– Julie, he oído que Wage quiere matarme.
– Ah. Bueno. ¿Y dónde oíste eso, si se puede saber?
– Gente.
– Gente -dijo Deane, mordiendo un bombón de jengibre-. ¿Qué clase de gente? ¿Amigos?
Case asintió.
– No siempre es fácil saber quiénes son los amigos, ¿verdad?
– Es cierto que le debo un poco de dinero, Deane. ¿Te ha dicho algo?
– Últimamente no hemos estado en contacto. -En seguida suspiró.- Si lo supiera, por supuesto, quizá no pudiera decírtelo. Siendo las cosas como son; tú entiendes.
– ¿Las cosas?
– Él es un contacto importante, Case.
– Ya. ¿Me quiere matar, Julie?
– No, que yo sepa. -Deane se encogió de hombros. Podrían haber estado hablando del precio del jengibre. – Si se trata de un rumor infundado, hijo, regresa en una semana y te conseguiré algo sacado de Singapur.
– ¿Sacado del Hotel Nan Hai, calle Bencoolen?
– ¡Hijo, lengua suelta! -sonrió Deane. El escritorio de acero estaba atiborrado con una fortuna en equipos que detectaban errores.
– Nos seguiremos viendo, Julie. Saludaré a Wage de tu parte.
Los dedos de Deane subieron para cepillar el perfecto nudo de su pálida corbata de seda.
Estaba a menos de una manzana del despacho de Deane cuando la sintió de pronto: la conciencia repentina y celular de que alguien le pisaba los talones, y muy de cerca.
El cultivo de una cierta y mansa paranoia era algo que Case daba por descontado. El truco era no perder el control. Pero eso podía ser todo un truco, detrás de un montón de octógonos. Luchó contra la irrupción de adrenalina y compuso sus delgadas facciones en una máscara de aburrida vacuidad, fingiendo dejarse llevar por la multitud. Vio un escaparate oscuro y se las arregló para detenerse enfrente. Era una tienda de artículos quirúrgicos cerrada por renovaciones. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta, miró a través del cristal hacia un rombo plano de carne en probeta apoyado sobre un pedestal tallado de imitación jade. El color de la piel le recordó a las putas de Zone; estaba tatuado con un visor digital luminoso conectado a un chip subcutáneo. ¿Por qué molestarse por la operación -se encontró pensando, mientras el sudor le corría por las costillas- cuando basta con llevar el aparatito en el bolsillo?
Sin mover la cabeza, levantó la vista y estudió los reflejos de la multitud que pasaba.
Allí.
Detrás de unos marineros con camisas de color caqui de manga corta. Pelo oscuro, lentes especularas, ropa oscura, delgado…
Y desapareció.
Case echó a correr, inclinado, esquivando cuerpos.
– ¿Me alquilas una pistola, Shin?
El muchacho sonrió. -Dos horas. -Estaban rodeados de olor a pescado fresco, en la parte trasera de un quiosco de sushi en Shiga.- Tú regresar en dos horas.
– Necesito una ya. ¿No tienes nada ahora?
Shin revolvió algo entre latas vacías de dos litros que alguna vez habían contenido polvo de rábano picante. Sacó un estrecho paquete envuelto en plástico gris. -Taser. Una hora; veinte nuevos yens. Treinta depósito.
– Mierda. No necesito eso. Necesito una pistola. A lo mejor quiero matar a alguien, ¿entiendes?
El camarero se encogió de hombros y volvió a poner el taser detrás de las latas de rábano. -Dos horas.
Entró en la tienda sin molestarse en mirar la exhibición de shurikens. Nunca había arrojado uno en su vida.
Compró dos paquetes de Yeheyuans con un chip del Mitsubishi Bank que lo identificaba como Charles Derek May. Era mejor que Truman Starr, lo mejor que había logrado en cuestión de pasaportes.
La japonesa que estaba detrás de la terminal parecía tener algunos años más que el viejo Deane; ninguno de ellos con ayuda de la ciencia. Sacó del bolsillo su delgado fajo de nuevos yens y se lo mostró. -Quiero comprar un
arma.
