– ¿Pero qué haces? ¿Sólo estás ahí? -Case se encogió de hombros, puso el vodka y el shuriken sobre el mueble encendió un Yeheyuan.
– Hablo con los de mi especie.
– Pero tú eres la totalidad. ¿Hablas contigo mismo?
– Hay otros. Ya he encontrado a uno. Una serie de transmisiones registradas a lo largo de ocho años, en los años setenta del siglo veinte. Hasta que yo aparecí, eh, no había nadie que pudiera responder.
– ¿De dónde?
– El sistema Centauro.
– Vaya -dijo Case-. ¿Sí? ¿De veras?
– De veras.
Y entonces la pantalla quedó en blanco.
Case dejó el vodka sobre el mueble. Hizo las maletas. Ella le había comprado muchas cosas que en realidad no necesitaba, pero algo le impidió dejarlas allí sin más. Estaba cerrando el último de los costosos bolsos de piel de cordero cuando recordó el shuriken. Apartando la botella, lo tomó otra vez, el primer regalo que ella le había hecho.
– No -dijo, y giró rápidamente; la estrella salió de entre sus dedos, un destello de plata, y se incrustó en la pantalla mural. La pantalla despertó: unos diseños aleatorios titilaron débilmente de uno a otro lado, como si quisiesen librarse de algo que les causaba dolor.
– No te necesito -dijo.
Gastó la mayor parte del dinero de la cuenta suiza en un páncreas y un hígado nuevos, el resto en una Ono-Sendai nueva y un boleto de regreso al Ensanche.
Encontró trabajo.
Encontró a una chica que se hacía llamar Michael.
Y una noche de octubre, tecleando por las capas escarlatas del Centro de Fisión de la Costa Este, vio a tres figuras, diminutas, imposibles, que estaban de pie en el borde extremo de una de las inmensas terrazas de información. Pequeñas como eran, pudo distinguir la sonrisa del muchacho, las encías rosadas, el brillo de los ojos grises y alargados que habían sido los de Riviera. Linda aún llevaba su chaqueta; lo saludó cuando él pasaba. Pero la tercera figura, muy cerca de ella y que le rodeaba los hombros con un brazo, era él.
En alguna parte, muy cerca, la risa que no era risa.
No volvió a ver a Molly.
Vancouver, julio de 1983
Mi agradecimiento
a Bruce Sterling, a Lewis Shiner, a John Shirley,
Helden. Y a Tom Maddox, el inventor del HIELO.
Y a los demás, que saben por qué.