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Mike dio un paso vacilante hacia ella, casi temeroso de que un paso mayor pudiera causar una vibración que la hiciera desmoronarse y desaparecer entre los escombros que ya tenía a sus pies.

– Sí.

– Bueno, ven y te diré dónde está.

Otro paso.

– Más cerca, encanto. No muerdo. A menos que sea lo que tú quieres.

Su risa era un cacareo estremecedor. El puente de los dientes frontales le cayó al abrir la boca. Estaba mascando chicle -Mike lo olía-, pero no tapaba del todo el mal aliento de su dentadura podrida.

– ¿Dónde está?

– ¿Tienes dinero?

– Mucho, si me dices dónde está.

– Déjame verlo.

A Mike no le hizo gracia, pero no sabía qué más podía hacer. Sacó un billete de veinte dólares. Ella alargó una mano huesuda. A Mike la mano le recordó un viejo libro de cómics llamado Cuentos desde la cripta, el esqueleto que sacaba la mano del ataúd.

– Habla primero -dijo él.

– ¿No confías en mí?

Mike no tenía tiempo. Rompió el billete y le dio la mitad. Ella lo cogió y suspiró.

– Te daré la otra mitad cuando hables -dijo Mike-. ¿Dónde está?

– Bueno, encanto -dijo ella-, está justo detrás de ti.

Mike se estaba volviendo cuando algo le golpeó en el hígado.

Un buen puñetazo en el hígado puede quitarte toda la fuerza y dejarte temporalmente paralizado. Mike lo sabía. Éste no llegó a tanto, pero estuvo muy cerca. El dolor fue espantoso. Se le abrió la boca, pero no le salió ningún sonido. Cayó sobre una rodilla. Desde un lado llegó un segundo golpe que le dio en la oreja. Algo duro rebotó dentro de su cabeza. Mike intentó razonar, intentó esquivar el ataque, pero otro golpe, esta vez una patada, le dio debajo de las costillas. Mike cayó de espaldas.

El instinto tomó el mando.

«Muévete», pensó.

Mike rodó y sintió que algo afilado se clavaba en su brazo. Seguramente un cristal roto. Intentó apartarse arrastrándose. Pero otro golpe le cayó sobre la cabeza. Casi sintió que el cerebro se le movía hacia la izquierda. Una mano le agarró el tobillo.

Mike pataleó. Su talón tocó algo blando y flexible. Una voz gritó:

– ¡Mierda!

Alguien saltó encima de él. Mike había participado en peleas, pero siempre en el hielo. Aun así había aprendido cuatro cosas. Por ejemplo, no das puñetazos si no es necesario. Los puñetazos destrozan las manos. A distancia sí puedes hacerlo. Pero esta pelea era de cerca. Dobló el brazo y lo balanceó a ciegas. Su antebrazo tocó algo. Se oyó un crujido y un chapoteo y brotó sangre.

Mike comprendió que había acertado una nariz.

Recibió otro golpe e intentó rodar. Pataleó con fuerza. Estaba oscuro, y la noche se llenó de gruñidos de agotamiento. Echó hacia atrás la cabeza, intentó dar un cabezazo.

– ¡Socorro! -gritó Mike-. ¡Socorro! ¡Policía!

Logró ponerse de pie. No veía las caras. Pero había más de una persona. Y más de dos, creía. Todos se le echaron encima a la vez. Mike se estrelló contra los contenedores. Los cuerpos, el suyo incluido, se revolcaron por el suelo. Mike peleó con fuerza, pero los tenía a todos encima. Logró arañar una cara. Se le rasgó la camisa.

Y entonces Mike vio una navaja.

Esto lo dejó helado. No supo durante cuánto tiempo, pero fue suficiente. Vio la hoja y se paralizó, y entonces sintió el golpe sordo en un lado de la cabeza. Cayó hacia atrás, y su cráneo golpeó contra el asfalto. Alguien le inmovilizó los brazos. Otro le cogió las piernas. Sintió un golpe en el pecho. Después los golpes parecieron llegar de todas partes. Mike intentó moverse, intentó protegerse, pero sus brazos y piernas no le obedecían.

Sentía que se estaba deslizando en la inconsciencia. Se rendía.

Los golpes se detuvieron. Mike sintió que el peso sobre su pecho disminuía. Alguien se había levantado o lo habían hecho caer. Tenía las piernas libres.

