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– Una cinta de seguridad de un edificio cercano al escenario del crimen de la desconocida. Los estaba mirando esta mañana, pensando que era una absoluta pérdida de tiempo. Pero ahora… -Muse tenía la cinta preparada. Apretó la tecla PLAY. Apareció una furgoneta blanca. Apretó PAUSA y la imagen se congeló.

Cope se acercó más.

– Una furgoneta blanca.

– Una furgoneta blanca Chevy, sí.

– Debe de haber millones de furgonetas blancas Chevy matriculadas en Nueva York y Nueva Jersey -dijo Cope-. ¿Se puede ver la matrícula?

– Sí.

– ¿Y puedo suponer que es la de la furgoneta que pertenece a la señora Kasner?

– No.

Cope arrugó los ojos.

– ¿No?

– No. Es un número completamente diferente.

– Entonces ¿qué es tan importante?

Muse señaló la pantalla.

– Esta matrícula, JYL-419, pertenece a un tal señor David Pulkingham de Armonk, Nueva York.

– ¿El señor Pulkingham también es propietario de una furgoneta blanca?

– Sí.

– ¿Podría ser nuestro hombre?

– Tiene setenta y tres años y no tiene antecedentes.

– ¿O sea que supones otro cambio de matrícula?

– Sí.

Clarence Morrow asomó la cabeza en el despacho.

– ¿Jefa?

– Sí.

Vio a Paul Copeland y se puso derecho como si fuera a saludar.

– Buenos días, señor fiscal.

– Hola, Clarence.

Clarence esperó.

– No pasa nada -dijo Muse-. ¿Qué tienes?

– Acabo de hablar con Helen Kasner.

– ¿Y qué?

– La he hecho salir a ver la matrícula. Tenías razón. Le habían cambiado la matrícula, pero ella no lo había notado.

– ¿Algo más?

– Sí, lo mejor. La matrícula que lleva ahora el coche. -Clarence señaló la furgoneta blanca de la pantalla-. Pertenece al señor David Pulkingham.

Muse miró a Cope, sonrió y levantó las manos al cielo.

– ¿Suficiente relación?

– Sí -dijo Cope-. Eso me sirve.

19

– Vamos -susurró Yasmin.

Jill miró a su amiga. El bigotito en la cara, el causante del problema, había desaparecido, pero por alguna razón Jill seguía viéndolo. La madre de Yasmin había acudido desde donde fuera que viviera ahora -en el sur, en Florida, quizá- y la había llevado a la consulta de un gran médico que le había aplicado electrólisis. Esto había mejorado su aspecto, pero no había ayudado a que la escuela fuera menos horrible.

Estaban sentadas a la mesa de la cocina. Beth, «novia de la semana» como la llamaba Yasmin, había intentado quedar bien con un sabroso desayuno de tortilla y salchichas, más las «legendarias tortitas» de Beth, pero las niñas habían pasado, con gran desilusión de Beth, y habían preferido panqueques congelados con virutas de chocolate.

– Bueno, chicas, que aproveche -dijo Beth con los dientes apretados-. Voy a sentarme fuera a tomar el sol.

En cuanto Beth salió por la puerta, Yasmin se levantó de la mesa y se acercó a la ventana panorámica. Beth no estaba a la vista. Yasmin miró a la izquierda, después a la derecha, y sonrió.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jill.

– Ven a ver -dijo Yasmin.

Jill se levantó y fue al lado de su amiga.

– Mira, en la esquina, detrás del árbol grande.

– No veo nada.

– Fíjate bien -dijo Yasmin.

Jill tardó un poco, pero finalmente vio algo gris y humeante y entendió a qué se refería Yasmin.

– ¿Beth está fumando?

– Sí. Se esconde detrás de un árbol y fuma.

– ¿Por qué se esconde?

– Quizá le preocupe fumar delante de dos jovencitas impresionables -dijo Yasmin con una sonrisa maliciosa-. O quizá no quiera que mi padre lo sepa. No soporta a los fumadores.

– ¿Te vas a chivar?

Yasmin sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Nos hemos chivado de todas, ¿no? -Hurgó en un bolso y Jill jadeó.

– ¿Es el bolso de Beth?

– Sí.

