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– ¿Está aquí por esas magulladuras?

– No -dijo Mike.

Los demás agentes no paraban. Se pasaban papeles, se llamaban unos a otros y aguantaban teléfonos entre la cara y el cuello.

– He venido a ver al agente Huff.

– ¿Se refiere al capitán Huff?

– Sí.

– ¿Puedo preguntar de qué asunto se trata?

– Dígale que soy Mike Baye.

– Como ve, estamos bastante ocupados ahora mismo.

– Lo veo -dijo Mike-. ¿Ha pasado algo gordo?

El joven policía le miró expresivamente, como diciendo que no le concernía. Mike oyó algún comentario sobre un coche aparcado en un aparcamiento de un hotel Ramada, pero nada más.

– ¿Por qué no se sienta mientras intento localizar al capitán Huff?

– Claro.

Mike se sentó en un banco. A su lado había un hombre trajeado, rellenando un formulario. Uno de los policías gritó:

– Ya hemos interrogado a todo el personal. Nadie recuerda haberla visto.

Mike se preguntó vagamente de qué estarían hablando, pero sólo para intentar calmarse.

Huff había mentido.

Mike no dejó de mirar al joven agente. Cuando el chico colgó, miró a Mike y éste supo que no iba a darle buenas noticias.

– ¿Señor Baye?

– Doctor Baye -corrigió Mike. Esta vez puede que pareciera arrogante, pero a veces la gente trataba de otro modo a los médicos. No siempre. Pero a veces sí.

– Doctor Baye. Lo siento, pero esta mañana estamos muy ocupados. El capitán me ha pedido que le diga que le llamará en cuanto pueda.

– No puede ser -dijo Mike.

– ¿Disculpe?

La comisaría era un espacio bastante abierto. Había una separación de quizá un metro de altura -¿por qué las tienen todas las comisarías? ¿A quién va a detener eso?- con una puertecita oscilante. Hacia el fondo, Mike veía una puerta que decía CAPITÁN en letras grandes. Caminó rápidamente, provocándose toda clase de dolores en sus costillas y su cara. Pasó de largo de la recepción.

– ¿Señor?

– No se moleste, conozco el camino.

Abrió el pestillo y se encaminó apresuradamente hacia el despacho del capitán.

– ¡Deténgase inmediatamente!

Mike no creía que el chico disparara, así que siguió caminando. Estaba frente a la puerta antes de que nadie lo interceptara. Cogió la manilla y la giró. No estaba cerrada. Abrió la puerta.

Huff estaba en su mesa hablando por teléfono.

– ¿Qué coño…?

El agente joven de la recepción le siguió rápidamente, preparado para hacer un placaje, pero Huff le hizo un gesto para que se marchara.

– Tranquilo.

– Lo siento, capitán. Se ha colado.

– No te preocupes. Cierra la puerta, por favor.

El chico no parecía contento, pero obedeció. Una de las paredes era de cristal. Se quedó al otro lado mirando. Mike le miró furiosamente y después volvió su atención a Huff.

– Mentiste -dijo.

– Estoy ocupado, Mike.

– Vi a tu hijo antes de que me agredieran.

– No, no lo viste. Estaba en casa.

– Tonterías.

Huff no se puso de pie. No invitó a Mike a sentarse. Unió las manos detrás de la cabeza y se echó hacia atrás.

– En serio que ahora no tengo tiempo.

– Mi hijo estaba en tu casa. Después se fue al Bronx.

– ¿Cómo lo sabes, Mike?

– El móvil de mi hijo tiene un GPS.

Huff arqueó las cejas.

– Vaya.

Seguramente ya lo sabía. Sus colegas de Nueva York se lo habrían dicho.

– ¿Por qué mientes sobre esto, Huff?

– ¿Qué precisión tiene ese GPS?

– ¿Qué?

– Puede que no estuviera nunca con DJ. Puede que estuviera en casa de un vecino. Los Luberkin viven dos casas más abajo. O quién sabe, puede que estuviera en casa antes de que llegara yo. O quizá estaba por allí cerca y pensaba entrar, pero cambió de idea.

– ¿Hablas en serio?

Llamaron a la puerta. Otro policía asomó la cabeza.

– Ha llegado el señor Cordova.

– Llévalo a la sala A -dijo Huff-. Iré enseguida.

