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Tia también sabía que no valía la pena discutir de esto con su marido, y tampoco le apetecía. Quería que se levantara de la cama y buscara a su hijo. Le haría más daño no hacer nada, y lo sabía.

Mo ayudó a Mike a sentarse. Tia le ayudó a vestirse. Tenía la ropa manchada de sangre. A Mike le daba igual. Se levantó. Estaban casi fuera de la habitación cuando Tia sintió que su móvil vibraba. Rogó que fuera Adam. No lo era.

Hester Crimstein no se molestó en saludar.

– ¿Sabes algo de tu hijo?

– Nada. La policía no hará nada porque le considera un fugado.

– ¿No lo es?

Esto hizo parar a Tia.

– No lo creo.

– Brett me ha dicho que le espiáis -dijo Hester.

Brett era un bocazas, pensó Tia. Qué bien.

– Vigilo su actividad en la red.

– Dilo como quieras.

– Adam no se fugaría de esta manera.

– Bueno, seguro que es la primera vez que una madre dice esto.

– Conozco a mi hijo.

– O esto -añadió Hester-. Malas noticias: no nos han dado el aplazamiento.

– Hester…

– Antes de que digas que no irás a Boston, escúchame. Ya tengo pedido un coche para recogerte. Está esperándote en la puerta del hospital.

– No puedo…

– Escúchame, Tia. Me lo debes. El chófer te llevará al aeropuerto de Teterboro, que no está lejos de tu casa. Tengo allí mi avión privado. Tienes móvil. Si surge algo, el chófer te acompañará. En el avión hay teléfono. Si te enteras de algo mientras estás en el avión, mi piloto puede llevarte en un tiempo récord. A lo mejor encuentran a Adam en Filadelfia, por decir algo. Te será útil tener un avión privado a tu disposición.

Mike miró a Tia inquisitivamente. Ella negó con la cabeza y le hizo señas para que se avanzaran. Así lo hicieron.

– Cuando llegues a Boston -siguió Hester-, haces la deposición. Si sucede algo durante la declaración, lo dejas inmediatamente y vuelves a casa con el avión privado. Es un vuelo de cuarenta y cinco minutos de Boston a Teterboro. Lo más probable es que tu hijo vuelva a casa contando cualquier excusa adolescente y que haya estado bebiendo con amigos. En cualquier caso, estarás en casa en cuestión de horas.

Tia se pellizcó el puente de la nariz.

– Lo que digo es lógico, ¿no?

– Lo es.

– Bien.

– Pero no puedo.

– ¿Por qué no?

– No podría concentrarme.

– Oh, menuda tontería. Ya sabes lo que quiero que hagas con esta deposición.

– Quieres que flirtee. Mi marido está en el hospital…

– Le han dado el alta. Lo sé todo, Tia.

– Bien, mi marido ha sido agredido y mi hijo sigue desaparecido. ¿De verdad crees que estaré a la altura de flirtear en una deposición?

– ¿A la altura? ¿A quién le importa si estás o no a la altura? Tienes que hacerlo y basta. Está en juego la libertad de una persona, Tia.

– Debes encontrar a otro.

Silencio.

– ¿Es tu última palabra? -preguntó Hester.

– Mi última palabra -dijo Tia-. ¿Esto va a costarme el trabajo?

– Hoy no -dijo Hester-. Pero sí pronto. Porque ahora ya sé que no puedo confiar en ti.

– Trabajaré para recuperar tu confianza.

– No la recuperarás. No soy de las que dan segundas oportunidades. Tengo demasiados abogados trabajando para mí que no las necesitarán nunca. Te devolveré al trabajo aburrido hasta que lo dejes. Lástima. Creo que tienes potencial.

Hester Crimstein colgó el teléfono.

Salieron del hospital. Mike seguía mirando a su mujer.

– ¿Tia?

– No quiero hablar de esto.

Mo los acompañó a casa.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Tia.

Mike se tragó un analgésico.

– Quizá deberías recoger a Jill.

– De acuerdo. ¿Adónde vas tú?

– Para empezar -dijo Mike- quiero tener una pequeña charla con el capitán Daniel Huff sobre por qué ha mentido.

