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– No sé qué debo hacer. Cuando eres padre, haces lo que puedes, ¿no? Lo haces lo mejor que sabes para criar a tus hijos, alimentarlos, educarlos. Yasmin ya tuvo que pasar por un divorcio cuando era muy pequeña. Pero se adaptó. Era feliz, extrovertida y tenía amigos. Y entonces va y sucede una cosa así.

– ¿Te refieres a lo del señor Lewiston?

Guy asintió. Se mordió el labio y la mandíbula le tembló.

– Habrás visto cómo ha cambiado Yasmin.

Mike optó por la verdad.

– Parece más retraída.

– ¿Sabes lo que le dijo Lewiston?

– La verdad es que no.

Él cerró los ojos, respiró hondo y volvió a abrirlos.

– Supongo que Yasmin se estaba portando mal, no prestaba atención, lo que sea. No lo sé. Cuando hablé con Lewiston, me dijo que la había advertido dos veces. La cuestión es que Yasmin tiene un poco de vello facial. No mucho, pero bueno, un poco de bigote. No es algo en lo que un padre vaya a fijarse, y su madre no está por aquí, así que nunca pensé en hacerle electrólisis ni nada. El caso es que él estaba explicando los cromosomas y ella no paraba de susurrar en el fondo de la clase, así que Lewiston finalmente estalló. Dijo: «Algunas mujeres desarrollan rasgos masculinos como el vello facial. Yasmin, ¿estás escuchando?». Algo así.

– Qué horror -dijo Mike.

– Es inexcusable, ¿no? No se disculpó enseguida porque, según él, no quería llamar más la atención sobre lo que había dicho. Para entonces todos los niños de la clase habían empezado a hacer bromas. Yasmin estaba muerta de vergüenza. Empezaron a llamarla Mujer Barbuda y XY, por el cromosoma masculino. Al día siguiente el profesor se disculpó, imploró a los niños que dejaran de burlarse de ella, yo me presenté, me cabreé con el director, pero para entonces era como pretender que no hubiera sonado el timbre, ya me comprendes.

– Sí.

– Niños.

– Sí.

– Jill no ha abandonado a Yasmin, y es la única. Es algo increíble en una niña de once años. Sé que seguramente le toca cargar con algunas pullas por esto.

– Puede soportarlo -dijo Mike.

– Es una buena niña.

– Igual que Yasmin.

– Deberías estar orgulloso de ella. Es lo que quería decirte.

– Gracias -dijo Mike-. Pasará, Guy. Dale tiempo.

Guy miró a lo lejos.

– Cuando estaba en tercer curso, había un niño llamado Eric Hellinger. Eric siempre tenía una gran sonrisa estampada en la cara. Se vestía como un auténtico hortera, pero por lo visto le daba igual. Él siempre sonreía. Un día vomitó en plena clase. Fue asqueroso. Olía tan mal que tuvimos que salir del aula. En fin, después de esto, los niños empezaron a burlarse de él. Le llamaban Pestellinger. No se acabó nunca. La vida de Eric cambió. La sonrisa desapareció y, para serte sincero, cuando le veía solo en los pasillos después en el instituto, tenía la sensación de que no volvería a sonreír.

Mike no dijo nada, pero conocía una historia parecida. Todas las infancias tienen una, su propio Eric Hellinger o Yasmin Novak.

– La cosa no mejora, Mike. Así que he puesto la casa a la venta. No quiero mudarme. Pero no sé qué más hacer.

– Si Tia o yo podemos ayudar… -empezó Mike.

– Os lo agradezco. Y os agradezco que dejéis que Jill pase la noche aquí. Es muy importante para Yasmin. Y para mí. Así que gracias.

– Encantados.

– Jill dijo que esta noche llevabas a Adam al partido de hockey.

– Ése es el plan.

– Entonces no te entretendré. Gracias por escucharme.

– De nada. ¿Tienes mi móvil?

Guy asintió. Mike dio una palmadita en el hombro a Guy y volvió al coche.

Así era la vida, un maestro pierde los nervios diez segundos y lo cambia todo para una niña. Es una locura cuando lo piensas. También hizo que Mike pensara en Adam.

¿Le habría ocurrido algo parecido a su hijo? ¿Un único incidente, quizá algo muy ínfimo, había desviado a Adam del camino?

