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Ella frunció más el ceño, como si le hubiera dado una respuesta equivocada.

– ¿En serio?

– Sí.

Más ceño fruncido.

– ¿He aprobado? -preguntó Mike.

– ¿Aprobado?

– La prueba cognitiva.

– No soy médico. Vendrá dentro de un rato. Le hemos preguntado su nombre porque no sabíamos quién era. Llegó sin cartera, sin móvil, sin llaves, nada. Quien le agredió se lo llevó todo.

Mike estaba a punto de decir algo más, pero una punzada de dolor le atravesó el cráneo. Lo capeó, lo aguantó, contó hasta diez mentalmente. Cuando se le pasó, volvió a hablar.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Toda la noche. Seis o siete horas.

– ¿Qué hora es?

– Las ocho de la mañana.

– Así que no se lo han notificado a mi familia.

– Ya se lo he dicho. No sabíamos quién era.

– Necesito un teléfono. Tengo que llamar a mi esposa.

– ¿A su esposa? ¿Está seguro?

Mike tenía la cabeza embotada. Seguramente le habían dado alguna medicación que le impedía comprender por qué la enfermera le había hecho una pregunta tan estúpida.

– Claro que estoy seguro.

Bertha se encogió de hombros.

– Tiene un teléfono junto a la cama, pero tengo que pedir que se lo conecten. Seguramente necesitará ayuda para marcar.

– Imagino que sí.

– Ah, ¿tiene seguro médico? Tenemos que rellenar unos formularios.

Mike casi sonrió. Lo primero es lo primero.

– Sí, tengo seguro.

– Le mandaré a alguien de administración para que pueda tomarle los datos. Pronto vendrá el médico para hablar de sus heridas.

– ¿Son muy graves?

– Le dieron una buena paliza y como ha estado inconsciente tanto tiempo, está claro que tenía conmoción y trauma craneal. Pero dejaré que el doctor le dé los detalles, si no le importa. Miraré si puede venir pronto.

Mike lo entendía: las enfermeras de planta no debían dar el diagnóstico.

– ¿Tiene mucho dolor? -preguntó Bertha.

– Medio.

– Le han puesto analgésicos, o sea que antes de mejorar empeorará. Le pondré una bomba de morfina.

– Gracias.

– Vuelvo enseguida.

Fue hacia la puerta. Mike pensó en otra cosa.

– ¿Enfermera?

Ella se volvió a mirarlo.

– ¿No hay algún policía que quiera hablar conmigo?

– ¿Disculpe?

– Me agredieron y, por lo que me ha dicho, me robaron. ¿No interesa eso a la policía?

Ella cruzó los brazos.

– ¿Y qué se creía? ¿Que estarían aquí esperando a que se despertara?

No le faltaba razón: como el médico de la tele.

Entonces Bertha añadió:

– La mayoría de la gente no quiere denunciar esta clase de cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

Ella volvió a fruncir el ceño.

– ¿Quiere que llame a la policía?

– Prefiero llamar a mi esposa primero.

– Sí -dijo ella-. Sí, yo también creo que es mejor.

Mike buscó el mando de la cama. El dolor le atravesó la caja torácica. Se le pararon los pulmones. Manoseó el mando y apretó el botón de arriba. Su cuerpo se curvó con la cama. Intentó incorporarse un poco más. Lentamente buscó el teléfono. Se lo llevó al oído. Todavía no estaba conectado.

Tia estaría aterrada.

¿Habría vuelto Adam ya a casa?

¿Quién le había agredido?

– ¿Señor Baye?

La enfermera Bertha estaba otra vez en la puerta.

– Doctor Baye -corrigió Mike.

– Oh, qué tonta, lo olvidé.

Mike no lo había dicho por pedantería, sino porque creía que hacer saber que eres médico en un hospital tiene que tener ventajas a la fuerza. Si a un policía le paran por exceso de velocidad, siempre le dice al otro policía cómo se gana la vida. Digamos que «daño no puede hacer».

– He encontrado a un agente que está aquí por otro asunto -dijo-. ¿Quiere hablar con él?

– Sí, gracias, pero ¿podría conectar el teléfono?

– Enseguida tendrá línea.