El policía asintió y cerró la puerta. Huff se levantó. Era alto, y llevaba los cabellos peinados hacia atrás. Normalmente tenía la actitud calmosa típica de los policías, como cuando se habían encontrado frente a su casa la noche anterior. Todavía la tenía, pero el esfuerzo de mantenerla parecía estarlo consumiendo. Miró a Mike a los ojos. Mike no apartó la mirada.

– Mi hijo estuvo en casa toda la noche.

– Es mentira.

– Ahora debo irme. No pienso volver a hablar de esto contigo.

Se dirigió a la puerta, pero Mike se puso en medio.

– Necesito hablar con tu hijo.

– Apártate de mi camino, Mike.

– No.

– Tu cara.

– ¿Qué pasa?

– Diría que ya te han cascado bastante -dijo Huff.

– ¿Quieres ponerme a prueba?

Huff no dijo nada.

– Vamos, Huff. Ya estoy machacado. ¿Quieres volver a probar?

– ¿Volver?

– Quizá estabas allí.

– ¿Qué?

– Tu hijo estaba. Eso lo sé. Hagámoslo. Pero esta vez cara a cara. Uno contra uno. No un grupo de tíos agrediéndome cuando no me lo espero. Venga. Deja el arma y cierra la puerta de tu despacho. Di a tus colegas que nos dejen tranquilos. Veamos si eres tan duro como finges ser.

Huff sonrió a medias.

– ¿Crees que eso te ayudará a encontrar a tu hijo?

Y entonces fue cuando Mike lo entendió, lo que le había dicho Mo. Él había hablado de pelear cara a cara y uno contra uno, pero lo que habría debido decir era lo que Mo había dicho: de padre a padre. Aunque recordarle esto a Huff no serviría de nada. Más bien al contrario. Mike intentaba salvar a su hijo y Huff hacía exactamente lo mismo. A Mike no le importaba nada DJ Huff y a Huff no le importaba nada Adam Baye.

Los dos estaban decididos a proteger a sus hijos. Huff pelearía para defenderlo. Ganara o perdiera, Huff no abandonaría a su hijo. Lo mismo que los demás padres -los de Clark o los de Olivia o cualquier otro- y éste había sido el error de Mike. Él y Tia estaban hablando con adultos que lanzarían una granada para proteger a su carnada. Lo que necesitaban hacer era esquivar a los centinelas paternos.

– Adam ha desaparecido -dijo Mike.

– Lo comprendo.

– He hablado de esto con la policía de Nueva York. Pero ¿con quién hablo aquí para que me ayude a encontrar a mi hijo?

– Dile a Cassandra que la echo de menos -susurró Nash.

Y entonces, por fin, se acabó para Reba Cordova.

Nash fue a las unidades de almacenaje de U-Store-it de la Ruta 15, en el condado de Sussex.

Colocó la furgoneta con la parte trasera frente a la puerta del pequeño almacén tipo garaje. Había oscurecido. No había nadie a la vista y tampoco había nadie mirando. Nash había metido el cuerpo en un cubo de basura en previsión de la remota posibilidad de que alguien estuviera observando. Los almacenes eran estupendos para estas cosas. Recordaba haber leído sobre un secuestro en que los raptores habían tenido a su víctima encerrada en una de estas unidades. La víctima murió ahogada accidentalmente. Pero Nash conocía también otras historias, y algunas de ellas ponían los pelos de punta. Ves los pósteres de los desaparecidos, te preguntas qué habrá sido de ellos, de esos niños en los cartones de leche, de las mujeres que salieron un día de su casa tan contentas, y a veces, más a menudo de lo que te gustaría, están atados y amordazados e incluso con vida en lugares como éste.

Nash sabía que los policías creían que los delincuentes seguían una pauta concreta. Era posible -la mayoría de criminales eran idiotas-, pero Nash hacía todo lo contrario. Había pegado a Marianne para que no la reconocieran, pero esta vez no había tocado la cara de Reba. En parte fue por pura logística. Sabía que podía ocultar la identidad de Marianne. Pero no la de Reba. Para entonces su marido seguramente había denunciado la desaparición. Si hallaban un nuevo cadáver, aunque estuviera ensangrentado y machacado, la policía se daría cuenta de que las probabilidades de que fuera el de Reba Cordova eran elevadas.