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– Yo sé dónde estamos -dijo Case. Volvió la vista hacia el vehículo de servicio. Un rizo de humo se elevaba desde la alfombra-. Vamos -dijo-. Coche… ¡Coche! -El vehículo permaneció inmóvil. El Braun le pellizcaba los tejanos y le mordisqueaba los tobillos. Case resistió una fuerte tentación de patearlo.- ¿Sí?

El microliviano cruzó la puerta con un ruido mecánico. Case lo siguió.

El monitor que había en la biblioteca era otro Sony, tan antiguo como el primero. El Braun se detuvo debajo y ejecutó una suerte de baile.

– ¿Wintermute?

Los rasgos familiares llenaron la pantalla. El finlandés sonrió.

– Es hora de entrar, Case -dijo el finlandés con los ojos fruncidos por el humo del cigarrillo-. Vamos, conecta.

El Braun se arrojó contra el tobillo de Case y comenzó a subir pierna arriba, mordiéndole la carne con los manipuladores a través de la delgada tela negra. -¡Mierda! -Lo apartó de un manotazo arrojándolo contra la pared. Dos de las extremidades del Braun empezaron a pistonear repetida y fútilmente, bombeando aire.- ¿Qué le pasa al maldito aparato?

– Se quemó -dijo el finlandés-. Olvídalo. No hay problema. Conecta ya.

Había cuatro zócalos bajo la pantalla, pero sólo uno aceptaba el adaptador Hitachi.

Conectó.

Nada. Vacío gris.

Ni matriz, ni rejilla. Ni ciberespacio.

La consola había desaparecido. Los dedos…

Y en el límite extremo de la conciencia, una huidiza, fugaz impresión de algo que se abalanzaba sobre él, a través de leguas de espejo negro.

Quiso gritar.

Parecía que había una ciudad, más allá de la curva de la playa, pero estaba lejos.

Se acuclilló sobre la arena húmeda, abrazado a las rodillas, y tembló.

Permaneció así largo rato, aun después de haber dejado de temblar. La ciudad era baja y gris. Unos bancos de niebla que llegaban rodando sobre las olas la oscurecían por momentos. Le pareció una vez que en realidad no era una ciudad, sino un edificio aislado, tal vez una ruina: no podía saber a qué distancia estaba. La arena era del tono de la plata vieja cuando aún no se ha ennegrecido por completo. La playa era de arena, muy larga; la arena estaba húmeda y le mojaba el ruedo de los tejanos. Se cruzó de brazos y se balanceó, cantando una canción sin palabras ni melodía.

El cielo era de un plateado distinto. Chiba. Como el cielo de Chiba. ¿La bahía de Tokio? Se volvió y se quedó mirando el mar, añorando el logo holográfico de la Fuji Electric, el zumbido de un helicóptero, cualquier cosa.

Detrás de él, chilló una gaviota. Case se estremeció.

Se estaba levantando un viento. La arena le golpeó la cara. La apoyó en las rodillas y lloró; el ruido de sus propios sollozos le pareció tan distante y ajeno como el graznido de la gaviota hambrienta. Empapó los tejanos con orina tibia que goteó sobre la arena y rápidamente se enfrió en el viento de mar. Cuando dejó de llorar, le dolía la garganta.

– Wintermute -balbuceó a sus rodillas-, Wintermute…

Oscurecía, y cada vez que temblaba era por un frió que al fin lo obligó a levantarse.

Le dolían las rodillas y los codos. Le goteaba la nariz. Se la secó con el puño de la chaqueta y se revisó los bolsillos uno tras otro: vacíos. -Jesús… -Le castañeteaban los dientes.

La marea había dejado en la playa dibujos más delicados que los de cualquier jardinero de Tokio. Tras una docena de pasos en dirección a la ciudad, ahora visible, se volvió y miró de nuevo la oscuridad que se apelmazaba. Las huellas de sus pies se extendían hasta el sitio donde había llegado. Ninguna otra marca turbaba la arena ennegrecida.

Calculó que había recorrido al menos un kilómetro cuando vio la luz. Estaba hablando con Ratz y fue Ratz el primero en señalarlo: un resplandor rojo anaranjado, a la derecha, lejos de las olas. Sabía que Ratz no se encontraba allí, que el camarero era un invento de su propia imaginación, no de la cosa en la que estaba atrapado; pero eso no tenía importancia. Había invocado a aquel hombre buscando algún tipo de sosiego, pero Ratz tenía sus propias ideas acerca de Case y sus aprietos.

