Mike corrió hacia la entrada. El gorila -un negro grandote con brazos del diámetro de una secuoya mediana- miró a Mike con expresión aburrida, como si fuera un objeto inanimado. Tal vez una silla. Una cuchilla de afeitar desechable.
– Necesito entrar -dijo Mike.
– Nombre.
– No estoy en ninguna lista.
El gorila lo miró un momento más.
– Creo que mi hijo podría estar dentro. Es menor.
El gorila no dijo nada.
– Mire -dijo Mike-. No quiero problemas…
– Entonces póngase a la cola. Aunque no creo que consiga entrar.
– Esto es una emergencia. Su amigo ha entrado hace un par de segundos. Se llama DJ Huff.
El gorila se acercó un paso más. Primero su torso, grande como para utilizarlo de pista de squash, y después el resto.
– Voy a tener que pedirle que se aparte.
– Mi hijo es menor.
– Ya le he oído.
– Tengo que sacarlo o podría haber complicaciones.
El gorila se pasó la mano de guante de béisbol por la calva negra y pulcramente afeitada.
– Complicaciones, dice.
– Sí.
– Vaya, ahora sí que me ha puesto nervioso.
Mike cogió la cartera y sacó un billete.
– No se moleste -dijo el gorila-. No entrará.
– No lo comprende.
El gorila dio otro paso. Su torso estaba casi contra la cara de Mike. Mike cerró los ojos, pero no retrocedió. El entrenamiento de hockey, no retroceder nunca. Abrió los ojos y miró fijamente al hombretón.
– Retroceda -dijo Mike.
– Tendrá que apartarse, ahora.
– He dicho que retroceda.
– No pienso moverme.
– He venido a llevarme a mi hijo.
– Aquí no hay ningún menor.
– Quiero entrar.
– Pues póngase a la cola.
Mike mantuvo los ojos fijos en los del hombretón. Ninguno de los dos se movió. Parecían luchadores, aunque en diferentes clases de peso, que recibieran instrucciones en el centro del ring. Mike sintió un chisporroteo en el ambiente. Sintió un cosquilleo en las extremidades. Sabía pelear. No se llega tan lejos en el hockey sin saber utilizar los puños. Se preguntó si aquel tipo sería de verdad o sólo un despliegue de músculos.
– Voy a entrar -dijo Mike.
– ¿En serio?
– Tengo amigos en el departamento de policía -dijo Mike, un farol-. Harán una redada. Si encuentran menores, los hundirán.
– Vaya, vaya, qué miedo me da.
– Apártese de mi camino.
Mike se movió hacia la derecha. El gran guardaespaldas le siguió, obstruyéndole el paso.
– ¿Se da cuenta -dijo el grandullón- de que estamos a punto de pegarnos?
Mike conocía la norma de oro: nunca demuestres miedo.
– Sí.
– Se hace el duro, ¿eh?
– ¿Preparado?
El gorila sonrió. Tenía unos dientes impresionantes, de un blanco perlado en contraste con la piel negra.
– No. ¿Quiere saber por qué? Porque aunque fuera más duro de lo que yo creo, cosa que dudo, tengo a Reggie y a Tyrone aquí. -Señaló con el pulgar a dos tipos grandotes vestidos de negro-. No nos han puesto aquí para probar nuestra virilidad avasallando a un pobre tonto, de modo que no necesitamos pelear limpio. Si usted y yo nos pegamos -lo dijo imitando burlonamente el tono de Mike-, tomarán parte. Reggie tiene una porra eléctrica de la policía. ¿Me entiende?
El gorila cruzó los brazos, y entonces fue cuando Mike vio los tatuajes.
Tenía una gran letra D en el antebrazo.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Mike.
– ¿Qué?
– Cómo se llama -repitió Mike-. Su nombre.
– Anthony.
– ¿Y su apellido?
– ¿Y a usted qué le importa?
Mike señaló el tatuaje.
– La D tatuada.
– Eso no tiene nada que ver con mi nombre.
– ¿Dartmouth?
