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Silencio.

– Pagará -dijo Jill-. Ya lo sabes, ¿no? ¿El señor Lewiston?

– Lo sé -dijo Yasmin.

Oyeron un coche que paraba en la entrada. El señor Novak había vuelto. Yasmin recogió el arma con calma, la dejó en el fondo del cajón, y lo ordenó todo como antes. Se tomó su tiempo, sin prisas, incluso cuando se abrió la puerta de la casa y oyó que su padre gritaba:

– ¿Yasmin? ¿Niñas?

Yasmin cerró el cajón, sonrió y fue hacia la puerta.

– Ya vamos, papá.

Tia no se molestó en recoger sus cosas.

En cuanto colgó después de hablar con Mike, bajó corriendo al vestíbulo. Brett todavía se frotaba los ojos de sueño, y sus cabellos despeinados le daban el aspecto de los que no tienen ninguna preocupación en el mundo. Se había ofrecido a acompañarla en coche al Bronx. La furgoneta de Brett estaba cargada con su equipo informático y olía a porros, pero él mantuvo el pie apretado sobre el acelerador. Tia se sentó a su lado y realizó algunas llamadas. Despertó a Guy Novak y le explicó rápidamente que Mike había tenido un accidente y le pidió que se quedara con Jill unas horas más. Él se había mostrado educadamente comprensivo y había aceptado inmediatamente.

– ¿Qué le digo a Jill? -preguntó Guy Novak.

– Dile sólo que ha surgido algo. No quiero que se preocupe.

– Entendido.

– Gracias, Guy.

Tia se puso a mirar fijamente la carretera como si eso pudiera hacer más corto el viaje. Intentó hacer conjeturas sobre lo sucedido. Mike le había dicho que había utilizado un GPS de móvil. Localizó a Adam en un extraño lugar del Bronx. Fue hasta allí, creyó haber visto al chico de los Huff y después lo habían agredido.

Adam seguía desaparecido, o quizá, como la última vez, sólo había decidido esfumarse durante un día o dos.

Llamó a casa de Clark. Habló también con Olivia. Ninguno de los dos había visto a Adam. Llamó a casa de los Huff, pero no contestaron. Durante la noche e incluso por la mañana, preparar la deposición la había mantenido parcialmente alejada del terror, al menos hasta que Mike había llamado del hospital. Se acabó. El miedo hizo su aparición y se había apoderado de ella. Se agitó en el asiento.

– ¿Cómo estás? -preguntó Brett.

– Bien.

Pero no estaba bien. No cesaba de recordar la noche en que Spencer Hill había desaparecido y se había suicidado. Recordaba haber recibido la llamada de Betsy… «¿Ha visto Adam a Spencer…?».

El pánico en la voz de Betsy. El miedo en estado puro. No era ansiedad. Estaba angustiada y, al final, se había justificado cada segundo de angustia.

Tia cerró los ojos. De repente le costaba respirar. Sintió que el pecho le dolía. Respiró hondo.

– ¿Quieres que abra una ventana? -preguntó Brett.

– Estoy bien.

Se serenó y llamó al hospital. Logró dar con el médico, pero no se enteró de nada que no supiera ya. A Mike le habían dado una paliza y le habían robado. Por lo que pudo deducir, un grupo de hombres había atacado a su marido en un callejón. Había sufrido una conmoción grave y había estado inconsciente varias horas, pero ahora estaba descansando cómodamente y se pondría bien.

Llamó a Hester Crimstein a casa. Su jefa expresó una moderada preocupación por el marido y el hijo de Tia y una gran preocupación por su caso.

– Tu hijo ya había huido una vez, ¿no? -preguntó Hester.

– Una vez.

– Pues probablemente es lo que ha vuelto ocurrir.

– Podría ser algo más.

– ¿Como qué? -preguntó Hester-. A ver, ¿a qué hora era la deposición?

– A las tres.

– Pediré un aplazamiento. Si no me lo conceden, tendrás que volver.

– Bromeas, ¿no?

– Por lo que me has dicho, aquí no puedes hacer nada. Puedes tener acceso telefónico todo el rato. Te dejaré el jet privado para que puedas salir de Teterboro.

– Estamos hablando de mi familia.

