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– No puedes hacer eso, Tia.

– No, escúchame. Si tuvieran que empezar de nuevo, si Spencer estuviera vivo, ¿no crees que desearían haberlo vigilado más de cerca?

Spencer Hill, un compañero de clase de Adam, se había suicidado hacía cuatro meses. Fue aterrador, evidentemente, y había afectado mucho a Adam y a sus compañeros. Mike se lo recordó a Tia.

– ¿No crees que esto puede explicar el comportamiento de Adam?

– ¿El suicidio de Spencer?

– Por supuesto.

– Hasta un cierto punto, sí. Pero tú sabes que ya estaba cambiando. Esto sólo ha acelerado las cosas.

– Podría ser que dándole un poco de tiempo…

– No -dijo Tia, en un tono que cerraba toda posibilidad de debate-. Esa tragedia puede que haga más comprensible el comportamiento de Adam, pero no lo hace menos peligroso. En realidad, todo lo contrario.

Mike se lo pensó.

– Deberíamos decírselo -dijo.

– ¿Qué?

– Decirle que estamos vigilando su comportamiento en la red.

Ella hizo una mueca.

– ¿Para qué?

– Para que sepa que le vigilamos.

– Esto no es como ponerte un coche patrulla detrás para que no corras.

– Es exactamente esto.

– Entonces hará lo mismo pero en casa de un amigo o utilizará un cibercafé o vete a saber.

– ¿Y qué? Tenemos que decírselo. Adam introduce sus pensamientos íntimos en ese ordenador.

Tia dio un paso adelante y le puso una mano en el pecho. Incluso ahora, después de tantos años, su contacto seguía produciendo efecto en él.

– Está metido en algún lío, Mike -dijo-. ¿Es que no lo ves? Tu hijo tiene problemas. Puede que beba o que tome drogas o quién sabe qué. Deja de esconder la cabeza bajo el ala.

– No escondo la cabeza en ninguna parte.

La voz de Tia era casi suplicante.

– Tú quieres el camino fácil. ¿Qué esperas? ¿Que Adam lo supere con el tiempo?

– No es lo que estoy diciendo. Pero piénsalo bien. Esto es tecnología nueva. Él pone sus pensamientos y emociones secretas aquí dentro. ¿Te habría gustado que tus padres lo supieran todo de ti?

– Ahora el mundo es diferente -dijo Tia.

– ¿Estás segura de esto?

– ¿Qué mal hacemos? Somos sus padres. Queremos lo mejor para él.

Mike volvió a sacudir la cabeza.

– No querrás saber todos los pensamientos de una persona -dijo-. Hay cosas que es mejor que sean privadas.

Ella le cogió la mano.

– ¿Te refieres a un secreto?

– Sí.

– ¿Estás diciendo que todos tienen derecho a tener secretos?

– Por supuesto que lo tienen.

Ella le miró de una forma curiosa y a él no le gustó.

– ¿Tienes secretos? -preguntó ella.

– No me refería a mí.

– ¿Tienes secretos que no me cuentas? -insistió Tia.

– No. Pero tampoco quiero que conozcas todos mis pensamientos.

– Y yo no quiero que tú conozcas los míos.

Los dos se detuvieron aquí, antes de que ella se echara un poco hacia atrás.

– Pero si he de elegir entre proteger a mi hijo o respetar su intimidad -dijo Tia-, pienso protegerlo.

La discusión -Mike no quería clasificarla de pelea- duró un mes. Mike intentó volver a ganarse a su hijo. Invitó a Adam al centro comercial, al salón recreativo, incluso a conciertos. Adam rechazó todas sus invitaciones. Estaba fuera de casa a todas horas, por mucho que le pusieran una hora límite de llegada. Dejó de presentarse a la hora de la cena. Sus notas se resintieron. Lograron que fuera a una visita con un terapeuta, quien consideró que podía tratarse de una depresión. Propuso que se le medicara, pero primero quería volver a ver a Adam. Él se negó de plano.

Cuando insistieron para que volviera a ver al terapeuta, Adam estuvo fuera de casa dos días. No contestaba al móvil. Mike y Tia estaban fuera de sí. Al final resultó que se había escondido en casa de unos amigos.

– Le estamos perdiendo -había insistido Tia.

