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El restaurante servía tres comidas, vendía libros de cómics y cromos de béisbol, periódicos y revistas, cigarros y tabaco. Los billetes de lotería eran un buen negocio, pero a Antal nunca le gustó venderlos. Creía que hacían un mal servicio a la sociedad, que animaban a la clientela trabajadora a tirar su dinero en falsos sueños. No le importaba vender tabaco, porque esto era una opción personal y sabías dónde te metías. Pero lo de vender un sueño falso de dinero fácil le fastidiaba.

Su padre nunca tuvo tiempo para los partidos de hockey de alevines de Mike, por descontado. Los hombres como él no hacían estas cosas. Le interesaba todo de su hijo, le preguntaba constantemente por el deporte, quería saber todos los detalles, pero su horario laboral no le permitía ninguna clase de actividad de ocio, y mucho menos sentarse a mirar. La única vez que había ido, cuando Mike tenía nueve años y jugaba un partido al aire libre, su padre, agotado por el trabajo, se quedó dormido apoyado en un árbol. Aquel día Antal también llevaba su delantal de trabajo, con manchas de grasa de los bocadillos de panceta de la mañana que habían salpicado su blancura.

Así era como Mike veía siempre a su padre, con aquel delantal blanco, detrás de la barra, vendiendo caramelos a los niños, vigilando a los ladronzuelos y preparando con rapidez bocadillos y hamburguesas.

Cuando Mike tenía doce años, su padre intentó impedir que un gamberro del barrio le robara. El gamberro disparó contra su padre y le mató. Así, sin más.

El restaurante se cerró. Su madre se refugió en la botella y no salió hasta que un Alzheimer precoz la devoró hasta el punto de que no notaba la diferencia entre la enfermedad y la embriaguez del alcohol. Ahora vivía en una residencia en Caldwell. Mike la visitaba una vez al mes. Su madre no tenía ni idea de quién era. A veces le llamaba Antal y le preguntaba si quería que le preparara una ensalada de patatas para el almuerzo de los clientes.

Así era la vida. Tomar decisiones difíciles, dejar tu casa y a las personas queridas, abandonar todo lo que tienes, viajar por medio mundo hasta una tierra desconocida, construir una vida para ti y entonces una escoria inútil le ponía fin apretando un gatillo.

Aquella rabia temprana acabó concentrándose en el joven Mike. O la canalizaba o la interiorizaba. Se volvió mejor jugador de hockey. Se volvió mejor estudiante. Estudió y trabajó mucho y se mantuvo ocupado, porque cuando estás ocupado no piensas en lo que podría haber pasado.

Apareció el mapa en el ordenador. Esta vez el punto rojo parpadeaba. Esto significaba, y Mike lo sabía por la pequeña introducción, que la persona estaba en movimiento, probablemente en un coche. Para conservar energía, en lugar de parpadear todo el rato, daba una señal cada tres minutos. Si la persona dejaba de moverse durante cinco minutos, el GPS se paraba, y volvía a ponerse en marcha cuando percibía movimiento.

Su hijo estaba cruzando el George Washington Bridge.

¿Por qué estaría haciendo Adam esto?

Mike esperó. Estaba claro que Adam iba en coche. ¿El coche de quién? Mike observó el parpadeo rojo cruzando el Cross Bronx Expressway y bajando por Major Deegan, hasta el Bronx. ¿Adónde iba? No tenía sentido. Veinte minutos después, el punto rojo paró de moverse en Tower Street. Mike no conocía en absoluto aquella zona.

¿Y ahora qué?

¿Quedarse mirando el punto rojo? Esto tampoco tenía mucho sentido. Pero si se marchaba e intentaba localizar a Adam, él podía moverse otra vez.

Mike contempló el punto rojo.

Clicó sobre el icono que le diría la dirección. Le salió 128 Tower Street. Clicó sobre el vínculo de la dirección. Era una residencia. Pidió una visión de satélite, esto era cuando el mapa se convertía exactamente en lo que su nombre insinuaba: una foto de un satélite sobre la calle. Le mostró muy poco, la parte de arriba de los edificios en medio de una calle de una ciudad. Bajó por la calle y clicó en los vínculos de direcciones. No salió gran cosa.

¿Qué o a quién iba a visitar?

Pidió el número de teléfono de 128 Tower Street. Era una finca de pisos y no tenía. Necesitaba un número de apartamento.

¿Ahora qué?

