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– En Estambul -dijo Roland, casi pidiendo disculpas-, fue muy fácil. La mujer había eliminado el contacto de Armitage con la policía secreta.

– Entonces vinisteis a Freeside -dijo Pierre, metiéndose los binoculares en el bolsillo del pantalón corto-. Quedamos encantados.

– Era una buena oportunidad para bronceamos, ¿no? -Ya sabes lo que queremos decir -dijo Michele-. Si lo que pretendes es fingir que no lo sabes, sólo te estás complicando las cosas. Todavía queda el asunto de la extradición. Regresarás con nosotros, Case, igual que Armitage. Pero ¿adónde iremos todos, exactamente? ¿A Suiza, donde no serás más que un peón en el juicio de una inteligencia artificial? ¿O al EMBA, donde pueden culparte no sólo por robo e invasión de datos, sino también por un daño público que costó catorce vidas inocentes? La decisión es tuya.

Case sacó un Yeheyuan; Pierre se lo encendió con el Dunhill de oro. -¿Te protegería Armitage? -La pregunta fue puntuada por el golpe seco de las brillantes mandíbulas del encendedor.

Case levantó la mirada hacia Pierre, a través del dolor y la amargura de la betafenetilamina. -¿Cuántos años tienes, jefe?

– Los suficientes para saber que estás jodido, quemado, que esto ha terminado, y que ya no nos sirves.

– Una cosa -interrumpió Case. Dio una pipada y lanzó el humo hacia el agente del Registro Turing-. ¿Tenéis jurisdicción real aquí? Quiero decir, ¿el equipo de seguridad de Freeside no tendría que estar en esta fiesta? Al fin y al cabo es su terreno, ¿verdad? – Vio cómo los ojos oscuros se endurecían en el delgado rostro de niño y se preparó para el golpe, pero Pierre sólo se encogió de hombros.

– No tiene importancia -dijo Roland-. Tú vendrás con nosotros. Nos sentimos como en casa en situaciones de ambigüedad legal. Los tratados bajo los cuales opera el Registro nos permiten márgenes muy flexibles. Y nosotros creamos flexibilidad, en las situaciones en que se requiera. -La máscara de afabilidad había desaparecido de golpe: los ojos de Roland eran tan duros como los de Pierre.

– Eres más que tonto -dijo Michele, poniéndose de pie, empuñando la pistola-. No te preocupa tu especie. Durante miles de años los hombres han soñado hacer un pacto con el demonio. Sólo ahora es posible. ¿Y con qué te pagarían? ¿Cuál seria tu precio por ayudar a que esa cosa se liberara y creciese? -Había en su voz juvenil un cansancio, producto de la experiencia, que ninguna chica de diecinueve años podría haber tenido.- Ahora te vas a vestir. Vendrás con nosotros. Regresarás con nosotros a Ginebra, junto al que tú llamas Armitage, para testificar en el juicio de esa inteligencia. En caso contrario, te matamos. Ahora. -Alzó la pistola, una Walther negra y pulida con silenciador incorporado.

– Ya -me estoy vistiendo -dijo Case, tambaleándose hasta la cama. Aún tenía las piernas dormidas, torpes. Forcejeó con una camiseta limpia.

– Tenemos una nave esperando. Borraremos la estructura de Pauley con un arma de pulsaciones.

– Los de la Senso /Red se van a morir de gusto -dijo Case, pensando: Y todas las pruebas en el Hosaka.

– Ya se han metido en problemas, por haber tenido esa cosa.

Case se puso la camiseta. Vio el shuriken en la cama, metal inanimado, su estrella. Buscó la rabia. Ya había desaparecido. Era hora de renunciar, dejarse llevar por la corriente… Pensó en los saquitos de toxina. -Aquí viene la carne -musitó.