– Sí, y yo estoy hablando de que los dejes sólo unas pocas horas. No vas a hacer nada que los haga sentir mejor, sólo estar ahí. Por otra parte, yo tengo a un hombre inocente que puede acabar condenado a veinticinco años de cárcel si la fastidiamos.

Tia estaba deseando dimitir sin más, pero algo la contuvo y la calmó lo suficiente para decir:

– Veamos si nos conceden un aplazamiento.

– Volveré a llamarte.

Tia colgó, y miró el teléfono que tenía en la mano como si fuera una extraña excrecencia nueva. ¿Realmente todo aquello estaba pasando?

Cuando llegó a la habitación de Mike, Mo ya estaba allí. Él cruzó la habitación rápidamente, con los puños cerrados a los lados.

– Está bien -dijo Mo, en cuanto ella entró-. Acaba de dormirse.

Tia cruzó la habitación. Había dos camas más, ambas con pacientes. En aquel momento no tenían visitas. Cuando Tia vio la cara de Mike, sintió como si le hubieran clavado un bloque de cemento en el estómago.

– Oh, cielo santo…

Mo se puso detrás de ella y le colocó las manos en los hombros.

– Tiene peor aspecto de lo que es.

Tia esperaba que tuviera razón. No había imaginado qué esperar, pero ¿esto? Mike tenía el ojo derecho hinchado y cerrado. En una mejilla tenía un corte como de cuchilla de afeitar y en la otra le estaba saliendo un cardenal. Tenía el labio partido. Un brazo estaba bajo la manta, pero Tia podía ver dos grandes magulladuras en el otro antebrazo.

– ¿Qué le han hecho? -susurró.

– Están muertos -dijo Mo-. ¿Me has oído? Voy a localizarlos y no voy a darles una paliza, los voy a matar.

Tia puso una mano en el antebrazo de su marido. Su marido. Su precioso, guapo y fuerte marido. Se había enamorado de aquel hombre en Dartmouth. Había compartido la cama con él, había tenido hijos, le había elegido como compañero en la vida. No es algo en lo que pienses a menudo, pero es así. Eliges a un ser humano para compartir la vida, y es realmente aterrador cuando lo piensas. ¿Cómo había permitido que se distanciaran, ni que fuera un poco? ¿Cómo había permitido que la rutina se impusiera y no lo había intentado todo, en todos los segundos de su vida juntos, para que fuera aún mejor, aún más apasionada?

– Te quiero mucho -susurró.

Mike parpadeó y abrió los ojos. Tia también vio miedo en los de su marido, y quizá esto fue lo peor. En todo el tiempo que hacía que conocía a Mike, nunca le había visto tener miedo. Tampoco le había visto llorar. Suponía que sí lloraba, pero era de los que no lo mostraban. Quería ser el fuerte de la familia, por pasado de moda que sonara, y ella también lo quería así.

20

Dolly Lewiston vio pasar otra vez el coche por delante de su casa.

Redujo la velocidad. Como la otra vez. Y como la vez anterior.

– Es él otra vez -dijo.

Su marido, un profesor de quinto curso llamado Joe Lewiston, no levantó la cabeza. Estaba corrigiendo exámenes con una concentración un poco exagerada.

– ¿Joe?

– Te he oído, Dolly -dijo bruscamente-. ¿Qué quieres que haga?

– No tiene derecho a hacer esto. -Observó cómo el coche se alejaba disolviéndose en la distancia-. Quizá deberíamos llamar a la policía.

– ¿Y qué les decimos?

– Que nos está acosando.

– Pasa en coche por una calle. No es ilegal.

– Reduce la velocidad.

– Eso tampoco es ilegal.

– Puedes explicarles lo que pasó.

Él soltó una risita burlona, y siguió mirando los exámenes.

– Seguro que la policía se mostraría muy comprensiva.

– Nosotros también tenemos una hija.

De hecho, ella misma había estado viendo a la pequeña Allie, su hija de tres años, por el ordenador. La web de K-Little Gym permitía que vieras a tus hijos con una webcam desde tu casa -merendando, jugando a construcciones, leyendo, trabajando solos, cantando, todo- y así saber siempre cómo estaban. Por eso Dolly había elegido K-Little.