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Sobre el colchón había ahora una mano de mujer, la palma hacia arriba, los dedos pálidos.

Riviera se inclinó hacia adelante, cogió la mano, y empezó a acariciarla. Los dedos se movieron. Riviera alzó la mano, llevándosela a la boca, y lamió las puntas de los dedos. Las uñas estaban pintadas con un esmalte color vino.

Una mano, podía ver Case, pero no una mano cortada: la piel no tenía fallas, no estaba rota ni había cicatrices. Recordó una tableta romboidal de carne tatuada de laboratorio que había visto en la vitrina de una boutique quirúrgica en Ninsei. Riviera tenía la mano contra los labios y estaba lamiendo la palma. Los dedos le acariciaban la cara tentativamente. Pero ahora había una segunda mano sobre la cama. Cuando Riviera se acercó, los dedos de la primera mano se le apretaron alrededor de la muñeca, como un brazalete de carne y hueso.

La representación continuó, siguiendo una lógica interna surreal que le era propia. Aparecieron los brazos.

Los pies. Piernas. Las piernas eran muy hermosas. Parecía que la cabeza de Case iba a estallar. Tenía la garganta seca. Bebió lo que quedaba del vino.

Ahora Riviera estaba en la cama, desnudo. La ropa había sido parte de la proyección, pero Case no recordaba que se hubiera desvanecido. La flor negra estaba al pie de la cama, aún fidgurando con una llama azul. Entonces se formó el torso, a medida que Riviera le daba vida, acariciándolo: blanco, sin cabeza, y perfecto, lustroso, con un brillo de sudor casi imperceptible.

El cuerpo de Molly. Case miraba fijamente, con la boca abierta. Pero no era Molly; era la Molly que imaginaba Riviera. Los pechos estaban mal, los pezones más grandes, demasiado oscuros. Riviera y el torso desmembrado se sacudían sobre la cama, mientras las manos de uñas brillantes se movían como insectos sobre ellos. Ahora la cama estaba cubierta de pliegues amarillentos de encaje putrefacto que se deshacía en corpúsculos de polvo alrededor de Riviera, los brazos y piernas que se retorcían bruscamente, y las manos que se movían presurosas, pellizcando y acariciando.

Case miró a Molly. No tenía ninguna expresión en la cara. Los colores de la proyección de Riviera se movían y giraban en los espejos. Armitage estaba inclinado hacia adelante, las manos alrededor del tallo de una copa de vino, los ojos fijos en el escenario, la habitación que resplandecía.

Ahora los brazos y las piernas y el torso se habían unido, y Riviera temblaba. Había aparecido la cabeza: la imagen estaba completa. La cara de Molly, los ojos ahogados en liso mercurio. Riviera y la imagen de Molly empezaron a copular con renovada intensidad. Luego la imagen extendió lentamente una mano en forma de garra e hizo aparecer las cinco cuchillas. Con deliberación lánguida y onírica, rascó la espalda desnuda de Riviera. Case llegó a ver una porción de columna vertebral expuesta, pero ya estaba de pie y se tambaleaba hacia la salida.

Apoyado en una baranda de palo de rosa, vomitó en las silenciosas aguas del lago. Algo que había parecido apretarle la cabeza como una prensa se había desvanecido al fin. De rodillas, apoyando la mejilla contra la madera fresca, miró hacia el otro lado del lago, el aura brillante de la Rue Jules Veme.

Case ya conocía este espectáculo; cuando era adolescente, en el Ensanche, lo llamaban «sueños de verdad». Recordaba a flacos portorriqueños a la luz de los faroles de la calle, en el Lado Este, soñando de verdad al ritmo rápido de una salsa, las chicas de los sueños temblando y girando, los espectadores batiendo palmas, llevando el ritmo. Pero aquello había necesitado un camión Reno de equipo y un aparatoso casco de trodos.

Lo que Riviera soñaba era lo que uno veía. Case sacudió la cabeza dolorida y escupió en el lago.

Podía adivinar cómo terminaría, el gran final. Una simetría invertida: Riviera ama a la chica del sueño, la chica soñada lo desarma a él. Con aquellas manos. Sangre soñada empapando el encaje podrido.

