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Aquella noche.

Spencer tenía una copa en la mano, y allí, en la misma mano, llevaba la muñequera.

Se quedó helada. Aquello sólo tenía una explicación.

Aquella foto se había tomado la noche que Spencer murió.

Y mirando el fondo de la fotografía vio a varias personas dando vueltas, y se dio cuenta de otra cosa.

Al fin y al cabo, Spencer no estuvo solo.

7

Como casi cada día laborable desde hacía diez años, Mike se despertó a las cinco de la mañana. Hizo ejercicio durante una hora exactamente. Fue en coche a Nueva York cruzando el George Washington Bridge y llegó al centro de trasplantes New York-Presbyterian a las siete.

Se puso la bata blanca y fue a hacer la ronda. Había momentos en que este acto estaba a punto de convertirse en rutina. No variaba mucho, pero Mike se esforzaba por acordarse de lo importante que era para la persona que estaba en la cama. Sólo el hecho de estar en un hospital nos hace vulnerables y nos asusta. Si estamos enfermos o incluso al borde de la muerte, parece que la persona que se interpone entre nosotros y un mayor sufrimiento, entre nosotros y la muerte, es el médico.

¿Cómo no va a desarrollar un médico un cierto complejo de Dios?

Peor aún, a veces Mike pensaba que era saludable tener ese complejo, aunque con benevolencia. «Significas mucho para el paciente. Deberías actuar como Dios».

Había médicos que hacían la ronda a toda prisa. Había momentos en que Mike habría querido apresurarse. Pero la verdad es que, si lo das todo, sólo te lleva un minuto o dos más por paciente. Así que escuchaba y apretaba una mano si era necesario o se mantenía a distancia, dependiendo del paciente y cómo le veía.

Estaba en su consulta a las nueve. La primera paciente ya había llegado. Lucille, su enfermera, la estaría atendiendo. Esto le daba diez minutos para revisar las historias y los resultados de las pruebas del día anterior. Se acordó de su vecino y buscó los resultados de Loriman rápidamente en el ordenador.

No había llegado nada todavía.

Era raro.

Una tira rosa llamó la atención de Mike. Alguien había pegado un post-it sobre su teléfono.

Ven a verme

Ilene

Ilene Goldfarb era su colega y jefe de cirugía de trasplantes en el New York-Presbyterian. Se habían conocido durante la residencia en cirugía de trasplantes y ahora vivían en la misma ciudad. Ilene y él eran amigos, o eso creía Mike, pero no íntimos, y esto hacía que la sociedad funcionara. Vivían a unos tres kilómetros de distancia, tenían hijos que iban a las mismas escuelas, pero, aparte de esto, tenían pocos intereses en común, y no necesitaban verse fuera del trabajo, pero confiaban profesionalmente el uno en el otro y se respetaban.

Si quieres poner a prueba las recomendaciones de tu médico, pregúntale lo siguiente: si tu hijo estuviera enfermo, ¿a qué medico lo mandarías?

La respuesta de Mike era Ilene Goldfarb. Y esto decía todo lo que necesitabas saber de su competencia como médico.

Bajó por el pasillo. Sus pasos sobre el suelo gris industrial eran silenciosos. Los pósteres colgados en las paredes descoloridas eran amables a la vista, sencillos y con tanta personalidad como las obras de arte que se suelen encontrar en una cadena de moteles de categoría media. Él e Ilene deseaban que su consulta transmitiera un «aquí estamos para el paciente y sólo para el paciente». En la consulta sólo tenían diplomas y títulos profesionales porque esto parecía ser lo más reconfortante. No tenían nada personal, ni un contenedor de lápices hecho por sus hijos, ni fotografías familiares, ni nada por el estilo.

A menudo los hijos de alguien iban allí a morir. A los padres no les apetecía ver la imagen de niños sanos sonrientes. En absoluto.

– Hola, doctor Mike.

