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– Esta fotografía se tomó en el escenario del crimen.

Todos miraron.

– Es la gente que estaba detrás de la cinta policial -dijo Tremont.

– Muy bien, Frank. Pero la próxima vez levanta la mano y espera a que te pregunte.

Tremont cruzó los brazos.

– ¿Qué se supone que miramos?

– ¿Qué ves aquí? -preguntó Muse.

– Prostitutas.

– Exactamente. ¿Cuántas?

– No lo sé. ¿Quieres que las cuente?

– Sólo un cálculo.

– Quizá veinte.

– Veintitrés. Bien hecho, Frank.

– ¿Y a dónde quieres ir a parar?

– Por favor, cuenta cuántas de ellas son blancas.

Ninguno tuvo que mirar mucho rato para saber la respuesta: cero.

– ¿Intentas decirme, Muse, que no hay prostitutas blancas?

– Sí las hay. Pero en esta zona son muy pocas. Retrocedí tres meses. Según los expedientes de arrestos, no se ha arrestado a ninguna blanca por prostitución en el radio de tres calles durante todo ese período. Y como has indicado tú, sus huellas no están archivadas. ¿De cuántas prostitutas habituales puedes decir lo mismo?

– De muchas -dijo Tremont-. Vienen de fuera del estado, se quedan una temporada, se mueren o se mudan a Atlantic City.

– Tremont separó las manos-. Vaya, Muse, eres fantástica. No sé si debería dimitir.

Soltó una risita. Muse no se rió.

Muse sacó más fotografías y las pegó en el tablón.

– Mira los brazos de la víctima.

– Sí, ¿qué?

– No tiene marcas de agujas, ni una sola. La prueba de toxicología muestra que no había drogas ilegales en su organismo. Así que Frank, de nuevo: ¿cuántas prostitutas blancas del Distrito Quinto no son yonquis?

Esto le aplacó un poco.

– Está bien alimentada -siguió Muse-, que significa algo, pero no demasiado actualmente. Muchas prostitutas están bien alimentadas. No tiene marcas ni fracturas anteriores a este incidente, lo que tampoco es habitual para una prostituta que trabaje en esta zona. No podemos decir mucho de sus dientes porque casi se los arrancaron todos, y los que quedan están en muy mal estado. Pero mira esto.

Puso otra fotografía enorme en el tablón.

– ¿Zapatos? -preguntó Tremont.

– Premio, Frank.

La mirada de Cope le ordenó que dominara su sarcasmo.

– Y zapatos de puta -siguió Tremont-. Tacones de aguja, provocativos. No como esas zapatillas que llevas tú, Muse. ¿Te pones tacones alguna vez?

– No, Frank. ¿Y tú?

Esto hizo a reír a todos. Cope meneó la cabeza.

– ¿Adonde quiere ir a parar? -preguntó Tremont-. Son zapatos de catálogo de prostituta.

– Mira las suelas.

Utilizó un lápiz para señalar.

– ¿Qué debería ver?

– Nada. Ésa es la cuestión. No están sucias. Ni un rasguño.

– Son nuevas.

– Demasiado nuevas. He ampliado la foto. -Puso otra fotografía-. Ni una rascadita. Nadie ha caminado con ellas. Ni un paso.

La habitación quedó en silencio.

– ¿Y?

– Buena respuesta, Frank.

– Que te den, Muse, esto no significa…

– Por cierto, no tenía semen en su interior.

– ¿Y? Tal vez éste era su primer cliente de la noche.

– Tal vez. También tiene un bronceado que deberías examinar.

– ¿Un qué?

– Un bronceado.

Intentó parecer incrédulo, pero estaba perdiendo apoyos.

– Hay una razón para que llamen putas callejeras a esas chicas, Muse. En las calles estás al aire libre. Estas chicas trabajan fuera. Mucho.

– Dejando de lado el hecho de que apenas hemos tenido sol últimamente, las marcas del bronceado no coinciden. Están aquí -señaló los hombros-, y no está bronceada en el abdomen, esa zona está totalmente blanca. En resumen, esta mujer llevaba camiseta, no tops con el ombligo al aire. Y después está el pañuelo que encontramos en su mano.