– No deberíamos curiosear.

Yasmin hizo una mueca y siguió hurgando.

Jill se acercó más y miró.

– ¿Algo interesante?

– No. -Yasmin lo dejó-. Ven, quiero enseñarte algo.

Dejó el bolso en la encimera y subió la escalera. Jill la siguió. Había una ventana en el baño del rellano. Yasmin orinó rápidamente. Jill también. Beth estaba detrás del árbol -ahora la veían con claridad- y chupaba el cigarrillo como si estuviera bajo el agua y por fin hubiera encontrado un salvavidas. Aspiraba con fuerza, cerrando los ojos, y las arrugas de su cara se suavizaban.

Yasmin se apartó sin decir nada. Hizo una señal a Jill para que la siguiera. Entraron en la habitación de su padre. Yasmin fue directamente a su mesita de noche y abrió el cajón.

Jill no estaba precisamente asombrada. De hecho, ésta era una de las cosas que tenían en común. A ambas les gustaba explorar. Todos los niños lo hacen más o menos, imaginaba Jill, pero en su casa su padre la llamaba «Harriet la Espía». Siempre estaba metiendo la nariz donde no debía. Cuando Jill tenía ocho años encontró unas fotos viejas en un cajón de su madre. Estaban escondidas detrás, bajo un montón de postales antiguas y pastilleros que había comprado en un viaje a Florencia en unas vacaciones de verano de la universidad.

En una foto había un chico que parecía de la edad de Jill -ocho o nueve años-. Estaba junto a una niña uno o dos años menor. Jill se dio cuenta inmediatamente de que la niña era su madre. Dio la vuelta a la foto. Alguien había escrito con una letra elegante: «Tia y Davey» y el año.

Nunca había oído hablar de ningún Davey. Pero aprendió algo. Su fisgoneo le había enseñado una valiosa lección. A los padres también les gusta tener secretos.

– Mira -dijo Yasmin.

Jill miró dentro del cajón. El señor Novak tenía una tira de condones encima.

– Puaf, qué asco.

– ¿Crees que los ha utilizado con Beth?

– No quiero ni pensarlo.

– ¿Y yo qué? Es mi padre.

Yasmin cerró el cajón y abrió el de abajo. De repente su voz se convirtió en un susurro.

– ¿Jill?

– ¿Qué?

– Echa un vistazo.

Yasmin metió la mano por debajo de unos jerséis viejos, una caja de metal, algunos calcetines, y se paró. Sacó algo fuera y sonrió.

Jill saltó hacia atrás.

– ¿Qué es…?

– Es una pistola.

– ¡Ya sé que es una pistola!

– Y está cargada.

– Guárdala. No me puedo creer que tu padre tenga un arma cargada.

– Como muchos padres. ¿Quieres que te enseñe cómo se le quita el seguro?

– No.

Pero Yasmin lo hizo de todas maneras. Las dos miraron el arma con respeto. Yasmin se la pasó a Jill. Primero Jill levantó la mano para rechazarla, pero algo de su forma y su color la cautivó. Se la puso en la palma de la mano. Se maravilló con su peso, con su frialdad, con su simplicidad.

– ¿Puedo decirte algo? -preguntó Yasmin.

– Claro.

– Prométeme que no lo dirás.

– Por supuesto que no lo diré.

– Cuando la encontré me imaginaba que la usaba para matar al señor Lewiston.

Jill dejó el arma con cuidado.

– Era como si lo viera. Entraba en la clase. La guardaba en la mochila. A veces pienso en esperar hasta después de clase, y dispararle cuando no haya nadie más, limpiar mis huellas de la pistola, y marcharme sin que nadie me vea. O iría a su casa… sé dónde vive, en West Orange, y le mataría allí y nadie sospecharía de mí. Y otras veces pienso en hacerlo en plena clase, cuando estén todos, para que lo vean todos los alumnos, y quizá también les dispararía a ellos, pero después enseguida pensé que no, que eso sería demasiado Columbine y yo no soy una gótica marginada.

– ¿Yasmin?

– ¿Sí?

– Me estás asustando.

Yasmin sonrió.

– Sólo fue una idea pasajera. Inofensiva. No pienso hacer nada de nada.