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Todo parece relativo y esto en sí ya es bastante horrible.

Tecleó la dirección de MySpace: www.myspace.com/Spencer-hillmemorial. Los compañeros de clase de Spencer habían creado esta página para él pocos días después de su muerte. Había fotos, montajes y comentarios. En el sitio donde normalmente se ponía la foto por defecto, había un dibujo con una vela encendida. Sonaba «Broken Radio» de Jesse Malin con un poco de colaboración de Bruce Springsteen, uno de los temas preferidos de Spencer. El pie junto a la vela era una cita de la canción: «Los ángeles te quieren más de lo que tú crees».

Betsy la escuchó un ratito.

Allí era donde Betsy pasaba casi toda la noche los días posteriores a la muerte de Spencer: visitando su página en Internet. Leía comentarios de chicos que no conocía. Miraba las fotos de su hijo a lo largo de los años. Pero al cabo de un tiempo se le hizo amargo. Las bonitas chicas que lo habían creado, que también se afligían con el Spencer ahora muerto, apenas le habían dirigido la palabra en vida. Demasiado tarde. Todos decían que le echaban de menos, pero pocos parecían haberlo conocido.

Los comentarios, más que epitafios, parecían garabatos arbitrarios en el anuario de un muerto:

«Siempre recordaré la clase de gimnasia con el señor Myers…».

Aquello había sido en séptimo. Hacía tres años.

«Aquellos partidos de fútbol, cuando el señor V quería un quarterback…».

Quinto.

«Todos sentimos escalofríos en aquel concierto de Green Day…».

Octavo.

Todo poco reciente. Todo poco sincero. El duelo parecía más de cara a la galería que otra cosa, demostraciones públicas de aflicción para los que realmente no lo sentían demasiado, para los que la muerte de su hijo sólo era un bache en su camino a la universidad y un buen empleo, una tragedia, sin duda, pero más cercana a un requisito de la vida que podías incluir en el currículo, como realizar servicios de voluntariado o presentarse a tesorero del consejo de estudiantes.

Había muy poco de sus amigos de verdad: Clark, Adam y Olivia. Pero así era como debía ser. Los que realmente sufrían por él no lo hacían en público: cuando duele de verdad, te lo guardas para ti.

Hacía tres semanas que Betsy no visitaba el sitio. Había habido poca actividad. Era lo normal, sobre todo con los jóvenes. Ya estaban con otras cosas. Miró la presentación de diapositivas. Estaban todas las fotografías y daba la sensación de que las lanzaran a una gran pila. Las imágenes giraban, se paraban y después venía la siguiente dando vueltas a colocarse encima de la primera.

Betsy miró y sintió que se acercaban las lágrimas.

Había muchas fotos de la Escuela Elemental Hillside. Estaba la clase de primero de la señora Roberts. Y la de tercero de la señora Rohrback. La señora Hunt en cuarto. Había una fotografía del equipo de baloncesto tras vencer en su categoría. Spencer estaba encantado con aquella victoria. En el partido anterior se había lastimado la muñeca, sólo una pequeña torcedura, y Betsy se la había vendado. Recordaba haber comprado la venda. En la fotografía, Spencer tenía aquella mano levantada en señal de victoria.

Spencer no era un gran atleta, pero en aquel partido había hecho la cesta de la victoria a seis segundos del final. En séptimo. Betsy se preguntó si lo había visto alguna vez tan feliz.

Un policía local había hallado el cadáver de Spencer en la azotea del instituto.

En la pantalla del ordenador las fotos seguían girando. Los ojos de Betsy se humedecieron. Se le nubló la vista.

La azotea del instituto. Su precioso hijo. Entre basura y botellas rotas.

Para entonces todos habían recibido el mensaje de texto de despedida de Spencer. Un mensaje de texto. Así es como su hijo les comunicó lo que estaba a punto de hacer. El primer mensaje habla sido para Ron, que estaba en Filadelfia en una convención de ventas. El móvil de Betsy había recibido el segundo, pero estaba en Cuck E. Cheese's, la pizzería donde nacen las jaquecas paternales, y no oyó llegar el mensaje. Hasta una hora más tarde, después de que Ron dejara seis mensajes en su teléfono, cada uno más frenético que el anterior, no vio el texto en su móvil, el mensaje final de su hijo:

Lo siento, os quiero a todos, pero es demasiado difícil. Adiós.

