Se volvió, abrió la puerta y salió, acariciando la empuñadura ajedrezada de la pistola enfundada.
Case volvió a la matriz.
El Kuang Grado Once estaba creciendo. -Dixie, ¿crees que esta cosa funcionará? -¿Cagan los osos en el bosque? -El Flatline los envió hacia arriba a través de móviles estratos multicolores.
Algo oscuro se estaba formando en el núcleo del programa chino. La densidad de información saturó la textura de la matriz, desencadenando imágenes hipnagógicas. Unos tenues ángulos caleidoscópicos se desplegaron alrededor de un punto focal de plata oscura. Case vio símbolos infantiles, símbolos de maldad y mala suerte que salían atropelladamente de planos traslúcidos: cruces gamadas, cráneos y huesos cruzados, destellantes ojos de serpiente. Si miraba directamente al punto muerto no había ningún entorno. Hizo falta una docena de rápidas tomas periféricas para conseguirlo: la de un tiburón, brillante como obsidiana: los espejos negros de los flancos reflejaban luces débiles y distantes que no tenían relación con la matriz de alrededor.
– Eso es el aguijón -dijo la estructura-. Cuando el Kuang alcanzado el núcleo de Tessier-Ashpool, podremos entrar.
– Tenías razón, Dix. Una especie de manipulación paralela del sistema interno mantiene controlado a Wintermute. Hasta donde esto sea posible -agregó.
– Él -dijo la estructura-. Él. Mira eso. Eso. No hago más que decírtelo.
– Es un código. Una palabra. Alguien tiene que decirlo frente a una sofisticado terminal, en una determinada habitación, mientras nosotros nos las vemos con lo que nos está esperando detrás de ese hielo.
– Pues te queda tiempo de sobra, muchacho -dijo el Flatline-. El viejo Kuang es lento pero seguro.
Case desconectó.
Se encontró frente a Maelcum, que lo miraba.
– Estuviste muerto un buen rato, hombre.
– Pasa a veces -dijo Case-. Me estoy acostumbrando.
– Estás jugando con la oscuridad, hombre.
– Es la única diversión en el pueblo, parece ser.
– A ti te encanta, Case -dijo Maelcum, y volvió a su módulo de radio. Case miró la maraña de mechas, las fibras de músculo alrededor de los oscuros brazos del hombre.
Conectó de nuevo.
Y volvió a la matriz.
Molly trotaba por un pasillo que podría haber sido el mismo que había recorrido antes. Los armarios de vidrio ya no estaban, y Case concluyó que avanzaban hacia la punta del huso; la gravedad era cada vez más débil. No tardó en encontrarse rebotando en ondulantes prominencias alfombradas. Débiles punzadas en la pierna…
De pronto, el pasillo se estrechó; una curva, una bifurcación.
Molly dobló a la derecha y subió por una escalera caprichosamente empinada. En lo alto, el techo estaba forrado de rollos y atados de cables, como ganglios de colores codificados. Había manchas de humedad en las paredes.
Llegó a un rellano triangular y se detuvo para frotarse la pierna. Más pasillos estrechos de paredes forradas de tapices. Se separaban en tres direcciones.
IZQUIERDA.
Molly se encogió de hombros. -Déjame echar un vistazo, ¿está bien?
IZQUIERDA.
– Calma. Hay tiempo. -Entró por el pasillo que desviaba hacia la derecha.
PARA.
REGRESA.
PELIGRO.
Molly vaciló. Una voz salió de la puerta de roble entreabierta en el fondo del pasadizo; una voz fuerte e inarticulada, como de borracho. Case pensó que había hablado en francés, pero era demasiado indistinta. Molly dio un paso, luego otro, deslizando la mano dentro del traje para tocar la culata. Al entrar en el campo de disrupción neural, le zumbaron los oídos: un tono alto y fino que recordó a Case el sonido de la pistola de dardos. Molly cayó hacia adelante, los estriados músculos flojos, y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se retorció y quedó tendida de espaldas, los ojos desenfocados, sin aliento.
