Выбрать главу

– Jesús -dijo-, esto me gusta menos que el marco orbital.

– Acostúmbrate. Durante un mes fui aquí guardaespaldas de un tahúr.

– Quiero ir a algún lado, acostarme.

– Bueno. Tengo las llaves. -Le tocó el hombro.- ¿Qué te pasó allá, Case? Te anularon.

Case sacudió la cabeza. -Todavía no lo sé. Espera.

– Bueno. Tomaremos un taxi, o algo. -Lo tomó de la mano y lo ayudó a cruzar Jules Veme, pasando junto a una vitrina en la que se exponían las pieles de la temporada en París.

– Irreal -dijo él, volviendo a mirar hacia arriba.

– Qué va -respondió ella, suponiendo que se refería a las pieles-. Las cultivan en colágeno, pero es ADN de visón. ¿Qué más da?

– Es sólo un tubo grande por el que vierten cosas -dijo Molly-. Turistas, buscavidas, lo que quieras. Y hay filtros de dinero que funcionan continuamente, para asegurar que el dinero se quede cuando la gente cae de vuelta por el pozo.

Armitage les había reservado habitación en un lugar llamado el Intercontinental, un acantilado piramidal de fachada de vidrio que se precipitaba hacia una niebla fría y un ruido de rápidos. Case salió al balcón y miró a un trío de bronceados adolescentes franceses que se deslizaban en sencillos planeadores, a pocos metros por encima de la espuma, triángulos de nailon de brillantes colores primarios. Uno de ellos viró, se ladeó, y Case alcanzó a ver una adolescente de pelo corto y oscuro, pechos morenos, dientes blancos en una amplia sonrisa. Allí, el aire olía a agua fresca y a flores. -Sí -dijo-, mucho dinero.

Ella se apoyó en la baranda, junto a él, las manos sueltas y relajadas. -Sí. Una vez íbamos a venir aquí, aquí o a algún lugar de Europa.

– ¿Íbamos quiénes?

– Nadie -dijo ella, sacudiendo involuntariamente los hombros-. Dijiste que querías acostarte. Dormir. No me vendría mal dormir un poco.

– Sí -dijo Case, frotándose los pómulos con las palmas de las manos-. Sí; vaya lugar.

La angosta cinta del sistema Lado-Acheson refulgía como una abstracta imitación de una puesta de sol en las Bermudas, rayada con jirones de nubes grabadas.

– Sí -dijo él-. Dormir.

No tenía sueño. Cuando pudo dormir, soñó con lo que parecían fragmentos de recuerdos pulcramente editados Despertó varias veces, con Molly acurrucada junto a él y escuchó el agua, voces que entraban por los paneles de vidrio del balcón, la risa de una mujer desde los apartamentos escalonados de enfrente. La muerte de Deane seguía apareciendo como una carta marcada, por mucho que dijeran que no había sido Deane. Una muerte que en realidad no había ocurrido. Alguien le había dicho una vez que la cantidad de sangre en un cuerpo humano promedio equivalía aproximadamente a una gaveta de cerveza.

Cada vez que la imagen de la destrozada cabeza de Deane chocaba contra la pared trasera de la oficina, Case creía tener otro pensamiento, algo más oscuro, escondido, que se le escapaba, escurriéndose como un pez.

Linda.

Deane. Sangre en la pared de la oficina del importador.

Linda. Olor a carne quemada en las sombras de la cúpula de Chiba. Molly extendiendo una bolsa de jengibre, el plástico cubierto de sangre. Deane había hecho que la mataran.

Wintermute. Imaginaba un pequeño micrófono que susurraba algo a los restos de un hombre llamado Corto, las palabras fluyendo como un río, la artificial personalidad sustitutivo Ramada Armitage creciendo en un oscuro pabellón de hospital… El análogo de Deane había dicho que trabajaba con hechos consumados, que aprovechaba situaciones reales.

Pero, ¿y si Deane, el verdadero Deane, hubiera mandado matar a Linda por orden de Wintermute? Case tanteó en la oscuridad, buscando un cigarrillo y el encendedor de Mofly. No había por qué sospechar de Deane, se dijo, encendiendo el cigarrillo. Ninguna razón.

