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Muse reflexionó.

– Si la señora Cordova se reunió con un amante en un hotel, quizá se olvidó de recoger a su hija.

– Estoy de acuerdo, si no fuera por un detalle. Cordova ya había entrado en la red y había comprobado la tarjeta de crédito de su esposa. Había estado en el Palisades Mall aquella tarde. Efectivamente, compró cosas en el Target. Se gastó cuarenta y siete dólares y ochenta centavos.

– Mmm… -Muse indicó a Clarence que se sentara y él obedeció-. De modo que va hasta el Palisades Mall y después vuelve a retroceder para encontrarse con su amante, y se olvida de que su hija está dando clases de patinaje al lado del centro comercial. -Le miró-. Es bastante raro.

– Deberías haber oído su voz, jefa. La del marido. Estaba angustiadísimo.

– Podrías investigar en el Ramada, a ver si alguien la reconoce.

– Ya lo he hecho. Le pedí al marido que escaneara una foto y la mandara por correo electrónico. Nadie recuerda haberla visto.

– Esto no significa mucho. Seguramente ha cambiado el turno y ella podría haber entrado a hurtadillas después de que su amante se registrara. Pero ¿su coche sigue allí?

– Sí. Y eso es muy raro. Que el coche siga allí. Tienes tu aventura, subes a tu coche y vuelves a casa o donde sea. Aunque fuera una aventura, ¿no te parece que ahora ya hay algo que no anda bien? Como que la han secuestrado o ha habido violencia…

– … o ha huido con él.

– Sí, eso también podría ser. Pero es un buen coche. Acura MDX, nuevo de hace cuatro meses. ¿No te lo llevarías?

Muse se lo pensó y se encogió de hombros.

– Me gustaría investigarlo, si te parece -dijo Clarence.

– Adelante. -Se lo pensó un poco más-. Hazme un favor. Mira si ha habido otra denuncia de desaparición en Livingston o en la zona. Aunque fuera breve, aunque los policías no le dieran demasiada importancia.

– Ya lo he hecho.

– ¿Y?

– Nada. Bueno, una mujer llamó para denunciar que su marido y su hijo habían desaparecido. -Miró su libreta-. Se llama Tia Baye. Su marido Mike, y su hijo Adam.

– ¿Lo están investigando?

– Supongo, no lo sé seguro.

– Si no fuera porque ha desaparecido también el hijo -dijo Muse-, se podría pensar que ese tal Baye había huido con la señora Cordova.

– ¿Quieres que investigue si existe una relación?

– Como quieras. Si es así, entonces no se trata de un delito. Dos adultos en sus cabales pueden desaparecer juntos una temporada.

– Sí, de acuerdo. Pero jefa.

A Muse le encantaba que la llamara así: jefa.

– Dime.

– Tengo la sensación de que hay algo más.

– Pues a por ello, Clarence. Ya me informarás.

17

En un sueño se oye un pitido y después las palabras: «Lo siento mucho, papá…».

En realidad Mike oía a alguien hablando en español en la oscuridad.

Él sabía bastante español -no puedes trabajar en un hospital en la calle 168 si no hablas al menos un poco de español médico- y por eso reconoció que la mujer rezaba fervorosamente. Mike intentó volver la cabeza, pero no se movió. No importaba. Estaba todo negro. Le retumbaba la cabeza en las sienes mientras la mujer repetía su plegaria una y otra vez.

Mientras tanto, Mike repetía su propio mantra: «Adam. ¿Dónde está Adam?».

Lentamente Mike fue consciente de que tenía los ojos cerrados. Intentó abrirlos. Esto no sucedió inmediatamente. Escuchó un poco más e intentó centrarse en los párpados, en el simple acto de levantarlos. Tardó un poco, pero finalmente logró parpadear. El retumbo en las sienes aumentó a la categoría de martillazos. Alargó una mano y se tocó un lado de la cabeza, intentando contener así el dolor.