En el ascensor que subía a la pradera, pensó en Molly. Tal vez ya estuviera en Straylight. Cazando a Riviera. Cazada, quizás, por Hideo, quien era muy probablemente el ninja-clono de la historia del finlandés, que había llegado para recuperar la cabeza parlante.

Apoyó la frente en el plástico negro y mate de un panel que hacía las veces de muro y cerró los ojos. Las piernas lo sostenían apenas: eran de madera, vieja, agrietada y pesada por la lluvia.

Estaban sirviendo la comida bajo los árboles, bajo las brillantes sombrillas. Roland y Michele volvieron a interpretar su papel, charlando animadamente en francés. Pierre los seguía de cerca. Michele mantenía el cañón de la pistola junto a las costillas de Case, escondiendo el arma con una chaquetilla blanca que llevaba enrollada en el brazo.

Cuando atravesaba el prado, serpenteando entre las mesas y los árboles, Case se preguntó si ella le dispararía en caso de que él se desplomara en aquel momento. En los bordes de su campo visual había una reverberación de pieles negras. Alzó la vista hacia la tórrida cinta blanca de la armadura Lado-Acheson y vio una mariposa gigante que revoloteaba con gracia bajo el cielo grabado.

En el linde del prado se encontraron junto a la baranda del acantilado, donde las flores silvestres danzaban en la corriente ascendente del cañón que era Desiderata. Michele se revolvió el pelo corto y negro y apuntó, diciendo a Roland algo en francés. Daba la impresión de sentirse auténticamente feliz. Case siguió la dirección de la mano de ella, y vio la curva de los lagos, el blanco destello de los casinos, los rectángulos turquesa de mil piscinas, los cuerpos de los bañistas, minúsculos jeroglíficos de bronce, todo ello suspendido en una serena aproximación gravitatoria bajo la interminable curva del casco de Freeside.

Siguieron la baranda hasta un ornamentado puente de hierro que se arqueaba sobre Desiderata. Michele lo empujó con el cañón de la Walther.

– Tómalo con calma; hoy apenas puedo caminar.

Habían recorrido poco más de un cuarto del trayecto cuando el microligero atacó; en silencio -por su motor eléctrico- hasta que las aspas de fibra de carbono rebanaron la cima del cráneo de Pierre.

Permanecieron un instante bajo la sombra del aparato. Case sintió en la nuca el chorro de sangre caliente, y luego alguien lo hizo caer. Rodó, para ver a Michele tumbada boca arriba, con las rodillas en alto, empuñando la Walther con ambas manos. Cuánto esfuerzo desperdiciado, pensó Case, con la extraña lucidez de la conmoción: pretendía derribar el microligero a tiros.

Y luego se encontró corriendo. Miró hacia atrás al pasar junto al primer árbol. Roland corría tras él. Vio entonces el frágil biplano que derribaba la baranda de hierro del puente, se doblaba y tocaba tierra barriendo a la chica y arrastrándola hacia el fondo de Desiderata.

Roland no había vuelto la vista atrás. Tenía el rostro transido, blanco; los dientes al descubierto. Sostenía algo en la mano.

El jardinero robot apresó a Roland cuando pasaba junto al-mismo árbol. Cayó desde las cuidadas ramas; una cosa que parecía un cangrejo, cruzado por rayas diagonales negras y amarillas.

– Los mataste -jadeó Case, mientras corría-. Loco hijo de puta, los mataste a todos…

14

EL PEQUEÑO TREN atravesó el túnel a ochenta kilómetros por hora. Case mantuvo los ojos cerrados. La ducha lo había aliviado, pero perdió el desayuno cuando miró hacia abajo y vio la sangre rosada de Pierre corriendo por las baldosas blancas.

La gravedad disminuía a medida que el huso se estrechaba. A Case se le revolvió el estómago.

Aerol estaba esperando con la moto junto al muelle. -Hombre, Case, gran problema. -La voz suave se oía débil en los audífonos. Case ajustó el control de volumen con el mentón y miró la lámina frontal Lexan del casco de Aerol.