Y Mike no dijo nada.

– Al fin y al cabo, sólo somos los cuidadores, Mike. Los tenemos un tiempo y después se van a vivir su vida. Quiero que siga con vida y sano hasta que le dejemos marchar. El resto será cosa de él.

Mike asintió.

– De acuerdo, entonces.

– ¿Estás seguro? -preguntó Tia.

– No.

– Yo tampoco. Pero no dejo de pensar en Spencer Hill.

Mike volvió a asentir.

– ¿Mike?

Él la miró y ella le sonrió a su manera maliciosa, la sonrisa que él había visto por primera vez un día frío de otoño en Dartmouth. Aquella sonrisa se había incrustado en el corazón de Mike y había permanecido allí.

– Te quiero -dijo Tia.

– Yo también te quiero.

Y después de esto decidieron que espiarían a su hijo mayor.

3

Al principio no había habido ningún mensaje instantáneo o correo realmente dañino o sospechoso. Pero esto cambió de repente tres semanas después.

Sonó el intercomunicador en el cubículo de Tia.

– Ven a mi oficina enseguida -dijo una voz áspera.

Era Hester Crimstein, la gran jefa de su bufete. Hester siempre convocaba a sus subordinados personalmente, nunca lo delegaba a su ayudante. Y siempre parecía un poco mosqueada, como si ya tuvieras que saber que deseaba verte y debieras materializarte mágicamente sin hacerle perder el tiempo a ella con el intercomunicador.

Hacía seis meses, Tia había vuelto a trabajar de abogada para el bufete de abogados de Burton y Crimstein. Burton había muerto hacía años. Crimstein, la afamada y muy temida abogada Hester Crimstein, estaba muy viva y en forma. Era internacionalmente conocida como especialista en temas penales e incluso tenía un programa propio en el canal de telerrealidad truTV con el ingenioso nombre de Crimstein contra el Crimen.

Hester Crimstein gritó por el intercomunicador con su brusquedad habituaclass="underline"

– ¡Tia!

– Voy.

Tia guardó el informe de E-SpyRight en el cajón de arriba y bajó por el pasillo de despachos acristalados con vistas a un lado, el de los socios séniores, y cubículos sin ventilación al otro. Burton y Crimstein tenía un sistema de castas con una soberana al mando. Había socios séniores, sin duda, pero Hester Crimstein no permitía que ninguno de ellos añadiera su nombre a la cabecera.

Tia llegó al espacioso despacho de la esquina. La ayudante de Hester apenas levantó la cabeza cuando ella pasó por delante. La puerta del despacho de Hester estaba abierta. Casi siempre lo estaba. Tia se paró y golpeó la pared junto a la puerta.

Hester paseaba arriba y abajo. Era una mujer menuda, pero no parecía pequeña. Parecía compacta y fuerte y más bien peligrosa. A Tia no le parecía que paseara en realidad, sino que acechara. Desprendía calor, una sensación de poder.

– Necesito que hagas una deposición en Boston el sábado -dijo sin preámbulos.

Tia entró en el despacho. Los cabellos de Hester siempre estaban encrespados y los llevaba teñidos de un color rubio apagado. Lograba dar la sensación de estar al mismo tiempo hostigada y totalmente serena. Algunas personas exigen atención, Hester Crimstein era como si te agarrara de las solapas, te sacudiera y te obligara a mirarla a los ojos.

– Claro, por supuesto -dijo Tia-. ¿De qué caso?

– Beck.

Tia lo conocía.

– Éste es el expediente. Llévate al especialista en informática. El chico de la postura espantosa y los tatuajes que dan pesadillas.

– Brett -dijo Tia.

– Sí, ése. Quiero que revise el ordenador personal de este hombre.

Hester le entregó el expediente y siguió paseando.

Tia lo miró.

– Es el testigo del bar, ¿no?

– Así es. Coge un avión mañana. Vete a casa y estúdialo.

– De acuerdo, como quieras.

Hester paró de caminar.

– ¿Tia?

Tia estaba hojeando el expediente. Intentaba centrarse en el caso, en Beck, en la deposición y en la posibilidad de ir a Boston. Pero el maldito informe de E-SpyRight no paraba de darle la lata. Miró a su jefa.