Gritos entusiastas desde el restaurante; aplausos. Case se puso de pie y se alisó la ropa con las manos. Se volvió y regresó caminando hasta el Vingtiéme Siécle.

La silla de Molly estaba vacía. El escenario estaba desierto. Armitage aún miraba fijamente el escenario, la copa de vino entre los dedos.

– ¿Dónde está Molly? -preguntó Case. -Se ha ido -dijo Armitage.

– ¿Se ha ido tras él;'

– No. -Se oyó el leve ruido de un cristal que se quebraba. Armitage miró la copa. Alzó la mano izquierda que sostenía el globo de la copa, aún llena de vino tinto. El tallo, roto, sobresalía como una astilla de hielo. Case se lo quitó de la mano y lo puso en un vaso de agua.

– Dígame adónde ha ido, Armitage.

Las luces se encendieron. Case miró los ojos claros. No había nada allí. -Ha ido a prepararse. No volverás a verla. Estaréis juntos durante la ejecución del plan.

– ¿Por qué le ha hecho esto Riviera?

Armitage se puso de pie, ajustándose las solapas de la chaqueta. -Duerme un poco, Case.

– ¿Será mañana entonces?

Armitage sonrió, con su sonrisa sin sentido, y se alejó hacia la salida.

Case se frotó la frente y miró alrededor. En el salón, los comensales estaban poniéndose de pie; las mujeres sonreían mientras escuchaban las bromas de los hombres. Por primera vez advirtió que había un balcón, y unas velas brillaban aún en la privada oscuridad. Escuchó un tintineo de cubiertos de plata, una conversación en voz baja. Las velas arrojaban sombras que danzaban en el techo.

El rostro de la muchacha apareció abruptamente, como si se tratase de una de las proyecciones de Riviera, las manos pequeñas sobre la madera lustrada de la barandilla. Estaba inclinada hacia adelante, la mirada absorta, le parecía a Case, los ojos oscuros fijos en algo que estaba más allá. El escenario. Era un rostro llamativo, pero no hermoso, triangular, los pómulos altos y sin embargo de aspecto frágil; la boca ancha y firme, equilibrada en forma curiosa por una nariz estrecha y aguileña, de base acampanada. Y en un instante desapareció, regresando a las risas privadas y a la danza de las velas.

Cuando Case abandonó el restaurante vio a los dos jóvenes franceses y la chica que estaban esperando el barco que los llevaría a la otra orilla del lago, el casino más próximo.

La habitación del hotel estaba vacía, el colchón de espuma liso, como una playa cuando la marea ha bajado. La maleta de ella había desaparecido. Buscó una nota. No había nada. Pasaron varios segundos antes de que la pesadumbre y la tensión le permitieran advertir la escena que se desarrollaba afuera. Miró hacia arriba y contempló un panorama de tiendas caras: Gucci, Tsuyako, Hermes, Liberty.

Miró un rato. Al fin sacudió la cabeza y se acercó a un panel que no se había molestado en investigar. Desconectó el holograma y fue recompensado con una vista de los edificios de apartamentos aterrazados de la colina de enfrente.

Recogió un teléfono y lo llevó hasta el balcón, que estaba más fresco.

– Consígame el número del Marcus Garvey -le dijo al operador-. Es un remolque, registrado en el grupo de Sión.

La voz electrónica recitó un número de diez cifras. -Señor -añadió-. Se trata de un registro panameño.

Maelcum contestó cuando el teléfono ya había sonado cinco veces. -¿Sí?

– Case. ¿Tienes un módem, Maelcum?

– Sí. En el compás de navegación.

– ¿Me lo puedes conseguir, hermano? Ponlo en mi Hosaka. Luego enciende la consola. Es el interruptor con estrías.

– ¿Cómo te está yendo allí, hombre?

– Bueno… Necesito un poco de ayuda.

– Ya estoy en camino, hombre. Voy por el módem.

Case escuchó unos tenues ruidos estáticos mientras Maelcum conectaba el teléfono. -Mete esto en el hielo -le dijo al Hosaka, cuando escuchó la señal.