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Betsy Hill había sido una de esas madres.

Había empezado como una de esas madres que esperan delante de la guardería de la Escuela Elemental Hillside y después en la Escuela Secundaria en Mount Pleasant y finalmente aquí, a veinte metros de donde estaba ahora. Recordaba esperar a su precioso Spencer, oír el timbre, mirar a través del parabrisas y observar a los niños salir en tromba como hormigas que se esparcen detrás de la comida. Ella sonreía cuando le veía y casi siempre, sobre todo entonces, Spencer le devolvía la sonrisa.

Echaba de menos ser una madre joven, la ingenuidad que se experimenta con el primer hijo. Fue diferente con los gemelos, incluso antes de la muerte de Spencer. Volvió a mirar a las madres, y la forma en que se movían sin preocupación ni miedos, y deseaba odiarlas.

Sonó el timbre. Se abrieron las puertas. Los alumnos salieron en oleadas gigantes.

Y Betsy casi se puso a buscar a Spencer.

Fue uno de esos breves momentos en que el cerebro no es capaz de soportarlo más, y olvida lo horrible que es todo, y crees, durante un breve segundo, que todo ha sido una pesadilla. Spencer saldría, con la mochila al hombro, que hacía que adoptara la postura encorvada típica del adolescente, y Betsy le vería y pensaría que necesitaba un corte de pelo y que estaba demasiado pálido.

La gente habla de las etapas del duelo: negación, rabia, negociación, depresión, aceptación, pero esas etapas tienden a difuminarse más bien en tragedia. Nunca dejas de negarlo. Una parte de ti siempre está enfadada. Y la mera idea de «aceptación» es obscena. Algunos psiquiatras prefieren la palabra «conclusión». Semánticamente el concepto era mejor, pero a Betsy le seguía dando ganas de gritar.

¿Qué estaba haciendo allí exactamente?

Su hijo estaba muerto. Hablar con uno de sus amigos no iba a cambiarlo.

Pero por alguna razón le parecía que podía hacerlo.

Spencer quizá no había estado solo aquella noche. ¿Qué cambiaba esto? Era una idea demasiado formularía, sí, pero no le devolvería a su hijo. ¿Qué esperaba encontrar?

¿Conclusión?

Y entonces distinguió a Adam.

Caminaba solo, encorvado bajo el peso de la mochila. Todos parecían encorvados en realidad. Betsy mantuvo los ojos fijos en Adam y se colocó de modo que interceptara su paso. Como casi todos los chicos, Adam caminaba con los ojos bajos. Betsy esperó, colocándose más a la izquierda o a la derecha, asegurándose de estar frente a él.

Finalmente, cuando se acercó bastante, dijo:

– Hola, Adam.

Él se paró y levantó la cabeza. Era un chico guapo, pensó Betsy. Todos lo eran a aquella edad. Pero Adam también había cambiado. Todos habían cruzado una línea adolescente. Era más grande, alto y musculoso, más un hombre que un chico. Todavía podía ver al niño en su rostro, pero también veía una especie de desafío.

– Oh -dijo-. Hola, señora Hill.

Adam iba a apartarse, desviándose hacia la izquierda.

– ¿Puedo hablar contigo un momento? -dijo Betsy llamando su atención.

Él se paró de golpe.

– Oh, claro. Por supuesto.

Adam trotó hacia ella con flexibilidad. Adam siempre había sido un buen atleta. Spencer, no. ¿También esto era culpa del desenlace de su hijo? La vida es mucho más fácil en pueblos como ése si eres un buen deportista.

Se paró a un par de metros de ella. No podía mirarla a los ojos, pero pocos chicos de instituto lo hacen. Betsy estuvo callada unos segundos. Sólo le miró.

– ¿Quería hablar conmigo? -preguntó Adam.

– Sí.

Más silencio. Más miradas. Él se retorció.

– Lo siento mucho -dijo.

– ¿Qué?

Aquella respuesta lo sorprendió.

– Lo de Spencer.

– ¿Por qué?

Él no contestó, sin mirarla a los ojos todavía.

– Adam, mírame.

Seguía siendo la adulta, y él el niño. La obedeció.

– ¿Qué pasó aquella noche?