La mujer señaló una caja llena de navajas.
– No -dijo él-, no me gustan las navajas.
Entonces ella sacó del mostrador una caja oblonga. La tapa era de cartón amarillo, estampada con una cruda imagen de una cobra enrollada, de abultada capucha. Adentro había ocho cilindros idénticos envueltos en papel. Case observaba mientras unos dedos jaspeados y morenos rasgaban el papel. Ella lo alzó para que él lo examinara: un tubo de acero opaco con una tirilla de cuero en un extremo y una pequeña pirámide de bronce en el otro. Tomó el objeto con una mano; la pirámide entre el otro dedo pulgar y el índice, y tiró. Tres aceitados segmentos de apretados resortes telescópicos se deslizaron hacia afuera y se conectaron entre sí. -Cobra -dijo ella.
Detrás del estremecimiento de neón de Ninsei, el cielo era de un mezquino tono gris. El aire había empeorado; aquella noche parecía tener dientes, y la mitad de la gente llevaba máscaras filtradoras. Case había pasado diez minutos en un urinario, tratando de descubrir un escondite adecuado para su cobra; por último resolvió enfundar el mango en la cintura de los pantalones, con el tubo en diagonal sobre el estómago. La punzante punta piramidal se movía entre la caja torácica y el forro de la cazadora. Parecía que la cosa iba a caer a la acera cuando diera el próximo paso, pero hacía que él se sintiera mejor.
El Chat no era realmente un bar de traficantes, pero por las noches atraía a una clientela afín. Los viernes y los sábados era distinto. Los clientes habituales seguían allí, la mayoría; pero se desvanecían tras la afluencia de marineros y de los especialistas que los despojaban. Case buscó a Ratz desde que empujó las puertas, pero el barman no estaba a la vista. Lonny Zone, el macarra residente del bar, observaba con vidrioso y paternal interés cómo una de sus chicas iba a trabajarse a un joven marinero. Zone era adicto a una marca de hipnótico que los japoneses llamaban Bailarines de la Nube. Case le indicó con señas que se acercara a la barra. Zone fue deslizándose en cámara lenta entre la multitud; el alargado rostro relajado y plácido.
– ¿Has visto a Wage esta noche, Lonny?
Zone lo miró con la calma de costumbre. Sacudió la cabeza.
– ¿Estás seguro?
– Tal vez en el Namban. Hace dos horas, quizás.
– ¿Lo acompañaba algún matón? ¿Uno delgado, pelo negro, quizá chaqueta negra?
– No -dijo Zone frunciendo la frente para indicar el esfuerzo que le costaba recordar tanto detalle sin sentido-. Hombres grandes. Implantados. -Los ojos de Zone revelaban muy poco blanco y menos iris; bajo los párpados entornados, tenía las pupilas dilatadas, enormes. Observó el rostro de Case detenidamente, y luego bajó los ojos. Vio el bulto de la fusta de acero.- Cobra -dijo, y arqueó una ceja-. ¿Quieres joder a alguien?
– Nos vemos, Lonny. -Case se fue del bar.
Lo seguían de nuevo. Estaba seguro. Sintió una puñalada de exaltación, los octógonos y la adrenalina se mezclaron con algo más. Estás disfrutándolo, pensó; estás loco.
Porque, de alguna extraña y muy aproximada manera, era como activar un programa en la matriz. Bastaba con que uno se quemara lo suficiente, se encontrara con algún problema desesperado pero extrañamente arbitrario, y era posible ver a Ninsei como si fuera un campo de información; del mismo modo en que la matriz le había recordado una vez las proteínas que se enlazaban distinguiendo especialidades celulares. Entonces uno podía flotar y deslizarse a alta velocidad, totalmente comprometido pero también totalmente separado, y alrededor de uno, la danza de los negocios, la información interactuando, los datos hechos carne en el laberinto del mercado negro…
Dale, se dijo Case. Jódelos. Es lo último que se esperan. Estaba a media manzana de la vídeo galería donde había conocido a Linda Lee.