– Debió de arrancárselo al asesino durante el ataque.

– No, no lo arrancó. Está claro que lo pusieron allí. Se movió el cuerpo, Frank. ¿Y vamos a creernos que él se lo arrancó de la cabeza mientras luchaban, y se lo dejó cuando abandonó el cuerpo? ¿Te parece creíble?

– Puede que la banda quiera enviar un mensaje.

– Podría ser. Pero también está la propia paliza.

– ¿Qué tiene de raro?

– Es exagerada. Nadie pega a una persona con tanta precisión.

– ¿Tienes una teoría?

– La evidente. Alguien no quería que la reconociéramos. Y algo más. Mira dónde la tiraron.

– Un sitio conocido por sus prostitutas.

– Así es. Sabemos que no la mataron allí. La tiraron allí. ¿Por qué allí? Si era una prostituta, ¿por qué querrían que lo supiéramos? ¿Para qué tirar a una prostituta en una zona conocida por la prostitución? Te diré por qué. Porque si de entrada la toman por una prostituta y un detective gordo y perezoso se encarga del caso y ve la salida más fácil…

– ¿A quién estás llamando gordo?

Frank Tremont se levantó y Cope dijo suavemente:

– Siéntate, Frank.

– ¿Va a permitir que…?

– Calla -dijo Cope-. ¿Has oído?

Todos se pararon.

– ¿Qué?

Cope se puso la mano detrás de la oreja.

– Escucha, Frank. ¿Lo oyes? -Su voz era un susurro-. Éste es el sonido de tu incompetencia puesto en evidencia ante el público. No sólo tu incompetencia, sino tu estupidez suicida al ir a por tu superior cuando los hechos no te dan la razón.

– No tengo por qué escuchar…

– Calla y escucha. Tú escucha.

Muse se esforzó por no reírse.

– ¿Ha estado escuchando, señor Gaughan? -preguntó Cope.

Gaughan se aclaró la garganta.

– He oído lo que tenía que oír.

– Bien, porque yo también. Y ya que ha pedido que grabáramos esta reunión, yo también lo he hecho. -Cope sacó una pequeña grabadora de detrás de un libro de su mesa-. Por si acaso su jefe quería oír qué se había dicho exactamente aquí y su grabadora no funcionara bien. No nos gustaría que alguien pensara que ha manipulado la historia para favorecer a su cuñado, ¿verdad?

Cope sonrió a todos. Nadie le devolvió la sonrisa.

– Caballeros, ¿algo más que decir? No, bien. Todos a trabajar, pues. Frank, tómate el resto del día libre. Quiero que pienses en tus opciones y tal vez revises nuestras grandes ofertas de jubilación.

10

Cuando Mike llegó a casa, echó un vistazo a la de los Loriman. Ningún movimiento. Sabía que le tocaba dar el siguiente paso.

Primero, no hacer daño. Ése era el credo.

¿Y segundo?

Esto era más peliagudo.

Tiró las llaves y la cartera en la bandejita que Tia había colocado porque Mike siempre perdía las llaves y la cartera. Funcionaba. Tia había llamado tras aterrizar en Boston. Ahora estaba enfrascada con el trabajo preparatorio y por la mañana tomaría declaración al testigo. Tardaría un poco, pero cogería el primer avión que pudiera. «No te apresures», le había dicho él.

– ¡Hola, papá!

Jill dio la vuelta a la esquina. Cuando Mike vio su sonrisa, se esfumaron alegre y felizmente los Loriman y todo lo demás.

– Hola, cielo. ¿Está Adam en su habitación?

– No -dijo Jill.

Se acabó la felicidad.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Creía que estaba aquí.

Lo llamaron. Sin éxito.

– Tu hermano debía vigilarte -dijo Mike.

– Estaba aquí hace diez minutos -dijo la niña.

– ¿Y ahora?

Jill frunció el ceño. Cuando fruncía el ceño, todo el cuerpo parecía seguirlo.

– Creía que esta noche iríais al partido de hockey.

– Y vamos.

Jill parecía agitada.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Nada.

– ¿Cuándo has visto a tu hermano por última vez?

– No lo sé. Hace unos minutos. -Empezó a morderse una uña-. ¿No debería estar contigo?