Ya tenía la página del GPS archivada en los favoritos y no le costó abrirla y teclear una contraseña sencilla: Adam. Esperó.
Apareció el mapa. El punto rojo no se había movido. Según la notificación, el GPS sólo daba una localización con un margen de doce metros. De modo que era difícil precisar con exactitud dónde estaba Adam, pero sin duda estaba cerca. Mike cerró el ordenador.
Bueno, ¿ahora qué?
Encontró un hueco delante y aparcó. El barrio podía calificarse compasivamente de mugriento. Había más ventanas tapadas con tablones que con algo parecido a una familia convencional detrás. Todos los ladrillos parecían de un marrón embarrado y en distintos estadios de desintegración o derrumbamiento. El olor a sudor y algo más difícil de definir impregnaban el ambiente. Los escaparates de las tiendas tenían las persianas de metal llenas de sucios grafitis bajadas a modo de protección. Mike sentía el calor de su propia respiración en la garganta. Todos parecían estar sudando.
Las mujeres llevaban camisetas de tirantes y pantalones muy cortos, y a riesgo de parecer un anticuado sin remedio y políticamente incorrecto, no estaba seguro de si eran adolescentes de marcha o profesionales.
Bajó del coche. Una mujer alta y negra se le acercó y dijo:
– Eh, guapo, ¿quieres divertirte con Latisha?
Tenía la voz grave. Las manos grandes. Mike ya no estaba seguro de que fuera una mujer.
– No, gracias.
– ¿Seguro? Te abriría nuevos mundos.
– No tengo ninguna duda, pero mis mundos están ya bastante abiertos.
Unos pósteres de grupos de los que nadie había oído hablar, con nombres como Frotis y Gonorrea Pus, empapelaban todos los huecos. En un escalón, una madre mecía a su bebé en la cadera, con la cara brillante de sudor, y una bombilla solitaria detrás de ella. Mike vio un aparcamiento improvisado en un callejón abandonado. El rótulo decía toda la noche, 10 dólares. Un hombre hispano, con una camiseta de tirantes y pantalones cortados, estaba de pie en la entrada, contando dinero. Vio a Mike y dijo:
– ¿Desea algo?
– Nada.
Mike siguió adelante. Encontró la dirección que le mostraba el GPS. Era una residencia sin ascensor atrapada entre dos ruidosos bares. Miró dentro y vio una docena de timbres. Sin nombres en los timbres, sólo números y letras que indicaban los pisos.
¿Ahora qué?
No tenía ni idea.
Podía esperar aquí a Adam. Pero ¿de qué le serviría? Eran las diez de la noche. Los locales empezaban a llenarse. Si su hijo estaba de fiesta y le había desobedecido descaradamente, podían pasar horas antes de que saliera. ¿Y entonces qué? Mike saltaría frente a Adam y sus amigos y diría: «¡Aja, te pillé!». ¿Serviría de algo? ¿Cómo explicaría Mike su presencia?
¿Qué querían sacar Mike y Tia con aquello?
Éste era otro de los problemas de espiar. Olvidemos por un momento la evidente vulneración de la intimidad. Estaba el tema de la autoridad. ¿Qué haces cuando descubres que ocurre algo? ¿Intervenir y perder la confianza de tu hijo no es tan perjudicial como una noche de desmadre y alcohol?
Depende.
Mike quería asegurarse de que su hijo estaba a salvo. Nada más. Recordó lo que había dicho Tia de que su obligación era conducirlos a salvo hasta la edad adulta. Era cierto en parte. Los años de la adolescencia estaban repletos de angustia, impulsados por las hormonas, rebosantes de emociones. Y un día se acababa y eras un adulto, y todo ocurría con mucha rapidez. No podías decirle esto a un adolescente. Si pudieras transmitir una ínfima parte de sabiduría a un adolescente, sería muy fácil. Esto también pasará, y pasará muy pronto. No te escucharían, por supuesto, porque ésta es la gracia y la miseria de la juventud.
