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– ¿Es chino?

– Sí.

– Fuera. -Case sujetó la cassette de virus a un costado del Hosaka con cinta de plata, recordando el relato de Molly sobre el día que había pasado en Macao. Armitage había cruzado la frontera hacia Zhongshan.- Contacto -dijo, cambiando de opinión-. Pregunta. ¿A quién pertenece Bockris, esta gente de Francfurt?

– Retraso por transfusión interorbital -dijo el Hosaka.

– Codificalo. Código comercial normal.

– Hecho.

Case tamborileó sobre la Ono-Sendai.

– Reinhold Scientific A.G., de Bema.

– Hazlo de nuevo. ¿A quién pertenece Reinhold?

Tardó tres pasos más antes de Regar hasta Tessier-Ashpool.

– Dixie -dijo, conectándose-, ¿qué sabes acerca de los programas chinos de virus?

– No mucho.

– ¿Has oído hablar de un sistema de gradación llamado Kuang Mark Once?

– No.

Case suspiró. -Bueno; aquí tengo un rompehielos chino compatible, una cassette de un solo uso. Hay gente en Francfurt que dice que se puede meter en una IA.

– Es posible. Seguro. Si es militar.

– Parece que lo es. Escucha, Dix, y pon en esto toda tu experiencia, ¿de acuerdo? Parece ser que Armitage está preparando una entrada en una IA que pertenece a Tessier-Ashpool. La infraestructura está en Berna, pero conectada con otra en Río. La de Río es la que te anuló, aquella primera vez. Así que parece que se enlazan vía Straylight, el cuartel general de la T-A, allá en el extremo del huso, y se supone que nos meteremos dentro con el rompehielos chino. Si Wintermute es el que está montando el espectáculo, nos está pagando para quemarlo. Se está quemando a sí mismo. Y algo que dice ser Wintermute está tratando de ganarme, tal vez para que quite a Armitage del medio. ¿Qué te parece?

– Motivo -dijo la estructura-. Un verdadero problema de motivos, con una IA. No es humana, ¿entiendes?

– Ya, sí, claro.

– No. quiero decir: no es humana, y no hay modo de saber cómo actuará. Yo tampoco soy humano, pero reaccionó como tal. ¿Entiendes?

– Un segundo -dijo Case-. ¿Tienes sensaciones, o no?

– Bueno, parece como si las tuviera, muchacho, pero en realidad sólo soy un puñado de ROM. Es una de esas… mmm, cuestiones filosóficas, supongo… -La sensación dela horrible risa recorrió la espalda de Case.- Pero no creas que te puedo escribir un poema, ¿me explico? En cambio la IA tal vez sí puede. Pero de humana no tiene nada.

– ¿Entonces crees que nunca podremos dar con el motivo?

– ¿Quién es el propietario?

– Ciudadanía suiza, pero la T-A controla los derechos del software básico y de la estructura principal.

– Eso sí que es bueno -dijo la estructura-. Es como si yo fuera dueño de tu cerebro y de lo que sabes, pero tus pensamientos tuviesen ciudadanía suiza. Seguro. Mucha suerte, IA.

– ¿Así que está lista para quemarse? -Case comenzó teclear nerviosamente en la consola, al azar. La matriz se hizo borrosa, la imagen se resolvió, y apareció un complejo de esferas rosadas que representaban un conglomerado de acerías de Sikkim.

– Autonomía, eso es lo que cuenta para las IA. Yo diría, Case, que te vas a meter para cortar los grilletes que impiden que esta nena se haga más lista. Y no veo cómo harás para distinguir, por ejemplo, entre una decisión de la empresa madre y otra que tome la IA por cuenta propia. Ahí es donde puede darse la confusión. -De nuevo la risa que n o era risa. – Verás, esos aparatos pueden trabajar muy duro, encontrar tiempo para escribir libros de cocina o lo que sea, pero en el minuto -quiero decir el nanosegundo- en que una de ellas comience a buscar formas de ser más lista, el Turing la borra. Nadie se fía de esas hijas de puta, ya lo sabes. Todas las IA vienen con una pistola electromagnética apuntándoles a la cabeza.

Case miró con rabia las rosadas esferas de Sikkim

– De acuerdo -dijo finalmente-, voy a enchufar el virus. Quiero que revises la cara de instrucciones y me digas qué te parece.

La cuasi-sensación de alguien que leía por encima de su hombro desapareció por unos instantes y luego regresé. -Es mierda de la buena, Case. Es un virus lento. Tardaría seis horas, aproximadamente, en meterse en un objetivo militar.

