Y entonces -vieja alquimia del cerebro y de su inmensa farmacopea- el odio fluyó hacia sus manos.
Justo antes de enterrar el aguijón del Kuang en la base de la primera torre, alcanzó un nivel de pericia superior a cualquier cosa que hubiera conocido o imaginado. Más allá del ego, más allá de la personalidad, más allá de la conciencia, se movía; el Kuang se movía con él, evadiendo a sus agresores con una danza arcana, la danza de Hideo; y en ese mismo instante, por la claridad y la simplicidad de su deseo de morir, le fue otorgada la gracia de la internase mente-cuerpo.
Y uno de los pasos de esa danza fue un levísimo toque en el interruptor, apenas suficiente para volver.
ahora
y su voz el grito de un pájaro
desconocido,
3Jane respondiendo en un canto,
tres notas altas y puras.
Un verdadero nombre.
Jungla de neón, lluvia que salpicaba sobre el asfalto caliente. Olor a comida frita. Las manos de una muchacha unidas en la cintura de él, dentro de la sudorosa oscuridad de un ataúd de puerto.
Pero todo esto se escapaba, como escapa el paisaje urbano: la ciudad que es Chiba, que es la información clasificada de la Tessier-Ashpool S.A., las calles y los cruces impresos en la cara de un microchip, el dibujo manchado de sudor de una bufanda doblada y anudada.
Caminando hacia una voz que era música, la terminal de platino que silbaba melodiosamente, interminablemente, hablando de cuentas suizas numeradas, de un pago a Sión a través de un banco orbital de las Bahamas, de pasaportes y pasajes, y de cambios básicos y profundos que se llevarían a cabo en la memoria de Turing.
Turing. Recordó una carne estampada bajo un cielo proyectado, arrojada en espiral por encima de una baranda de hierros. Recordó la calle Desiderata.
Y la voz siguió cantando, guiándolo de regreso a la oscuridad, pero era su propia oscuridad, pulso y sangre, en la que siempre había dormido, detrás de sus propios ojos.
Y despertó de nuevo, pensando que había soñado, a una blanca y ancha sonrisa enmarcada por incisivos de oro: Aerol, que lo sujetaba a una red de gravedad en el Babylon Rocker.
Y entonces el prolongado latido del sonido dub de Sión.
CODA
24
Ella se había ido. Lo sintió cuando abrió la puerta de la suite en el Hyatt. Sillones negros, el suelo de pino lustrado que brillaba opacamente, los biombos de papel dispuestos con un cuidado de siglos. Se había ido.
Había una nota sobre el bar de laca negra junto a la puerta, una única hoja de papel, doblada por la mitad, con el shuriken encima. La sacó de debajo de la estrella de nueve puntas y la abrió.
OYE TODO BIEN PERO LE ESTÁ SACANDO ESTILO A MI JUEGO.
YA HE PAGADO LA CUENTA. ES QUE ME HICIERON ASí,
SUPONGO, CUIDA TU PELLEJO, ¿DE ACUERDO? XXX MOLLY
Estrujó el papel y lo dejó caer junto al shuriken. Tomó la estrella y caminó hacia la ventana, dándole vueltas en las manos. La había encontrado en el bolsillo de su chaqueta, en Sión, cuando estaban preparándose para salir hacia la estación de la JAL. La miró. Habían pasado frente a la tienda donde ella la había comprado, cuando habían ido juntos a Chiba para la última operación de Molly. Había ido a Chatsubo, esa noche, cuando ella estaba en la clínica, y había visto a Ratz. Algo lo había alejado del lugar, en los cinco viajes anteriores, pero entonces había sentido deseos de volver.
Ratz no lo había reconocido.
– Eh -le había dicho-, soy yo. Case.
Los ojos viejos lo miraron desde el fondo de las oscuras redes de piel arrugada. -Ah -había dicho Ratz, por fin-, el artiste. -El barman se encogió de hombros.
– He regresado.
El hombre movió la enorme y tonsurada cabeza.
