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– Méritos.

Y allí estaba ella, en una habitación con cuatro de los veteranos despechados.

– No conozco a este caballero -dijo Muse, indicando con la cabeza al hombre de la libreta y el bolígrafo.

– Ah, perdona. -Cope alargó una mano como un presentador de televisión y se puso la sonrisa mediática-. Es Tom Gaughan, un periodista del The Star-Ledger.

Muse no dijo nada. El cuñado gacetillero de Tremont. Aquello iba de mal en peor.

– ¿Empezamos? -preguntó Cope.

– Cuando quiera, Cope.

– Bien. Frank tiene una queja. Frank, adelante, tienes la palabra.

Paul Copeland se acercaba a los cuarenta. Su esposa había muerto de cáncer poco después del nacimiento de su hija, que ahora tenía siete años, Cara. La había criado él solo. Al menos hasta ahora. Ya no tenía fotos de Cara sobre la mesa. Antes sí. Muse recordaba que, al ocupar el puesto, Cope tenía una en el estante detrás de su silla. Un día, después de condenar a un pederasta, Cope la había quitado. Ella nunca le preguntó por qué, pero se imaginaba que estaba relacionado con aquel caso.

Tampoco había fotos de su prometida, pero, en el perchero de Cope, Muse podía ver un esmoquin envuelto en plástico. La boda era el próximo sábado y Muse asistiría. De hecho, era una de las damas de honor.

Cope siguió sentado detrás de su mesa, esperando a que Tremont hablara. No había más sillas vacías, de modo que Muse permaneció de pie. Se sentía vulnerable y cabreada. Un subordinado iba a quejarse de ella y Cope, su supuesto defensor, iba a permitirlo. Se esforzó por no ponerse a gritar «sexismo», porque de haber sido un hombre, a nadie se le hubiera ocurrido que tuviera que soportar las imbecilidades de Tremont. Tendría poder para echarlo a patadas, con repercusiones políticas y mediáticas o sin ellas.

Se quedó quieta y furiosa.

Frank Tremont se levantó el cinturón, aunque permaneció sentado.

– Bueno, sin ánimo de faltarle al respeto, señora Muse, pero…

– Investigadora jefe Muse -dijo Loren.

– ¿Disculpa?

– No soy la señora Muse. Tengo un título. Soy la investigadora jefe. Tu jefe.

Tremont sonrió. Se volvió lentamente hacia sus compañeros detectives y después hacia su cuñado. Su expresión divertida parecía decir: ¿Veis a qué me refiero?

– Qué susceptible. -Y después, sin molestarse en disimular el sarcasmo-: ¿No, investigadora jefe Muse?

Muse miró a Cope. Él se quedó quieto. Su cara no le transmitió ningún consuelo. Se limitó a decir:

– Perdón por la interrupción, Frank, sigue.

Muse sintió que las manos se le cerraban con fuerza.

– Bien, en fin, tengo veintiocho años de experiencia en la policía. Me tocó el caso de la prostituta en el Distrito Quinto. Una cosa es que ella se presente sin ser invitada. No me gusta. No es el protocolo. Pero bueno, si Muse quiere fingir que puede ser útil, por mí adelante. Pero empieza a dar órdenes. Se pone al mando, minando mi autoridad ante los agentes.

»No me parece justo.

Cope asintió.

– El caso era tuyo.

– Sí.

– Háblame de él.

– ¿Eh?

– Háblame del caso.

– Todavía no sabemos mucho. Una prostituta hallada muerta. Alguien le hizo trizas la cara. La forense cree que la mataron a golpes. Todavía no hemos conseguido identificarla. Preguntamos a otras prostitutas, pero nadie sabía quién era.

– ¿Las otras prostitutas no saben cómo se llama -preguntó Cope-, o no la conocen de nada?

– No hablan mucho, pero ya sabe cómo va esto. Nadie ha visto nada. Las haremos hablar.

– ¿Algo más?

– Encontramos un pañuelo verde. No es exacto, pero es del color de una banda nueva. Haré que me traigan a algunos de los miembros conocidos de esta banda. Les apretaremos las tuercas, a ver si alguno de ellos canta. También estamos buscando en el ordenador por si hay algún caso de prostituta muerta con el mismo modus operandi en la zona.