Mike abrió los ojos, pero sólo vio sombras. Una última patada, con los dedos de los pies, le dio en un lado de la cabeza. Todo fue oscureciéndose hasta que no vio nada en absoluto.

16

A las tres de la madrugada, Tia intentó llamar a Mike otra vez.

No obtuvo respuesta.

El Boston Four Seasons era precioso y a ella le encantaba su habitación. Tia disfrutaba en los hoteles elegantes. ¿Y quién no? Le encantaban las sábanas, el servicio de habitaciones y cambiar los canales de la televisión sola. Había trabajado sin parar hasta medianoche, concentrándose en la preparación de la deposición del día siguiente. Tenía el móvil en el bolsillo, en modo vibración. Como no sonaba, Tia lo sacó y comprobó si estaba cargado y que no se le hubiera pasado por alto la vibración.

Pero no había llamadas.

¿Dónde se habría metido Mike?

Le llamó, por supuesto. Le llamó a casa. Llamó al móvil de Adam. Estaba a punto de dejarse llevar por el pánico, pero se esforzó por no abandonarse a él del todo. Adam era una cosa. Mike era otra. Mike era un adulto. Era absurdamente competente. Ésta fue una de las cosas que le habían atraído de él al principio. Por antifeminista que pareciera, Mike Baye la hacía sentir segura, acogida y totalmente protegida. Era una roca.

Tia no sabía qué hacer.

Podía coger el coche y volver a casa. Tardaría cuatro horas, quizá cinco. Estaría en casa por la mañana. Pero ¿qué haría exactamente cuando llegara? Debería llamar a la policía, pero ¿la escucharían a aquellas horas y realmente harían algo?

Las tres. Sólo se le ocurría una persona a quien pudiera llamar.

Tenía su teléfono en la BlackBerry, aunque nunca lo había utilizado. Ella y Mike compartían un programa de Microsoft Outlook que contenía una agenda de direcciones y teléfonos, más un calendario, para ambos. Sincronizaban las BlackBerrys el uno con el otro y así, en teoría, conocían los compromisos de cada uno. También significaba que cada uno estaba enterado de los contactos profesionales y personales del otro.

Y así quedaba claro que no tenían secretos, ¿no?

Reflexionó un momento, sobre los secretos y pensamientos íntimos, sobre nuestra necesidad de tenerlos, y sobre el miedo que le daban a ella, como madre y esposa. Pero ahora no tenía tiempo para eso. Encontró el número y apretó la tecla ENVIAR.

Si Mo estaba durmiendo, lo disimuló muy bien.

– Diga.

– Soy Tia.

– ¿Qué pasa?

Le notó el miedo en la voz. No tenía esposa ni hijos. En cierto sentido sólo tenía a Mike.

– ¿Sabes algo de Mike?

– Desde las ocho y media no. -Después repitió-: ¿Qué pasa?

– Estaba buscando a Adam.

– Lo sé.

– Hemos hablado sobre las nueve, más o menos. Desde entonces no sé nada de él.

– ¿Le has llamado al móvil?

Entonces Tia supo cómo se había sentido Mike cuando ella le había hecho una pregunta igual de idiota.

– Claro.

– Ya me estoy vistiendo -dijo Mo-. Iré a vuestra a casa, a ver. ¿Todavía escondéis la llave en aquella piedra de pega junto a la verja?

– Sí.

– Bien. Voy para allá.

– ¿Crees que debería llamar a la policía?

– Es mejor que esperes a que esté en tu casa. Veinte o treinta minutos como mucho. A lo mejor se ha dormido mirando la tele o algo así.

– ¿Lo crees de verdad, Mo?

– No. Te llamaré en cuanto llegue.

Colgó. Tia sacó las piernas de la cama. De repente la habitación había perdido su encanto. No le gustaba nada dormir sola, aunque fuera en hoteles de lujo, con sábanas de hilo. Necesitaba a su marido a su lado. Siempre. Era raro que pasaran una noche separados y le echaba más de menos de lo que quería reconocer. Mike no era exactamente un hombre grande, pero era consistente. Le gustaba la calidez de su cuerpo al lado de ella, la forma en que le besaba la frente cuando se levantaba, la forma en que apoyaba la mano en su espalda mientras dormía.