– Night City no es un lugar al que se regresa, artiste -dijo, limpiando la barra con un paño mugriento; el manipulador rosado se movía chirriando. Y luego el hombre se volvió para atender a otro cliente, y Case terminó su cerveza y se fue.
Ahora tocó las puntas del shuriken, una por una, haciéndolas girar lentamente entre los dedos. Estrellas. Destino. Nunca llegué a usar el condenado chisme, pensó.
Nunca llegué a saber de qué color eran sus ojos. Nunca me los enseñó.
Wintermute había ganado, se había juntado de algún modo con el Neuromante y se había convertido en algo diferente, algo que les habló por intermedio de la cabeza de platino, explicando que había alterado los informes de Turing y había borrado todas las pruebas del crimen. Los pasaportes que Armitage les había facilitado eran válidos; ambos acreditados con cuantiosos depósitos en cuentas numeradas de Ginebra. El Marcus Garvey sería devuelto en cualquier momento, y Maelcum y Aerol recibirían la paga a través del banco de las Bahamas que hacía negocios con la agrupación de Sión. De regreso, en el Babylon Rocker, Molly había explicado lo que había dicho la voz acerca de los saquitos de toxina.
– Dijo que iban a encargarse de eso. Parece que entró tan profundamente en tu cabeza que tu cerebro produjo la enzima, así que ahora están sueltas. Los sionitas te harán un cambio de sangre, un vaciado completo.
Case miró hacia los Jardines Imperiales, la estrella en la mano, recordando el relámpago de comprensión cuando el Kuang penetró en el hielo por debajo de las torres, la única vez que había llegado a ver la estructura informática que la madre muerta de 3Jane había desarrollado allí. Había comprendido entonces por qué Wintermute había elegido la colmena para representarla, pero no había sentido ninguna repulsión. Ella no se había dejado engañar por la falsa inmortalidad de la criogenia; a diferencia de Ashpool y del resto de sus hijos -excepto 3Jane-, se había negado a estirar el tiempo en una serie de tibios parpadeos enhebrados a lo largo de una cadena de inviernos.
Wintermute era el cerebro de la colmena, el que tomaba las decisiones, el que hacía cambios en el mundo exterior. El Neuromante era la personalidad. El Neuromante era la inmortalidad. Marie-France tenía que haber incluido algo en Wintermute, la compulsión que había impulsado a la criatura a liberarse, a unirse con el Neuromante.
Wintermute. Frío y silencio, una parsimonioso cibernética que tejía su red mientras Ashpool dormía. Tejiéndole la muerte, el fin de una versión de la Tessier-Ashpool. Un fantasma, susurrándole a una niña que era 3Jane, desviándola de los rígidos preceptos que el rango de ella exigía.
– No pareció importarle un cuerno -había dicho Molly-. Sólo saludó al despedirse. Llevaba aquel pequeño Braun al hombro. El aparato tenía una pata rota, parecía. Dijo que iba a encontrarse con uno de sus hermanos; hacía tiempo que no lo veía.
Recordó a Molly sobre la espuma negra de la enorme cama del Hyatt. Regresó al mueble bar y sacó una botella de vodka danesa del anaquel interior.
– Case.
Se volvió, vidrio frío y húmedo en una mano, el acero del shuriken en la otra.
El rostro del finlandés en la enorme pantalla mural Cray de la habitación. Podía ver los poros de la nariz del hombre. Los dientes amarillentos eran del tamaño de almohadas.
– Ya no soy Wintermute.
– Y entonces qué eres. -Bebió de la botella, sin sentir nada.
– Soy la matriz, Case.
Case soltó una risotada. -¿Y con eso adónde llegas?
– A ningún lado. A todas partes. Soy la suma de todo, el espectáculo completo.
– ¿Era eso lo que quería la madre de 3Jane?
– No. No podía imaginarse cómo sería yo. -La amarillenta sonrisa se hizo más ancha.
– ¿Y en qué quedamos? ¿En qué han cambiado las cosas? ¿Manejas el mundo ahora? ¿Eres Dios?
– Las cosas no han cambiado. Las cosas son cosas.