Mike pensó en aquellas películas en que los protagonistas viajan a través del tiempo, en las que vuelven atrás y cambian una cosa y entonces todo lo demás cambia también, como un efecto dominó. Si Guy pudiera volver atrás en el tiempo y no dejar ir a la escuela a Yasmin aquel día, ¿sería todo igual? ¿Sería más feliz Yasmin, o al obligarla a mudarse y quizá aprender una lección sobre lo crueles que pueden ser las personas, acabaría siendo mejor al final?

¿Quién demonios podía saberlo?

La casa seguía vacía cuando Mike llegó. No había rastro de Adam. Ni había llegado ningún mensaje de él.

Pensando todavía en Yasmin, Mike fue a la cocina. La nota que había dejado seguía sobre la mesa, intacta. Había docenas de fotografías en la nevera, casi todas en marcos de imán. Mike encontró una de Adam y de él del año anterior, cuando fueron al parque de Six Flags Great Adventure. A Mike le aterraban las grandes atracciones, pero su hijo le había convencido para que subiera a algo acertadamente bautizado como Hielasangre. Mike se lo pasó en grande.

Cuando bajaron, padre e hijo posaron para una foto tonta con un tipo disfrazado de Batman. Los dos tenían el pelo revuelto por la velocidad, un brazo en el hombro de Batman y una sonrisa boba en la cara.

Todo eso había ocurrido tan sólo unos meses atrás, el verano anterior.

Mike recordó cuando estaba sentado en la atracción, esperando a que se pusiera en marcha, con el corazón acelerado. Miró a Adam, que le sonrió maliciosamente y dijo: «Agárrate fuerte» y entonces, justo entonces, retrocedió un poco más de una década, cuando Adam tenía cuatro años y estaban en el mismo parque y había una multitud entrando en el espectáculo del especialista, una auténtica multitud, y Mike tenía a su hijo cogido de la mano y le dijo «no te sueltes», y sintió que la manita apretaba su mano, pero la multitud era cada vez mayor y la manita resbaló y Mike sintió aquel pánico terrible, como si una ola le hubiera golpeado en la playa y se estuviera llevando a su hijo con la marea. La separación duró sólo unos segundos, diez como mucho, pero Mike nunca olvidaría cómo le había hervido la sangre y el terror que experimentó en aquel breve momento.

Mike la miró un minuto largo. Después cogió el teléfono y volvió a llamar al móvil de Adam.

– Por favor, hijo, llámame a casa. Estoy preocupado por ti. Estoy contigo, siempre, pase lo que pase. Te quiero. Llámame, ¿de acuerdo?

Colgó y esperó.

Adam escuchó el último mensaje de su padre y casi se echó a llorar.

Pensó en llamarle. Pensó en marcar el número de su padre y pedirle que fuera a buscarlo y después podrían ir al partido de los Rangers con el tío Mo y quizá Adam se lo contaría todo. Tenía el móvil en la mano. El número de su padre estaba en la tecla rápida uno. Su dedo planeó sobre la tecla. Sólo tenía que apretarla.

Detrás de él se oyó una voz:

– ¿Adam?

Apartó el dedo.

– Vamos.

11

Betsy Hill contempló cómo su marido, Ron, metía el Audi en el garaje. Seguía siendo un hombre muy guapo. Los cabellos canosos eran cada vez más grises, pero sus ojos azules, tan parecidos a los del hijo fallecido, todavía brillaban y la piel de su rostro seguía lisa. Al contrario que muchos de sus colegas, no había desarrollado barriga, hacía ejercicio y vigilaba lo que comía.

La foto que había sacado de la página de MySpace estaba sobre la mesa, delante de ella. Se había pasado la última hora sentada sin saber qué hacer. Los gemelos estaban con la hermana de Betsy. No quería que estuvieran en casa mientras solucionaba esto.

Oyó abrirse la puerta del garaje y después la voz de Ron gritando:

– ¿Bets?

– Estoy en la cocina, cariño.

Ron entró en la habitación con una sonrisa. Hacía mucho tiempo que no le veía sonreír y, en cuanto lo vio, Betsy escondió la foto debajo de una revista, fuera de la vista. Quería proteger aquella sonrisa, ni que fuera sólo unos minutos.