– ¿Y?

– Por ahora nada. Bueno, tenemos a muchas prostitutas muertas. Huelga decirlo, jefe. Ésta es la séptima este año.

– ¿Huellas?

– Hemos buscado en el condado. Nada. A nivel del FBI tardará un poco más.

Cope asintió.

– Bien, y ¿tú te quejabas de que Muse…?

– Mire, no quiero dar problemas, pero las cosas claras: ella ya no debería ocupar el puesto. Usted la eligió porque es mujer. Lo entiendo. Es la realidad de hoy. Un hombre acumula años, trabaja bien, y no significa nada si no tiene la piel negra o le falta el pito. Lo entiendo. Pero esto también es discriminación. A ver, sólo porque yo sea hombre y ella mujer no significa que se salga con la suya, ¿no? Si yo fuera su jefe y cuestionara todo lo que hace, seguro que se pondría a gritar que la violo o la acoso o algo así y me pondría una demanda.

Cope volvió a asentir.

– Tiene lógica. -Se volvió a mirar a Loren-. ¿Muse?

– ¿Qué?

– ¿Algún comentario?

– Para empezar, no estoy segura de ser la única en la habitación que no tiene pito.

Miraba a Tremont.

– ¿Algo más? -dijo Cope.

– Me siento como un saco de arena.

– De ninguna manera -dijo Cope-. Eres su superior, pero esto no significa que tengas que hacerle de canguro, ¿no? Yo soy tu superior, y no te hago de canguro.

Muse echaba humo.

– El detective Tremont lleva mucho tiempo aquí. Tiene amigos y es respetado. Por eso le he concedido esta oportunidad. Quiere acudir a la prensa con su opinión. Presentar una queja formal. Le he pedido que celebráramos esta reunión, que fuéramos razonables. He dejado que invitara al señor Gaughan, para que viera que trabajamos de forma abierta y sin hostilidades.

Todos miraron a Muse.

– Ahora te lo preguntaré otra vez -dijo Cope a Loren. La miró a los ojos-. ¿Tienes que hacer algún comentario a lo que acaba de decir el detective Tremont?

Ahora Cope sonreía. No mucho. Sólo un rictus en la comisura de los labios. Y de repente ella lo comprendió.

– Sí -dijo Muse.

– Tienes la palabra.

Cope se echó hacia atrás y unió las manos detrás de la cabeza.

– Empecemos por el hecho de que no creo que la víctima sea una prostituta.

Cope arqueó las cejas como si fuera la frase más asombrosa que había pronunciado nadie jamás.

– ¿Ah, no?

– No.

– Pero he visto la ropa que llevaba -dijo Cope-. Acabo de oír el informe de Frank. Y el lugar donde encontraron el cuerpo. Todos saben que es donde se mueven las prostitutas.

– Incluido el asesino -dijo Muse-. Por eso tiró allí su cuerpo.

Frank Tremont se echó a reír.

– Muse, sólo dices tonterías. Necesitas pruebas, cielo, no sólo intuición.

– ¿Quieres pruebas, Frank?

– Por supuesto, oigámoslas. No tienes nada.

– ¿Qué te parece su color de piel?

– ¿Qué?

– Que es blanca.

– Ah, qué maravilla -dijo Tremont, levantando ambas manos-. Esto me encanta. -Miró a Gaughan-. Apúntalo todo, Tom, porque esto no tiene precio. Insinúo que quizá, sólo quizá, una prostituta no sea una prioridad y soy un neandertal fascista. Pero cuando ella dice que nuestra víctima no puede ser una puta porque es blanca, esto se considera buen trabajo policial.

Señaló con un dedo en dirección a Loren.

– Muse, necesitas un poco más de tiempo en la calle.

– Has dicho que había habido seis prostitutas muertas más.

– Sí, ¿y qué?

– ¿Sabías que las seis eran afroamericanas?

– Eso no significa una mierda. Tal vez las otras seis eran… yo qué sé… altas. Y ésta era baja. ¿Significa esto que no puede ser puta?

Muse se acercó al tablón de anuncios de la pared de Cope. Sacó una fotografía del sobre y la pegó.