Pensó en los mensajes instantáneos de Adam con Cejota8115. Pensó en la reacción de Tia y su propio instinto. No era una persona religiosa y no creía en poderes psíquicos ni nada por el estilo, pero no le gustaba ir en contra de lo que describiría como ciertas vibraciones, tanto en su vida personal como profesional. Había momentos en que las cosas sencillamente se torcían. Podía tratarse de un diagnóstico médico o de qué ruta seguir en un viaje largo en coche. Era algo en el ambiente, un crujido, un silencio, pero Mike había aprendido que era preferible no ignorarlo.
En ese momento todas las vibraciones estaban gritando que su hijo tenía graves problemas.
Debía encontrarlo.
¿Cómo?
No tenía ni idea. Siguió subiendo por la calle. Varias prostitutas se le ofrecieron. La mayor parte parecían varones. Un tipo con un traje de ejecutivo afirmaba «representar» un surtido de damas «ardientes» y Mike sólo tenía que darle una lista de atributos físicos y deseos y el presunto representante le facilitaría la pareja o parejas adecuadas. De hecho, Mike escuchó el discurso del vendedor antes de rechazarlo.
No dejaba de mirar a todas partes. Algunas chicas jóvenes ponían mala cara cuando sentían su mirada. Mike se dio cuenta de que probablemente era la persona más mayor de aquella calle tan poblada. Notó que todos los clubes hacían esperar a la clientela al menos unos minutos. Uno tenía una lastimosa cuerda de terciopelo de un metro de longitud aproximadamente, y el tipo hacía que todos los que querían entrar esperaran detrás de ella al menos diez segundos antes de abrir la puerta.
Mike estaba doblando a la derecha cuando algo le llamó la atención.
Una chaqueta universitaria.
Dio la vuelta rápidamente y vio al hijo de los Huff caminando en dirección contraria.
O al menos parecía DJ Huff. Llevaba la chaqueta universitaria que el chico no se quitaba nunca. Por lo tanto quizá sí era él. Lo más probable.
No, pensó Mike, estaba seguro. Era DJ Huff.
Había desaparecido por una calle lateral. Mike se ajustó al ritmo del chico y le siguió. Cuando le perdió de vista empezó a trotar.
– ¡Calma, abuelo!
Había tropezado con un chico con la cabeza rapada y una cadena colgando del labio inferior. Sus colegas rieron por lo de abuelo. Mike frunció el ceño y pasó por su lado. La calle estaba llena a reventar, a cada paso parecía haber más gente. Al llegar a la siguiente travesía, los siniestros góticos -perdón, emos- parecieron disminuir en favor de los hispanos. Mike oyó hablar español. La piel blanca de polvos de talco había pasado a tonalidades oliváceas. Los hombres llevaban camisas de vestir desabrochadas hasta la cintura para que se viera la camiseta blanca y brillante de canalé de debajo. Las mujeres eran unas salseras sexis que llamaban «conos» a sus hombres y llevaban trajes tan ceñidos que parecían más bien fundas para salchichas que ropa.
Delante Mike vio a DJ Huff entrando en otra calle. Parecía que llevara un móvil pegado a la oreja. Mike se apresuró para atraparlo… pero ¿qué haría entonces? Otra vez. Detenerlo y decir «¡Aja!». Quizá sí. Quizá sólo le seguiría, vería qué estaba haciendo. Mike no sabía qué estaba ocurriendo, pero no le hacía ninguna gracia. Empezaba a sentir escalofríos de miedo en la nuca.
Dobló a la derecha.
Y el chico de los Huff no se veía por ninguna parte.
Mike se paró. Intentó calcular la velocidad y cuánto tiempo había pasado. Había un local a media manzana de distancia. Era la única puerta visible. A la fuerza DJ Huff tenía que haber entrado allí. La cola era larga, la más larga que había visto Mike. Tenía que haber cientos de chicos. Era una mezcla de emos, hispanos, afroamericanos, incluso un puñado de lo que se solía llamar yupis.
¿Huff no tendría que hacer cola?
Tal vez no. Había un guardaespaldas enorme detrás de una cuerda de terciopelo. Una limusina muy larga paró enfrente. Dos chicas de piernas largas bajaron. Un hombre palmo y medio más bajo que las chicas patilargas se colocó entre ellas como si fueran un derecho adquirido. El guardia armario abrió la cuerda de terciopelo, de unos tres metros, y los dejó entrar.