Anthony el gorila se le quedó mirando. Después asintió lentamente.
– ¿Y usted?
– Vox clamantis in deserto -dijo Mike, repitiendo el lema de la universidad.
Anthony dio la traducción:
– Una voz llorando en el desierto. -Sonrió-. Nunca lo entendí.
– Yo tampoco -dijo Mike-. ¿Juega?
– A fútbol. Universitario. ¿Y usted?
– Hockey.
– ¿Universitario?
– Y mejor jugador aficionado nacional -dijo Mike.
Anthony arqueó una ceja, impresionado.
– ¿Tiene hijos, Anthony?
– Tengo uno de tres años.
– Si supiera que su hijo está en un lío, ¿Reggie, Tyrone y usted mismo le impedirían entrar?
Anthony soltó un gran suspiro.
– ¿Por qué está tan seguro de que su hijo está dentro?
Mike le contó que había visto a DJ Huff con la chaqueta universitaria.
– ¿Ese chaval? -Anthony sacudió la cabeza-. No ha entrado aquí. ¿Se cree que dejaría entrar a un pringado de instituto con una chaqueta universitaria? Ha entrado en el callejón.
Señaló una calle a unos diez metros.
– ¿Sabe adónde va a parar? -preguntó Mike.
– No tiene salida, creo. No he ido nunca. No tengo ninguna razón para ir. Es para yonquis y similares. Oiga, necesito que me haga un favor.
Mike esperó.
– Todos miran cómo nos las tenemos. Si le dejo marchar, pierdo credibilidad y yo vivo de eso. ¿Sabe por dónde voy?
– Sí.
– O sea que voy a cerrar los puños y usted se largará aterrado como una niña. Puede irse corriendo al callejón si quiere. ¿Me ha entendido?
– ¿Puedo pedirle una cosa primero?
– ¿Qué?
Mike sacó la cartera.
– Ya se lo he dicho -dijo Anthony-, no quiero.
Mike le enseñó una foto de Adam.
– ¿Ha visto a este chico?
Anthony tragó saliva con dificultad.
– Es mi hijo. ¿Le ha visto?
– No está aquí.
– No es lo que le he preguntado.
– No le he visto nunca. ¿Y ahora?
Anthony agarró a Mike de la solapa y cerró el puño. Mike se encogió y gritó.
– No, por favor, lo siento, ¡ya me voy!
Se apartó y Anthony lo soltó. Mike echó a correr. Detrás de él oyó que Anthony gritaba:
– Sí, tío, ya puedes correr…
Algunos clientes aplaudieron. Mike corrió toda la manzana y giró en el callejón. Casi tropezó con una hilera de contenedores. Sintió que rompía cristales con los zapatos. Se paró de golpe, miró adelante, y vio a otra prostituta. O al menos se imaginó que era una prostituta. Estaba apoyada en un contenedor marrón como si formara parte de él, como si fuera una extremidad más, como si después de que el contenedor desapareciera ella pudiera caerse para no levantarse más. Su peluca era de un tono púrpura y parecía recién salida de un armario de David Bowie en 1974. O quizá de la basura de Bowie. Parecía poblada de chinches.
La mujer le dedicó una sonrisa desdentada.
– Hola, encanto.
– ¿Has visto pasar a un chico?
– Por aquí pasan muchos chicos, corazón.
Su voz había subido de tono y podía calificarse de lánguida. Era esmirriada y pálida, y aunque no llevaba la palabra «yonqui» tatuada en la frente, podía muy bien serlo.
Mike buscó una salida. No había ninguna. No había salida, ni puertas. Vio varias escaleras de incendios, pero parecían muy oxidadas. Si Huff había entrado aquí, ¿cómo había salido? ¿Adonde había ido? ¿O se había escabullido mientras él discutía con Anthony? ¿O Anthony le había mentido para deshacerse de él?
– ¿Buscas al chico de instituto, cariño?
Mike se paró y se volvió a mirar a la yonqui.
– El chico de instituto. ¿Ese jovencito tan guapo? Vaya, encanto, me excito sólo con hablar de él.