La policía tardó dos días en encontrarlo en la azotea del instituto.

¿Qué era tan difícil, Spencer?

Nunca lo sabría.

También había mandado el mensaje a algunas personas más. Amigos íntimos. Era con ellos con quienes le había dicho Spencer que estaría. Con Clark, Adam y Olivia. Pero ninguno de ellos lo había visto. Spencer no se había presentado. Había salido solo. Tenía pastillas encima -robadas de casa- y se había tomado demasiadas porque algo era demasiado difícil y quería acabar con su vida.

Había muerto solo en aquella azotea.

Daniel Huff, el policía local que tenía un hijo de la edad de Spencer, un chico llamado DJ con el que a veces salía, había llamado a su puerta. Recordaba haberla abierto, ver su cara y desmayarse.

Betsy intentó dominar las lágrimas. Intentó centrarse en la presentación de diapositivas, en las imágenes de su hijo vivo. Y entonces, sin más ni más, llegó una foto que lo cambió todo.

A Betsy se le paró el corazón.

La fotografía desapareció tan pronto como llegó. Se apilaron más fotos encima. Betsy se llevó una mano al pecho, intentando despejarse. La foto. ¿Cómo podía volver a verla?

Volvió a parpadear. Intentó pensar.

A ver, para empezar formaba parte de una presentación. Se repetiría. Sencillamente podía esperar. Pero ¿cuánto tardaría en volver a empezar? ¿Y entonces qué? Volvería a desaparecer, y sólo podría verla unos segundos. Necesitaba verla con atención.

¿Podría congelar la pantalla cuando volviera a aparecer?

Tenía que haber alguna forma.

Vio pasar las otras fotografías girando, pero no eran lo que ella quería. Quería volver a ver aquella fotografía. La de la muñeca torcida.

Volvió a pensar en aquel partido entre escuelas de séptimo porque se acordó de algo curioso. ¿No acababa de recordar aquel momento en que le puso la venda a Spencer? Ya lo creo. Aquello había sido el catalizador, seguro.

Porque el día antes del suicidio de Spencer, había sucedido algo parecido.

Se había caído y se había torcido la muñeca. Ella se había ofrecido a vendársela, como hizo antes, en séptimo. Pero Spencer quiso que le comprara una muñequera. Betsy la compró. Él la llevaba el día que murió.

Por primera y, evidentemente, última vez.

Clicó sobre la presentación. Fue a parar a un sitio, slide.com, que le pidió la contraseña. Maldita sea. Seguramente la había creado uno de los chicos. Lo pensó un momento. La seguridad no sería gran cosa con algo así. Sólo se creaba para que los compañeros la utilizaran e introdujeran las fotos que quisieran en la rotación.

De modo que la contraseña tenía que ser algo simple.

Tecleó SPENCER.

Después clicó OK.

Funcionó.

Aparecieron las fotografías. Según el encabezamiento, había ciento veintisiete fotografías. Las repasó rápidamente hasta que encontró la que quería. Le temblaba tanto la mano que le costó situar el cursor sobre la imagen. Lo logró y después apretó el botón de la izquierda.

La fotografía apareció en tamaño grande.

La miró atentamente.

Spencer sonreía en la foto, pero era la sonrisa más triste que ella hubiera visto jamás. Estaba sudando; su cara tenía un brillo como si estuviera colocado. Parecía borracho y derrotado. Llevaba la camiseta negra, la misma que llevaba aquella última noche. Tenía los ojos rojos, quizá por el alcohol o las drogas, pero sin duda a causa del flash. Spencer tenía unos ojos azules preciosos. El flash siempre le hacía parecer un demonio. Estaba al aire libre, o sea que debieron sacarla de noche.