El agente uniformado entró en la habitación. Era un hombre bajito, hispano y con un bigote fino. Mike le echó treinta y pocos años. Se presentó como agente Gutiérrez.

– ¿De verdad quiere presentar una denuncia? -preguntó.

– Por supuesto.

Él también frunció el ceño.

– ¿Qué?

– Soy el agente que le trajo.

– Gracias.

– De nada. ¿Sabe dónde le encontramos?

Mike lo pensó un momento.

– Probablemente en aquel callejón, junto al club. No me acuerdo del nombre de la calle.

– Así es.

Miró a Mike y esperó. Mike por fin lo entendió.

– Sé lo que piensa -dijo Mike.

– ¿Qué pienso?

– Que una puta me la pegó.

– ¿Se la pegó?

Mike intentó encogerse de hombros.

– Veo mucho la tele.

– Bueno, no soy dado a sacar conclusiones, pero esto es lo que sé. Le encontraron en un callejón frecuentado por prostitutas. Tiene veinte o treinta años más que los habituales de los clubes de la zona. Está casado. Le asaltaron, le robaron y le pegaron una paliza, como he visto otras veces cuando a un tipo -dibujó unas comillas con los dedos- se la pega una puta o su chulo.

– No fui buscando prostitutas -dijo Mike.

– No, no, claro, seguro que fue por las vistas. Es un bonito lugar. Y no me haga hablar de las delicias de los aromas. Por mí no hace falta que se explique. Ya imagino el encanto.

– Estaba buscando a mi hijo.

– ¿En aquel callejón?

– Sí. Vi a un amigo suyo… -El dolor volvió. Ya se imaginaba cómo acabaría aquello. Tardaría mucho en explicarse. ¿Y después qué? ¿Qué descubriría aquel policía de todos modos?

Necesitaba hablar con Tia.

– Ahora mismo estoy sufriendo mucho -dijo Mike.

Gutiérrez asintió.

– Lo comprendo. Le dejo mi tarjeta. Llame si quiere seguir hablando o presentar una denuncia, ¿de acuerdo?

Gutiérrez dejó la tarjeta en la mesita y salió de la habitación. Mike no le hizo caso. Aguantó el dolor, cogió el teléfono y marcó el móvil de Tia.

18

Loren Muse miraba la cinta de vigilancia de la calle cercana adonde habían tirado el cadáver de la desconocida. Nada le llamó la atención, pero en realidad ¿qué se esperaba? A aquella hora pasaron varias docenas de vehículos por el aparcamiento. No se podía eliminar ninguna posibilidad. El cuerpo podía estar en el maletero del coche más pequeño.

Aun así siguió mirando y esperando y, cuando la cinta llegó al final, se llevó un gran chasco por las molestias.

Clarence llamó y asomó la cabeza otra vez.

– No te lo vas a creer, jefa.

– Te escucho.

– Primero, olvídate del hombre desaparecido. El tal Baye. ¿Sabes dónde estaba?

– ¿Dónde?

– En el hospital del Bronx. Su esposa estaba fuera por trabajo y él va y se hace atracar por una puta.

Muse hizo una mueca.

– ¿Un tipo de Livingston que busca una puta en aquella zona?

– Qué puedo decir, a algunos les gusta la escoria. Pero ésta no es la gran noticia. -Clarence se sentó sin ser invitado, lo que no era propio de él. Llevaba las mangas de la camisa arremangadas y en su cara carnosa había un indicio de sonrisa-. El Acura MDX de los Cordova sigue en el aparcamiento del hotel. La policía local abrió la puerta. Ella no estaba dentro. Así que retrocedí.

– ¿Retrocediste?

– Al último sitio donde sabemos que estuvo. El Palisades Mall. Es un centro comercial enorme y tienen un buen sistema de seguridad. Así que he llamado.

– ¿Al jefe de seguridad?

– Sí, y escucha esto: ayer, sobre las cinco, un hombre fue a decirles que había visto a una mujer con un Acura MDX ir a su coche, descargar unas compras, y después acercarse a una furgoneta blanca de un hombre, aparcada al lado. Dice que ella entró en la furgoneta, sin que la forzaran ni nada, pero que después se cerró la puerta. El hombre no pensó que pasara nada pero después llegó otra mujer y se metió en el Acura de la mujer. Y los dos coches se marcharon juntos.