21

– Este tal Huff es poli, ¿no? -dijo Mo.

– Sí.

– Por lo tanto, no se dejará intimidar fácilmente.

Ya habían aparcado frente a la casa de Huff, casi exactamente donde Mike estaba la noche anterior antes de que todo explotara encima de él. No escuchó a Mo. Fue hacia la puerta como una tromba. Mo le siguió. Mike llamó y esperó. Llamó al timbre y esperó un momento.

No respondió nadie.

Mike dio la vuelta hacia la parte de atrás. Aporreó también aquella puerta. No hubo respuesta. Miró dentro colocando las manos al lado de la cara. Ningún movimiento. Incluso probó si la puerta estaba abierta. Estaba cerrada.

– ¿Mike?

– Miente, Mo.

Volvieron al coche.

– ¿Adónde? -preguntó Mo.

– Déjame conducir.

– No. ¿Adónde?

– A la comisaría. Al trabajo de Huff.

Era cerca, a menos de un par de kilómetros. Mike pensó en aquella ruta, en el corto trayecto que Daniel Huff recorría casi cada día para ir a trabajar. Qué suerte tener el trabajo tan cerca. Mike pensó en las horas perdidas en el coche para cruzar el puente y después se preguntó por qué pensaba en algo tan idiota y se dio cuenta de que respiraba con dificultad y que Mo lo miraba por el rabillo del ojo.

– ¿Mike?

– ¿Qué?

– Tienes que mantener la cabeza fría.

Mike frunció el ceño.

– Mira quién habla.

– Sí, mira quién habla. Puedes regocijarte con la ironía de que apele a tu sentido común o puedes darte cuenta de que si abogo por la prudencia, tiene que haber una razón poderosa. No puedes entrar en una comisaría para enfrentarte a un agente sin un poco de preparación.

Mike no dijo nada. La comisaría era una antigua biblioteca reformada, en una colina y con un aparcamiento espantoso. Mo se puso a dar vueltas buscando una plaza.

– ¿Me has oído?

– Sí, Mo, te he oído.

Había plazas vacías delante.

– Déjame dar la vuelta hasta el aparcamiento de atrás.

– No tenemos tiempo -dijo Mike-. Yo me encargo de esto.

– Ni hablar.

Mike lo miró.

– Por Dios, Mike, tienes una pinta horrible.

– Si quieres hacerme de chófer, bien. Pero no eres mi canguro, Mo. Déjame aquí. De todos modos necesito hablar a solas con Huff. Tú le pondrías sobre aviso. Sólo puedo enfocarlo como una charla de padre a padre.

Mo paró el coche.

– Recuerda lo que acabas de decir.

– ¿Qué?

– Padre a padre. Él también es padre.

– ¿Y qué?

– Piénsalo.

Al levantarse Mike sintió dolor en las costillas. El dolor físico era algo curioso. Él tenía el umbral del dolor alto, y lo sabía. A veces incluso le parecía un consuelo. Le gustaba sentir dolor después de entrenarse a fondo. Le gustaba conseguir que le dolieran los músculos. Sobre el hielo, los demás intentaban intimidarte con fuertes entradas, pero a él le producían el efecto contrario. Cuando Mike recibía un buen golpe le salía el punto desafiante.

Esperaba que la comisaría estuviera tranquila. Sólo había estado en una ocasión, para pedir permiso para dejar el coche en la calle por la noche. Según las ordenanzas del pueblo era ilegal aparcar el coche en la calle a partir de las dos de la noche, pero estaban asfaltando su entrada y tuvo que ir a pedir permiso para dejar los coches fuera toda una semana. Entonces sólo había un policía en recepción y todas las demás mesas estaban vacías. En cambio ese día había al menos quince policías y todos en plena actividad.

– Buenos días.

El agente uniformado parecía demasiado joven para estar en la recepción. Tal vez éste era otro ejemplo de cómo nos influía la televisión, pero Mike siempre esperaba encontrar a un veterano curtido trabajando de cara al público, como el tipo que siempre decía a los demás «cuidaos ahí fuera» en Hill Street Blues. Ese chico parecía tener doce años. Él también miraba a Mike sin disimular la sorpresa y señalando su cara.