Se volvió. Era Hal Goldfarb, el hijo de Ilene. Era estudiante de último curso de instituto, dos años mayor que Adam. Había puesto Princeton como primera opción para la universidad y pensaba cursar estudios de medicina. Había conseguido créditos suficientes en la escuela para pasar tres mañanas a la semana haciendo prácticas con ellos.

– Hola, Hal. ¿Cómo va el instituto?

El chico sonrió a Mike sinceramente.

– Superado.

– Último año y ya te han admitido en la universidad, a eso le llamo yo tenerlo superado.

– Y que lo digas.

Hal llevaba unos pantalones de algodón y una camisa azul, y Mike no pudo evitar compararlo mentalmente con el negro gótico de Adam y sintió una punzada de envidia. Como si le leyera la mente, Hal dijo:

– ¿Cómo está Adam?

– Bien.

– Hace mucho que no le veo.

– Deberías llamarle -dijo Mike.

– Sí, lo haré. Será divertido salir.

Silencio.

– ¿Está tu madre en la consulta? -preguntó Mike.

– Sí. Pasa.

Ilene estaba sentada a su mesa. Era una mujer menuda, delgada, exceptuando sus dedos con forma de garra. Llevaba los cabellos recogidos en una cola severa y gafas de montura de concha a caballo entre unas gafas de bibliotecaria y unas gafas de moda.

– Hola -dijo Mike.

– Hola.

Mike levantó el post-it rosa.

– ¿Qué pasa?

Ilene soltó un ruidoso suspiro.

– Tenemos un problemón.

– ¿Con quién? -preguntó Mike. -Con tu vecino.

– ¿Loriman?

Ilene asintió.

– ¿El resultado de la prueba tisular es malo?

– Es un resultado raro -dijo ella-. Pero tenía que pasar tarde o temprano. Me sorprende que sea la primera vez.

– ¿Me lo vas a contar?

Ilene Goldfarb se quitó las gafas. Se metió una varilla en la boca y la chupó.

– ¿Conoces bien a la familia?

– Viven al lado.

– ¿Sois amigos?

– No. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver eso?

– Podríamos tener un dilema ético -dijo Ilene.

– ¿En qué sentido?

– Dilema puede que no sea la palabra adecuada. -Ilene miró a lo lejos, hablando más consigo misma que con Mike-. Más bien una línea ética difuminada.

– ¿Ilene?

– Mmm…

– ¿De qué estás hablando?

– La madre de Lucas Loriman llegará en media hora -dijo.

– La vi ayer.

– ¿Dónde?

– En su jardín. Finge que trabaja en el jardín a menudo.

– Me lo imagino.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿Conoces a su marido?

– ¿A Dante? Sí.

– ¿Y?

Mike se encogió de hombros.

– ¿Qué pasa, Ilene?

– Se trata de Dante -dijo ella.

– ¿Qué le pasa?

– No es el padre biológico del chico.

Así sin más. Mike esperó un momento.

– Bromeas.

– Sí, eso es lo que hago. Ya me conoces, la doctora Bromista. Es un buen chiste, ¿no?

Mike se quedó callado. No preguntó si estaba segura o quería hacer más pruebas. Ella ya lo habría previsto. Ilene también tenía razón en que era sorprendente que esto no hubiera ocurrido antes. Dos pisos más arriba estaban los genetistas. Uno de ellos le dijo a Mike que en pruebas poblacionales al azar, más del diez por ciento de los hombres tenían hijos que, sin ellos saberlo, no eran sus hijos biológicos.

– ¿Alguna reacción a la noticia? -preguntó Ilene.

– ¿Vaya?

Ilene asintió.

– Quise que fueras mi colega -dijo ella- por lo bien que te expresas.

– Dante Loriman no es un buen tipo, Ilene.

– Es la sensación que tenía.

– Es mal asunto -dijo Mike.

– Como el estado de su hijo.

Se quedaron un rato más callados.

Sonó el intercomunicador.

– ¿Doctora Goldfarb? -Sí.