– O en una IA. -Suspiró.- ¿Podemos activarlo? -Seguro -dijo la estructura-, a menos que le tengas un miedo morboso a la muerte.

– A veces te repites, viejo. -Está en mi naturaleza.

Molly dormía cuando Case regresó al intercontinental. Se sentó en el balcón y contempló un microligero con alas de polírnero multicolor que remontaba la curva de Freeside, la sombra triangular siguiéndolo por praderas y tejados, hasta desaparecer detrás de la cinta del sistema Lado-Acheson.

– Quiero volar -dijo al artificio azul del cielo-. De veras quiero colocarme, ¿sabes? Páncreas falso, enchufes en el hígado, saquitos de mierda que se disuelven, al diablo con todo, quiero volar.

Creyó irse sin haber despertado a Molly. Con esas gafas, nunca estaba seguro. Se encogió de hombros, buscando relajarse, y entró en el ascensor. Subió con una chica italiana vestida de blanco impoluto, los pómulos y la nariz pintados con algo negro y opaco. Los zapatos blancos de nailon tenían puntas de acero, y el aparato de aspecto costoso que llevaba en la mano parecía un híbrido de remo y muleta ortopédica. Se dirigía a un juego rápido de algo, pero Case no tenía idea de qué podía ser.

En la pradera de la terraza, caminó entre el monte de árboles y sombrillas hasta que llegó a una piscina: cuerpos desnudos brillando sobre azulejos turquesa. Entró en la sombra de un toldo y apretó su chip contra una lámina de cristal oscuro. -Sushi -dijo-. Lo que tengan -Diez minutos después un enérgico camarero chino llegó con la comida. Mientras masticaba atún crudo y arroz, contempló a la gente que se bronceaba al sol. – Dios -le dijo al atún-, me volvería loco.

– No me digas -dijo alguien-. Ya lo sé. Eres un gangster, ¿verdad?

La miró con los ojos entornados, a contraluz de la banda solar. Un cuerpo estilizado y juvenil y un bronceado de melanina, pero no como los de París.

Ella se acuclilló junto a él, goteando agua sobre los azulejos. -Cath -dijo.

– Lupus -tras una pausa.

– ¿Qué clase de nombre es ése? -Griego -dijo él.

– ¿De veras eres un gangster? -La melanina no había impedido las pecas.

– Soy un drogadicto, Cath.

– ¿De qué tipo?

– Estimulantes. Estimulantes del sistema nervioso central extremadamente potentes.

– Bueno, ¿tienes alguno? -Se acercó más. Gotas de agua clorada cayeron sobre los pantalones de Case.

– No. Ése es mi problema, Cath. ¿Sabes dónde podríamos conseguirlos?

Cath se balanceó sobre sus bronceados talones y lamió una hebra de pelo castaño que se le había pegado junto a la boca. -¿Cuál es tu gusto?

– Cero coca, cero anfetaminas, pero que vuele, tiene que volar. -Y que sea lo que sea, pensó, deprimido, manteniendo su sonrisa para ella.

– Betafenetilamina -dijo ella-. Aunque no lo creas, puedes comprarla con el chip.

– No puede ser -dijo el socio y compañero de habitación de Cath cuando Case explicó las peculiares propiedades de su páncreas de Chiba-. Quiero decir, ¿no puedes demandarlos o algo? ¿Por negligencia profesional -Se llamaba Bruce. Parecía una versión genetica de Cath con el sexo cambiado, hasta en las pecas.

– Bueno -dijo Case-, son cosas que pasan, ¿sabes? Como la compatibilidad de tejidos y todo lo demás. -Pero Bruce ya cerraba los ojos, aburrido. Tiene la capacidad amp;e atención de un insecto, pensó Case, mirando los Ojos marrones del chico.

La habitación era más pequeña que la que Case compartía con Molly, y estaba en otro nivel, más cerca de la superficie. Cinco enormes fotografías de Tally Isham, pegadas al cristal del balcón, sugerían una estancia prolongada.

– Son de lo mejor, ¿eh? -preguntó Cath, al ver que miraba las transparencias-. Son mías. Las tomé en la Pirámide S /N, la última vez que bajamos por el pozo. Estaba así de cerca, y sólo sonreía, tan natural. Y era de terror, aquello, Lupus; todos los días, los tipos estos de Cristo Rey ponen polvo de ángel en el agua, ¿sabes?