Winterimute era capaz de incrustar una personalidad hasta en una cáscara hueca. ¿Qué grado de sutileza podía alcanzar la manipulación? Después de la tercera calada apagó el Yeheyuan en el cenicero de la mesa de noche, se apartó de Molly, e intentó dormir.

El sueño, el recuerdo, se desenrollaba con la monotonía de una cinta simestim sin editar. Había pasado un mes, el verano de sus quince años, en la pensión de un quinto piso, con una chica llamada Marlene. Hacía diez años que el ascensor no funcionaba. Cada vez que uno encendía la luz en la cocina de desagües atascados, las cucarachas hervían en la porcelana gris. Dormía con Marlene en un colchón rayado, sin sábanas.

No Regó a ver a la primera avispa, cuando construyó su casa gris y delgada como papel sobre la ampollada pintura del marco de la ventana. Pero el nido no tardó en convertirse en un mazacote de fibra, grande como un puño, de donde los insectos salían a cazar en el callejón de abajo como diminutos helicópteros, zumbando sobre el contenido putrefacto de las latas de basura.

Habían tomado cerca de una docena de cervezas cada uno, la tarde en que una avispa picó a Marlene. -Mata a esas hijas de puta -dijo ella, con los ojos opacos por la rabia y el calor estancado de la habitación-. Quémalas.

Borracho, Case revolvió en el sórdido armario, buscando el dragón de Rollo. Rollo era el antiguo y, sospechaba Case en aquel entonces, aún ocasional novio de Marlene, un enorme motociclista de San Francisco que llevaba en el oscuro pelo corto un rayo teñido de rubio. El dragón era un lanzallamas de San Francisco, un aparato que parecía una gruesa linterna de cabeza angulosa. Verificó las baterías, lo sacudió para asegurarse de que tenía suficiente combustible, y fue hacia la ventana abierta. colmena empezó a zumbar.

En el Ensanche, el aire estaba muerto, inmóvil. Una avispa se abalanzó fuera del nido y voló en círculos alrededor de la cabeza de Case. Case activó el interruptor, contó hasta tres, y apretó el gatillo. El combustible, bombeado hasta los 100 psi, salió disparado por la resistencia al rojo vivo. Una lengua de pálido fuego de cinco metros de largo; el nido se carbonizó y desmoronó. Alguien, del otro lado del callejón, vitoreó a Case.

– ¡Mierda! -Marlene se tambaleaba detrás.- ¡Estúpido! No las quemaste. Sólo las tiraste al suelo. ¡Subirán aquí y nos matarán! -La voz de ella le aserraba los nervios: la imaginó engullida por las Ramas, el pelo teñido crepitando en un especial tono verde.

En el callejón, dragón en mano, se acercó a la ennegrecida colmena. Se había abierto. Avispas chamuscadas se retorcían y saltaban sobre el asfalto.

Vio entonces la cosa que la cáscara de papel gris había ocultado.

El horror. La fábrica espiral de nacimientos: las terrazas escalonadas de las células en incubación, las ciegas mandíbulas de los nonatos que se movían sin cesar; el proceso en etapas: huevo, larva, protoavispa, avispa. El ojo de su mente vio lo que podía ser la fotografía de un lapso de tiempo, y la cosa pareció el equivalente biológico de una ametralladora, de espantosa perfección. Extraña. Apretó el gatillo, olvidándose de activar el encendido, y. el combustible pasó silbando por encima de la masa viva que latía y se retorcía en el suelo.

Cuando por fin apretó el botón de encendido, la llama estalló con un ruido sordo, quemándole una ceja. Cinco pisos más arriba, desde la ventana abierta, se oyó la risa de Marlene.

Despertó con una impresión de luz que se desvanecía, pero la habitación estaba a oscuras. Imágenes secundarias, fulgores retinianos. Afuera, el cielo cambiaba hacia un amanecer grabado. No se oía ninguna voz, sólo el ruido del agua, al pie de la fachada del Intercontinental.

En el sueño, justo antes de empapar la colmena de combustible, había visto el nítido logo T-A de Tessier-Ashpool en un costado, como si las mismas avispas lo hubiesen grabado allí.

Molly insistió en embadurnarlo con bronceador, aduciendo que la palidez del Ensanche llamaría demasiado la atención.

– Jesús -dijo Case, desnudo frente al espejo-, ¿crees que parece real? -Arrodillada, Molly le untó el tobillo izquierdo con lo que quedaba en el tubo.