Tocó el Callejero. La dirección de INICIO o por defecto se llamaba «home», hogar. Una palabra tan simple que de repente parecía tan cálida y personal. El borrador le dijo que tardaría cuarenta y nueve minutos en llegar.

Decidió ir a ver qué encontraba.

Mike cogió el portátil con la batería incorporada. Su plan era que, si Adam ya no estaba allí, conduciría hasta que pirateara la red sin cable de alguien y volvería a buscar la situación de Adam en el GPS.

Dos minutos después, Mike subió al coche y se marchó.

15

Al parar en Tower Street, no muy lejos de donde el GPS había dicho que estaba Adam, Mike escrutó la manzana buscando a su hijo o alguna cara o vehículo conocido. ¿Alguno de ellos ya conducía? Creía que Olivia Burchell sí. ¿Ya había cumplido diecisiete? No estaba seguro. Quería mirar el GPS, comprobar si Adam seguía en aquella zona. Aparcó y miró su portátil. No detectó ninguna red.

La multitud que pasaba junto a la ventana de su coche era joven y vestía de negro, con caras pálidas, pintalabios oscuros y máscara de ojos. Llevaban cadenas y tenían raros piercings faciales (y probablemente corporales) y, evidentemente, los consabidos tatuajes, la mejor manera de demostrar que eres independiente y enrollado: haciendo lo mismo que hacen tus amigos. Nadie está cómodo en su propia piel. Los chicos pobres quieren parecer ricos, con zapatillas de deporte caras y joyas y cosas así. Los ricos quieren parecer pobres, pandilleros, disculpándose por su blandura y lo que consideran excesos de sus padres, que, sin ninguna duda, ellos emularán algún día. ¿O lo que sucedía aquí era menos espectacular? ¿Simplemente la hierba era más verde al otro lado? Mike no estaba seguro.

De todos modos se alegraba de que a Adam sólo le hubiera dado por la ropa negra. Por ahora, ni piercings, ni tatuajes ni maquillaje. Por ahora.

Los emos -ya no se llamaban góticos, según Jill, aunque su amiga Yasmin había insistido en que eran dos entidades distintas y esto provocó un acalorado debate- dominaban aquella zona concreta. Pastaban por ahí con la boca abierta, los ojos inexpresivos y malas posturas. Algunos hacían cola frente a un club nocturno en una esquina, otros frecuentaban un bar u otro. Había un lugar que anunciaba «disco 24 horas seguidas» y Mike no pudo evitar preguntarse si sería cierto, si realmente abrirían cada día, incluso a las cuatro de la tarde o a las dos de la madrugada. ¿Y el día de Navidad por la mañana o el 4 de julio? ¿Y quiénes serían los pobres infelices que trabajaban o frecuentaban un local así a esas horas?

¿Podría ser que Adam estuviera dentro?

No había manera de saberlo. En las calles había docenas de locales como ése. Montaban guardia tipos enormes con auriculares a los que normalmente se asocia con el Servicio Secreto o con los empleados de las tiendas Old Navy. Antes sólo algunos clubes tenían gorilas. Ahora parecía que todos los locales tenían al menos dos tíos cachas en la puerta, siempre con una camiseta negra ajustada que dejaba a la vista unos bíceps hinchados, siempre con la cabeza rapada como si los cabellos fueran un signo de debilidad.

Adam tenía dieciséis años. Aquellos locales no debían permitir la entrada a nadie que no tuviera veintiún años. Era poco probable que Adam, ni siquiera con un carné falso, pudiera entrar. Pero ¿quién sabe? Quizá había un club en aquel barrio que era famoso por hacer la vista gorda. Esto explicaría por qué Adam y sus amigos habían ido tan lejos. Satín Dolls, el famoso club para caballeros que se utilizó para el Bada Bing! de Los Soprano, estaba a poca distancia de esta casa. Pero a Adam no le permitirían entrar.

Tenía que ser por eso por lo que había ido hasta tan lejos.

Mike siguió calle abajo con el portátil al lado, en el asiento del pasajero. Se paró en una esquina y apretó redes inalámbricas. Aparecieron dos, pero ambas con sistema de seguridad. No pudo entrar. Mike avanzó cien metros más y lo intentó de nuevo. La tercera vez tuvo suerte. Apareció la red «Netgear» sin ningún sistema de seguridad. Mike apretó rápidamente la tecla de conexión y entró en Internet.