Tragó saliva y dijo:

– ¿Qué pasó?

– Estabas con Spencer.

Él negó con la cabeza. Palideció.

– ¿Qué pasó, Adam?

– Yo no estaba.

Ella levantó la foto de la página de MySpace, pero sus ojos volvían a estar fijos en el suelo.

– Adam.

Él levantó la cabeza y Betsy le puso la foto frente a la cara.

– Éste eres tú, ¿no?

– No lo sé, podría ser.

– Esta foto se sacó la noche que murió.

Él negó con la cabeza.

– ¿Adam?

– No sé de qué me habla, señora Hill. Aquella noche no vi a Spencer.

– Vuelve a mirar…

– Tengo que irme.

– Adam, por favor…

– Lo siento, señora Hill.

Él echó a correr. Volvió corriendo al edificio de ladrillo, dio la vuelta hacia la parte posterior y desapareció.

9

La investigadora jefe Loren Muse miró su reloj. Hora de reunirse.

– ¿Tienes mis cosas? -preguntó.

Su ayudante era una joven llamada Chamique Johnson. Muse había conocido a Chamique durante un famoso juicio por violación. Tras un agitado comienzo en la fiscalía, Chamique se había vuelto indispensable.

– Ahí están -dijo Chamique.

– Es gordo.

– Lo sé.

Muse cogió el sobre.

– ¿Está todo aquí?

Chamique frunció el ceño.

– Pues no, no es lo que me pediste.

Muse se disculpó y cruzó el pasillo hacia el despacho del fiscal del condado de Essex, más concretamente, el despacho de su jefe, Paul Copeland.

La recepcionista -era nueva y Muse era mala para recordar los nombres- la saludó con una sonrisa.

– La están esperando todos.

– ¿Quién me está esperando?

– El fiscal Copeland.

– Has dicho «todos».

– ¿Disculpe?

– Has dicho que me estaban esperando. «Todos» insinúa que hay más de una persona. Probablemente más de dos.

La recepcionista parecía aturdida.

– Ah, claro. Son cuatro o cinco.

– ¿Con el fiscal Copeland?

– Sí.

– ¿Quiénes?

Ella se encogió de hombros.

– Otros detectives, creo.

Muse no estaba segura de qué conclusión sacar. Había pedido una reunión en privado para hablar de la situación políticamente delicada que se había creado con Frank Tremont. No tenía ni idea de por qué podía haber otros detectives en el despacho del fiscal.

Oyó las risas antes de entrar en la habitación. Eran seis, incluido su jefe, Paul Copeland. Todos hombres. Frank Tremont estaba entre ellos, además de tres detectives. El último de ellos le sonaba vagamente. Tenía una libreta y un bolígrafo frente a él y, sobre la mesa, una grabadora.

Cope -así era como todos llamaban a Paul Copeland- estaba sentado a su mesa y se reía con ganas de algo que le acababa de susurrar Tremont.

Muse sintió que se le encendían las mejillas.

– Hola, Muse -dijo.

– Cope -dijo ella, saludando a los demás con la cabeza.

– Entra y cierra la puerta.

Ella entró. Se paró y sintió todos los ojos clavarse sobre ella. Más calor en las mejillas. Se sintió estafada e intentó mirar furiosamente a Cope. Él no se dejó intimidar. Cope sonreía haciéndose el tonto y estaba tan guapo como siempre. Ella intentó comunicarle con la mirada que primero quería hablar con él a solas, que se sentía como si hubiera caído en una emboscada, pero como acababa de pasar, él no se dejó intimidar.

– Empecemos, si os parece.

Loren Muse dijo:

– De acuerdo.

– Espera, ¿conoces a todo el mundo?

Cope levantó ampollas cuando ocupó el cargo de fiscal del condado y asombró a todos nombrando a Muse su investigadora jefe. Normalmente el puesto era para uno de los rudos veteranos, siempre varones, que se suponía que guiaba al político nombrado por el sistema. Loren Muse era una de las detectives más jóvenes del departamento cuando la eligió. Cuando los medios le preguntaban qué criterio había utilizado para elegir a una mujer joven antes que a veteranos mucho más experimentados, él respondía con una sola palabra: