– No puedo ir.
Mike echó un vistazo a la habitación. Parecía diferente de cuando había entrado a escondidas con el tatuado Brett, el de las uñas sucias. Aquella idea volvió a angustiarlo. Las uñas sucias de Brett habían estado sobre el teclado. Estaba mal, espiar estaba mal. Pero, por otra parte, si no lo hacían, Adam iría a una fiesta con alcohol y quizá drogas. Así que espiar había sido una buena solución. Por otro lado, Mike también había ido a un par de fiestas como ésas cuando era menor y había sobrevivido. ¿Era peor persona por aquello?
– ¿Qué significa que no puedes ir?
– Voy a casa de Olivia.
– Me lo ha dicho tu madre. Vas a casa de Olivia continuamente. Se trata de los Rangers contra los Flyers.
– No quiero ir.
– Mo ya ha comprado las entradas.
– Dile que invite a otro.
– No.
– ¿No?
– Sí, no. Soy tu padre. Vendrás al partido.
– Pero…
– Nada de peros.
Mike se volvió y salió de la habitación antes de que Adam pudiera decir nada más.
«Vaya», pensó Mike. «¿Es posible que yo haya dicho "nada de peros"?».
6
La casa estaba muerta.
Así era como la describiría Betsy Hill. Muerta. No estaba simplemente silenciosa o en calma. La casa estaba hueca, esfumada, difunta: su corazón había cesado de latir, la sangre había dejado de fluir, las entrañas habían empezado a descomponerse.
Muerta. Muerta y bien muerta, ni más ni menos.
Muerta como su hijo Spencer.
Betsy deseaba mudarse de aquella casa muerta, a donde fuera. No quería quedarse en aquel cadáver en descomposición. Su marido, Ron, creía que era demasiado pronto. Probablemente tenía razón. Pero Betsy no podía soportarlo. Flotaba por la casa como si ella fuera el fantasma, y no Spencer.
Los gemelos estaban abajo viendo una película. Betsy se detuvo a mirar por la ventana: todas las casas del barrio tenían las luces encendidas, éstas todavía estaban vivas, aunque los que las habitaran también tuvieran problemas. Una hija que se drogaba, una esposa ligona, un marido que trabajaba demasiado, un hijo con autismo: cada casa tenía su ración de tragedia. Cada casa y cada familia tenía sus secretos. Pero sus casas seguían vivas. Todavía respiraban.
La casa de los Hill estaba muerta.
Betsy miró calle abajo y pensó que todos sus vecinos habían asistido al funeral de Spencer. Habían sido discretamente atentos, le habían ofrecido su apoyo y consuelo, intentando disimular la expresión acusadora. Pero Betsy la veía. Siempre. No querían verbalizarla, pero sentían muchos deseos de culparlos, a ella y a Ron, porque así una cosa como aquélla nunca podría pasarles a ellos.
Ya se habían marchado todos, los vecinos y los amigos. La vida nunca cambia en realidad, si no formas parte de la familia. Para los amigos, incluso los más íntimos, es como ver una película triste: te conmueve de verdad y te duele, pero después llega un punto en que no deseas sentir tanta tristeza y dejas que la película termine para luego poder irte a casa.
Sólo la familia se ve obligada a soportarlo.
Betsy fue a la cocina. Preparó una cena con salchichas y macarrones con queso para los gemelos, que acababan de cumplir siete años. A Ron le gustaba hacer las salchichas de Frankfurt a la barbacoa, hiciera sol o lloviera, en invierno o en verano, pero los gemelos se quejaban si la salchicha se chamuscaba ni que fuera un poco. Betsy las preparó en el microondas. Los gemelos estarían encantados.
– ¡A cenar! -gritó.
Los gemelos no le hicieron caso, como siempre. Igual que hacía Spencer. El primer aviso fue sólo eso: un primer aviso. Se habían acostumbrado a ignorarlos. ¿Fue parte del problema? ¿Había sido una madre demasiado permisiva? ¿Había sido demasiado indulgente? Ron se quejaba de esto, de que había dejado pasar demasiadas cosas. ¿Había sido esto? Si hubiera sido más exigente con Spencer…
Demasiados condicionales.