– ¿Qué es esto? -dijo la voz poco clara-. ¿Un disfraz? -Molly metió una mano temblorosa en el traje, encontró la pistola y la sacó.- Ven a visitarme, hija. Ahora.
Ella se puso de pie lentamente, los ojos fijos en el cañón de una negra pistola automática. La mano del hombre era firme ahora; el cañón del arma parecía estar atado al cuello de Molly con un cordel tenso e invisible.
El hombre era viejo, muy alto, y las facciones le recordaron a Case la chica que había visto fugazmente en el Vingtième Siècle. Llevaba un pesado albornoz de seda marrón, acolchado en los largos puños, y una bufanda al cuello. Tenía un pie descalzo, el otro enfundado en una zapatilla negra con una cabeza de zorro bordada en oro sobre el empeine. -Despacio, querida. -La habitación era grande, abarrotada con una cantidad de cosas que para Case no tenían ningún sentido. Vio una estantería de acero gris, con anticuados monitores Sony, una ancha cama de bronce repleta de pieles de oveja y de almohadas parecidas a las alfombras que había en los pasillos. Los ojos de Molly saltaron de una enorme consola de entretenimientos Telefunken a anaqueles de antiguos discos grabados, los destartalados lomos enfundados en plástico transparente, y a una amplia mesa de trabajo cargada de láminas de silicio. Case registró el tablero de ciberespacio y los trodos, pero la mirada de Molly se deslizó sobre ellos sin detenerse.
– Correspondería -dijo el anciano- que te matara en este momento. -Case sintió la tensión en el cuerpo de Molly, lista para moverse. – Pero esta noche me daré un gusto. ¿Cómo te llamas?
– Molly.
– Molly. Mi nombre es Ashpool. -El anciano se reclinó en la blandura de un enorme sillón de cuero de patas cuadradas y cromadas, pero sosteniendo firmemente el arma. Puso la pistola de dardos sobre una mesa de bronce junto al sillón, volcando una ampolla de plástico que contenía unas pastillas rojas. La mesa estaba abarrotada de ampollas, botellas de licor, sobres de plástico que derramaban unos polvos blancos. Case vio una anticuada hipodérmica de vidrio y una sencilla cuchara de acero.
– ¿Cómo haces para llorar? Veo que escondes los ojos. Tengo curiosidad. -El hombre tenía los ojos bordeados de rojo, la frente brillante de sudor. Estaba muy pálido. Enfermo, resolvió Case. O drogas.
– Nunca lloro mucho.
– ¿Pero cómo harías para llorar, si alguien te hiciera llorar?
– Escupo -dijo ella-. Los canales me llegan hasta la boca.
– Entonces ya has aprendido una lección muy importante para alguien tan joven. -Apoyó la mano con la pistola sobre la rodilla y cogió una botella cualquiera de la mesa que tenía al lado. Bebió. Coñac. Un hilo de líquido le corrió por la barbilla.- Así es como se encarga uno de las lágrimas. -Volvió a beber.- Esta noche estoy ocupado, Molly. He construido todo esto, y ahora estoy ocupado. Muriéndome.
– Podría irme por donde vine -dijo ella.
Él rió: un ruido alto y áspero. -¿Te entremetes en mi suicidio y luego quieres irte sin más? De veras me sorprendes. Una ladrona.
– Es mi vida, jefe, y es todo lo que tengo. Sólo quiero salir de aquí en una pieza.
– Eres una muchacha muy maleducada. Aquí los suicidios se hacen con decoro. Es lo que estoy haciendo, ¿entiendes? Pero es posible que esta noche te lleve conmigo, al infierno… Sería algo muy egipcio de mi parte. -Bebió otro trago.- Acércate, entonces. -Extendió la botella, la mano temblando.- Bebe.
Ella dijo que no.
– No está envenenado -dijo el viejo, pero dejó el coñac sobre la mesa-. Siéntate. Siéntate en el suelo. Hablaremos.