– ¡Realmente, mi artiste, me asombras! Hasta dónde llegarás para conseguir tu propia destrucción. ¡Y qué redundante! En Night City la tenías, ¡en la palma de la mano! La cocaína, para comerte los sentidos; la bebida, para mantenerlo todo bien fluido; Linda, para endulzar tu dolor, y la calle, para sostener el hacha en alto. Qué lejos has llegado, para hacerlo ahora, y qué utilería tan grotesca… Campos de juego suspendidos en el espacio, castillos herméticamente sellados, las depravaciones más raras de la vieja Europa, muertos sellados en cajas pequeñas, magia de China… -Ratz se echó a reír, avanzando a zancadas junto a él, con el manipulador rosado bailándole con soltura al costado. Pese a la oscuridad, Case podía ver el acero barroco que apretaba los ennegrecidos dientes del camarero.- Pero supongo que es el estilo de un artiste, ¿no? Necesitabas un mundo construido para ti: esta playa, este lugar. Para morir.

Case se detuvo, tambaleante, se volvió hacia el ruido de las olas y el acoso de la arena aventada. -Sí -dijo-. Mierda. Supongo… -Caminó hacia el ruido.

– Artiste -oyó decir a Ratz-. La luz. La viste. Por aquí…

Se detuvo de nuevo, tembló, cayó de rodillas en un charco de helada agua de mar. -¿Ratz? ¿Luz? Ratz…

Pero ahora la oscuridad era total, y sólo se oía el ruido de las olas. Se puso de pie trabajosamente,y trató de regresar.

El tiempo pasaba. Siguió caminando.

Y entonces apareció, un resplandor, más nítido con cada paso. Un rectángulo. Una puerta.

– Allí hay fuego -dijo, con palabras desgarradas por el viento.

Era un búnker, de piedra o de hormigón, enterrado en aluviones de arena negra. La entrada, abierta en una pared de al menos un metro de ancho, era baja, angosta, sin puerta, y profunda.

– Eh -dijo Case con voz débil-. Eh… Acarició con los dedos la pared fría. Había fuego, allí, sombras inquietas a ambos lados de la entrada.

Agachó la cabeza y pasó adentro, en tres pasos.

Había una muchacha acurrucada junto a un montón de acero oxidado, una especie de hogar, donde ardía una madera recogida en la playa; el viento chupaba humo por una chimenea dentada. El fuego era la única luz, y su mirada encontró los ojos grandes y alarmados; reconoció la cinta de pelo, un pañuelo enrollado, estampado con un diseño que parecían circuitos ampliados.

Rechazó sus brazos, aquella noche, rechazó la comida que ella le ofreció, el sitio junto a ella en el nido de mantas y espuma. Por último se acurrucó junto a la puerta, y la miró dormir, escuchando cómo el viento castigaba las paredes de la estructura. Aproximadamente una vez cada hora ella se levantaba e iba hasta la improvisada estufa, añadiendo madera de la pila que estaba junto al hogar. Nada de esto era real, pero el frío era el frió.

Ella no era real, acurrucada allí, de costado, junto a la hoguera. Le miró la boca, los labios ligeramente separados. Era la muchacha que él recordaba del viaje por la bahía, y eso le parecía cruel.

– Maldito hijo de puta -susurró al viento-. No te pierdes una, ¿verdad? No quedas darme a la junkie, ¿eh? Yo sé lo que es esto… -Intentó hablar con una voz que no fuera desesperada.- Lo sé, ¿sabes? Eres la otra. 3jane se lo dijo a Molly. Zarza ardiente. No era Wintermute, eras tú. Quiso advertírmelo con el Braun. Ahora me has anulado, me trajiste hasta aquí. A ningún sitio. Con un fantasma. Tal como la recuerdo de antes…

Ella se movió dormida, dijo algo, cubriéndose el hombro y la mejilla con un retazo de manta..

– No eres nada -dijo a la muchacha que dormía-. Estás muerta y de todos modos lo fuiste todo para mí. ¿Lo oyes, amigo? Yo se lo que estás haciendo. Estoy anulado. Esto ha tomado unos veinte segundos, ¿verdad? Estoy caído en aquella biblioteca y mi cerebro está muerto. Y muy pronto estará verdaderamente muerto, si tienes una pizca de sentido común. No quieres que el truco de Wintermute salga bien, eso es todo; basta con que me dejes aquí colgado. Dixie activará el Kuang, pero ya está muerto y puedes adivinar los movimientos que hará, claro. Esta patraña de Linda ¿eh? ha sido todo cosa tuya, ¿verdad? Fuiste tú el que movió las estrellas en Freeside, ¿verdad? Fuiste tú quien puso la cara de ella a la muñeca muerta, en la habitación de Ashpool. Eso Molly nunca lo vio. Sólo le editaste la señal de simestim. Porque crees que puedes herirme. Porque crees que me importa. Bueno, vete a la mierda, como sea que te llames. Ganaste. Tú ganas. Pero ya nada de eso me importa, ¿entiendes? ¿Crees que me importa? Entonces, ¿por qué me lo tuviste que hacer así? -Estaba temblando de nuevo, la voz chillona.