Los presuntos especialistas dicen que el suicidio adolescente no es culpa de los padres. Es una enfermedad, como un cáncer. Pero incluso ellos, los especialistas, la miraban con una expresión parecida a la desconfianza. ¿Por qué no lo llevaron a ver a un terapeuta? ¿Por qué ella, su madre, ignoró los cambios que había sufrido Spencer y los atribuyó a los clásicos cambios de humor adolescentes? Creyó que se le pasaría. Los adolescentes se comportan así.
Fue al salón. Las luces estaban apagadas, y el televisor iluminaba a los gemelos. No se parecían en nada. Se quedó embarazada de ellos por fecundación in vitro. Spencer había sido hijo único durante nueve años. ¿Esto también era una razón? Ella creyó que tener un hermano sería bueno para él, pero en realidad ¿lo único que quieren los hijos no es la atención infinita y total de sus padres?
La pantalla iluminaba las caras de los gemelos. Los niños parecen en muerte cerebral cuando ven la televisión. La mandíbula floja, los ojos desmesuradamente abiertos: era bastante horrible.
– Ya -dijo.
Ningún movimiento.
Tic tac, tic tac, y Betsy explotó:
– ¡YA!
El grito los sobresaltó. Betsy se acercó y apagó el televisor.
– ¡He dicho que a cenar! ¡Cuántas veces tengo que repetirlo!
Los gemelos se arrastraron en silencio hasta la cocina. Betsy cerró los ojos e intentó respirar hondo. Así era ella. Calmada hasta que estallaba. Hablando de cambios de humor… Tal vez era hereditario. Tal vez Spencer estaba condenado desde que fue engendrado.
Se sentaron a la mesa. Betsy se acercó con una sonrisa forzada. «Venga, ya estoy bien». Les sirvió e intentó que hablaran con ella. Uno de ellos charlaba, el otro no. Así había sido desde el suicidio de Spencer. Uno de los gemelos afrontaba la situación ignorándola por completo, el otro estaba abatido.
Ron no estaba en casa. Otra vez. Algunas noches volvía a casa, aparcaba el coche en el garaje y se quedaba allí llorando. A veces Betsy temía que dejara el motor encendido, cerrara la puerta del garaje e hiciera lo mismo que su hijo: acabar con el dolor. Todo aquel asunto contenía una ironía perversa. Su hijo se había quitado la vida, y la forma más evidente de acabar con el futuro dolor era hacer lo mismo.
Ron no hablaba nunca de Spencer. Dos días después de la muerte de su hijo, Ron cogió la silla donde se sentaba a la mesa y la guardó en el sótano. Los tres hijos tenían armarios con su nombre. Ron había quitado el nombre de Spencer, y había llenado el armario de trastos. «Fuera de su vista», pensó ella.
Betsy lo afrontaba de otra manera. A veces intentaba absorberse en otros proyectos, pero la aflicción lo hacía todo demasiado pesado, como si estuviera en uno de esos sueños en que corres por la nieve, en que todos los movimientos son como si nadaras en una piscina de jarabe. En otros momentos, como éste, sólo deseaba regodearse en la aflicción. Deseaba dejar que entrara y la destruyera hasta la médula, con una satisfacción casi masoquista.
Limpió los restos de la cena y preparó a los gemelos para acostarse. Ron todavía no había vuelto. No le importaba. No se peleaban, ella y Ron. Ni una sola vez desde la muerte de Spencer. Tampoco habían hecho el amor. Ni una sola vez. Vivían en la misma casa, seguían conversando, seguían amándose, pero se mantenían separados como si cualquier ternura fuera demasiado insoportable.
El ordenador estaba encendido, con el Internet Explorer en la pantalla. Betsy se sentó y tecleó una dirección. Pensó en sus amigos y vecinos, y en su reacción ante la muerte de su hijo. El suicidio era algo realmente diferente. De algún modo era menos trágico, le otorgaba más distancia a la muerte. Spencer, pensaban, era un chico infeliz, y por este motivo ya era una persona rota. Mejor que desaparezca una persona rota que una entera. Y lo peor de esto, para Betsy al menos, era que aquel horrible razonamiento en cierto modo tuviera sentido. Saber de un niño medio muerto de hambre, que muere en una selva africana, no duele ni la mitad que saber que la preciosa niña que vive en tu calle se muere de cáncer.