Miró la luz fluorescente del techo blanco con los ojos entrecerrados. La oración en español continuó. Un olor familiar empapaba el ambiente, una combinación de limpiadores potentes, funciones corporales, flora marchita y absolutamente ninguna circulación natural de aire. La cabeza de Mike cayó hacia la izquierda. Vio la espalda de una mujer inclinada sobre la cama. Sus dedos se deslizaban sobre las cuentas de un rosario. Su cabeza parecía descansar en el pecho de un hombre. Alternaba los sollozos con la oración, y los mezclaba.

Mike intentó alargar una mano y decirle algo consolador. Era médico a fin de cuentas. Pero tenía una sonda en el brazo y poco a poco tomó conciencia de que era un paciente. Intentó recordar qué había ocurrido, cómo podía haber acabado allí. Tardó un poco. Tenía el cerebro embarrado. Se esforzó por despejarlo.

Se había despertado con una horrible sensación de inquietud. Había intentado apartarla, pero para recordar mejor la dejó volver. Y en cuanto lo hizo, le vino a la cabeza aquel mantra, esta vez con una sola palabra: «Adam».

El resto llegó en una oleada. Había salido a buscar a Adam. Habló con el gorila, Anthony. Entró en el callejón. Allí estaba la mujer horripilante con la peluca espantosa…

Había una navaja.

¿Le habían apuñalado?

No lo creía. Se giró hacia el otro lado. Otro paciente. Un negro con los ojos cerrados. Mike buscó a su familia, pero no había nadie con él. Esto no debería sorprenderlo, seguramente sólo había estado fuera un rato. Tendrían que llamar a Tia. Estaba en Boston. Tardaría en llegar. Jill estaba en casa de Novak. ¿Y Adam…?

En las películas, cuando un paciente se despierta así, es en una habitación privada y el médico y la enfermera ya están allí, como si hubieran estado esperando toda la noche, sonriéndole y dispuestos a dar explicaciones. No había ningún personal sanitario a la vista. Mike conocía el percal. Buscó el timbre para llamar a la enfermera, lo encontró enrollado en la cabecera de la cama y apretó.

La enfermera tardó un buen rato en acudir. Mike no tenía ni idea de cuánto. El tiempo pasaba lentamente. La voz de la mujer que oraba fue desvaneciéndose. Se levantó y se secó los ojos. Mike pudo ver al hombre de la cama. Mucho más joven que la mujer. Madre e hijo, imaginó. Se preguntó qué los había llevado allí.

Miró por la ventana, por detrás de la mujer. Las cortinas estaban abiertas y había luz solar.

Era de día.

Perdió el conocimiento de noche. Hacía horas. O tal vez días. ¿Cómo iba a saberlo? Iba a llamar otra vez cuando pensó que no serviría de nada. Empezó a ser presa del pánico. El dolor de la cabeza iba en aumento, alguien le estaba atizando la sien con un martillo.

– Vaya, vaya.

Se volvió hacia la puerta. Entró la enfermera, una mujer gorda con gafas de leer colgadas sobre los pechos enormes. La chapa con su nombre decía BERTHA BONDY. Miró a Mike y frunció el ceño.

– Bienvenido al mundo libre, dormilón. ¿Cómo se encuentra?

Mike tardó un par de segundos en encontrar la voz.

– Como si me hubiera atropellado un camión.

– Probablemente habría sido mejor que lo que estaba haciendo. ¿Tiene sed?

– Estoy seco.

Bertha asintió y cogió un vaso lleno de hielo. Lo inclinó hacia sus labios. El hielo tenía un sabor medicinal, pero sentaba de maravilla en la boca.

– Está en el Bronx-Lebanon-Hospital -dijo Bertha-. ¿Recuerda lo que ocurrió?

– Alguien me agredió. Unos cuantos, creo.

– Mmm, mmm. ¿Cómo se llama?

– Mike Baye.

– ¿Me deletrea el apellido, por favor?

Se lo deletreó, imaginando que le estaba haciendo una prueba cognitiva, así que dio más información.

– Soy médico -dijo-. Soy cirujano de trasplantes en el New York Presbyterian.