. Algunas eran cromadas, otras negras, otras tratadas con una superficie iridiscente, como aceite en agua. Pero él prefería las estrellas de cromo. Estaban montadas en ultragamuza escarlata, con lazos casi invisibles de hilo de pescar; en el centro tenían estampas de dragones o simbolos yin-yang. Capturaban el neón de la calle y lo distorsionaban, y a Case se le antojó que ésas eran las estrellas bajo las que él iba de un lado a otro: el destino deletreado en una constelación de cromo barato.
– Julie -dijo a sus estrellas-. Es hora de ver al viejo Julie. Él sabrá.
Julius Deane tenía ciento treinta y cinco años; una fortuna semanal en sueros y hormonas le alteraba asiduamente el metabolismo. Su principal seguro contra el envejecimiento era un peregrinaje anual a Tokio, donde cirujanos genéticos reprogramaban el código de su ADN, un procedimiento inasequible en Chiba. Luego, volaba a Hong Kong y encargaba los trajes y camisas para ese año. Asexuado e inhumanamente paciente, parecía encontrar su mayor gratificación en las formas esotéricas del culto a los sastres. Case nunca lo vio llevar el mismo traje dos veces, aunque en su guardarropa no parecía haber otra cosa que meticulosas reconstrucciones de prendas del siglo pasado. Lucía lentes de receta, láminas de cuarzo rosado sintético y molido enmarcadas en una fina montura de oro y biseladas como los espejos de una casa de muñecas victoriana.
Tenía sus oficinas en un depósito detrás de Ninsei, que en parte parecía haber sido descuidadamente decorado, años atrás, con una aleatoria colección de muebles europeos, como si en algún momento Deane se hubiese planteado establecerse allí. Unas estanterías neoaztecas acumulaban polvo junto a una pared de la sala donde Case estaba esperando. Una pareja de bulbosas lámparas de mesa estilo Disney descansaban incómodamente sobre una mesa baja tipo Kandinsky, de acero con laca granate. Un reloj Dalí colgaba de la pared entre las estanterías, inclinando la cara distorsionada hacia el suelo de cemento desnudo. Las manecillas eran hologramas que cambiaban para acompañar las circunvoluciones de la cara, pero que nunca señalaban la hora correcta. La sala estaba atiborrada de cajas de fibra de vidrio que despedían un olor a jengibre.
– Pareces estar limpio, hijo -dijo la incorpórea voz de Deane-. Entra.
Unos pestillos magnéticos se desplazaron alrededor de la enorme puerta de imitación de palo de rosa, a la izquierda de las estanterías. Un rótulo que decía JULIUS DEANE IMPORT EXPORT surcaba el plástico con deterioradas mayúsculas autoadhesivas. Si los muebles dispersos en el improvisado vestíbulo de Deane sugerían los finales del siglo pasado, el despacho parecía pertenecer a sus comienzos.
El rostro rosado e inconsútil de Deane contemplaba a Case desde el área de luz de una antigua lámpara de bronce con pantalla rectangular de vidrio verde oscuro. El importador se hallaba celosamente cercado por un amplio escritorio de acero pintado, flanqueado por altos gabinetes de cajones de madera clara. El tipo de cosa, supuso Case, que en otro tiempo sirvió para almacenar registros escritos de alguna especie. La tapa del escritorio estaba atiborrada de cassettes, rollos de papel amarillentos, y varias piezas de una especie de máquina de escribir de cuerda, una máquina que Deane nunca tenía tiempo de arreglar.
– ¿Qué te trae por aquí, muchachón? -preguntó Deane, ofreciendo a Case un delgado bombón envuelto en papel cuadriculado azul y blanco-. Prueba uno. Ting Ting Djahe, lo mejor de lo mejor. -Case rechazó el jengibre, se sentó en una torcida silla giratoria y deslizó el pulgar a lo largo de la desteñida costura de sus tejanos negros.