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Ésa había sido su esposa. Él no había sido bastante fuerte para retenerla. Bueno, eso era una cosa.

Pero ahora estaban hablando de su hija.

Yasmin. Su preciosa hija. La única cosa viril que había hecho en toda su vida. Tener una hija. Educarla. Ser su cuidador principal.

¿Protegerla no era su obligación principal?

Buen trabajo, Guy.

Y ahora no era bastante hombre para luchar por ella. ¿Qué habría dicho el padre de Guy de haberlo sabido? Se habría reído y le habría mirado con una expresión que le habría hecho sentirse inútil. Le habría llamado miedica porque si le hubieran hecho algo así a alguien del entorno del viejo, George Novak le habría partido la cara.

Esto era lo que Guy deseaba hacer fervientemente.

Bajó del coche y subió por el paseo. Llevaba doce años viviendo allí. Recordaba cuando llevó a su ex de la mano al acercarse a la casa por primera vez, y la manera en que ella le sonreía. ¿Entonces ya se estaba acostando con otros sin que él lo supiera? Probablemente. Después de que se marchara, Guy se pasó años preguntándose si Yasmin sería realmente su hija. Intentaba apartar ese pensamiento, intentaba convencerse de que no importaba, intentaba ignorar la duda que lo consumía. Pero al final no pudo soportarlo más. Dos años atrás, Guy solicitó una prueba de paternidad con discreción. Tardó tres espantosas semanas en tener los resultados, pero al final valió la pena.

Yasmin era su hija.

Esto también podía sonar penoso, pero saber la verdad le hizo mejor padre. Se aseguró de que fuera feliz. Puso las necesidades de su hija por encima de las suyas. Amaba a Yasmin y la cuidaba y nunca la despreciaba como había hecho su padre con él.

Pero no la había protegido.

Se paró a mirar su casa. Si iba a ponerla en venta, no le iría mal una mano de pintura. También sería necesario recortar los setos.

– ¡Hola!

La voz de la mujer era desconocida. Guy se volvió y entornó los ojos, deslumbrado. Se quedó de piedra al ver a la esposa de Lewiston bajando de un coche. La mujer tenía la cara contorsionada de rabia. Se dirigió hacia él.

Guy se quedó quieto.

– ¿Qué cree que está haciendo -dijo ella-, pasando frente a mi casa?

Guy, que nunca había sido bueno con las respuestas ingeniosas, contestó:

– Estamos en un país libre.

Dolly Lewiston no se detuvo. Se lanzó sobre él con tal rapidez que Guy temió que fuera a pegarle. De hecho, levantó las manos y retrocedió un paso. El enclenque patético de siempre. Atemorizado no sólo por defender a su hija, sino también por la esposa de su torturador.

La mujer se paró y agitó un dedo ante su cara.

– No se acerque a mi familia, ¿entendido?

Guy tardó un momento en reaccionar.

– ¿Sabe lo que le hizo su marido a mi hija?

– Cometió un error.

– Se burló de una niña de once años.

– Sé lo que hizo. Fue una estupidez. Lo siente mucho. No tiene idea de cuánto.

– Ha hecho de la vida de mi hija un infierno.

– ¿Y qué quiere? ¿Hacer lo mismo con la nuestra?

– Su marido debería dimitir -dijo Guy.

– ¿Por una metedura de pata?

– Le ha robado la infancia a Yasmin.

– Se está poniendo melodramático.

– ¿De verdad no se acuerda de lo que era ser el niño del que todos se burlan cada día? Mi hija era feliz. No perfecta, eso no. Pero era feliz. Y ahora…

– Mire, lo siento, de verdad. Pero quiero que no se acerque a mi familia.

– Si le hubiera pegado, si la hubiera abofeteado o algo así, se habría marchado, ¿no? Lo que le hizo a Yasmin fue peor.

Dolly Lewiston hizo una mueca.

– ¿Habla en serio?

– No pienso olvidarlo.

Ella dio un paso más. Esta vez Guy no retrocedió. Sus caras estaban quizá a un palmo y medio de distancia, no más. La voz de ella se convirtió en un susurro.

– ¿De verdad cree que un insulto es lo peor que le puede pasar?

Él abrió la boca pero no le salió nada.

– Está acosando a mi familia, señor Novak. A mi familia. A las personas que amo. Mi marido cometió un error. Se disculpó. Pero usted sigue queriendo atacarnos. Y si es así, nos defenderemos.

– Si se refiere a una demanda…

Ella soltó una risita.

– Oh, no -dijo ella, todavía en un susurro-. No hablo de juicios.

– ¿De qué entonces?

Dolly Lewiston ladeó la cabeza a la derecha.

– ¿Alguna vez le han agredido físicamente, señor Novak?

– ¿Es una amenaza?

– Es una pregunta. Ha dicho que lo que hizo mi marido era peor que una agresión física. Se lo aseguro, señor Novak. No lo es. Conozco a gente. Si hablo con ellos, si menciono que alguien intenta hacerme daño, vendrán aquí una noche mientras duerme. Mientras su hija duerme.

A Guy se le secó la boca. Intentó impedir que las rodillas se le volvieran de goma.

– Esto sí suena a amenaza, señora Lewiston.

– No lo es. Es un hecho. Si quiere atacarnos, no nos quedaremos de brazos cruzados. Iré a por usted con todas mis armas. ¿Me comprende?

Él no contestó.

– Hágase un favor, señor Novak. Preocúpese de cuidar a su hija, y deje en paz a mi marido. Olvídelo.

– No lo haré.

– Entonces el sufrimiento apenas ha empezado.

Dolly Lewiston se volvió y se marchó sin decir nada más. Guy Novak sintió que le fallaban las piernas. Se quedó quieto viendo cómo ella subía al coche y se marchaba. Ella no miró atrás, pero él podía ver que sonreía.

«Está loca», pensó Guy.

Pero ¿significaba esto que debía olvidarlo? ¿No lo había hecho toda su vida? ¿No era éste el problema desde el principio: que era un hombre que se dejaba avasallar?

Abrió la puerta de la casa y entró.

– ¿Va todo bien?

Era Beth, su última novia. Se esforzaba demasiado para agradar. Todas lo hacían. Había tal escasez de hombres en su franja de edad que todas se esforzaban mucho por agradar y no parecer desesperadas y ninguna de ellas conseguía disimularlo del todo. Era lo que tenía la desesperación. Podías intentar disimularla, pero su olor lo impregnaba todo.

Guy deseaba poder pasar de esto. Deseaba que las mujeres también pudieran pasar de esto, y que llegaran a verle. Pero las cosas estaban así y todas sus relaciones se quedaban a un nivel superficial. Las mujeres deseaban más. Intentaban no ser insistentes y sólo esto ya parecía insistente. Las mujeres eran cuidadoras. Querían acercarse. Él no. Pero de todos modos aguantaban hasta que él rompía con ellas.

– Todo va bien -dijo Guy-. Siento haber tardado tanto.

– No te preocupes.

– ¿Las niñas están bien?

– Sí. La madre de Jill ha venido a recogerla. Yasmin está en su habitación.

– De acuerdo. Bien.

– ¿Tienes hambre, Guy? ¿Quieres que te prepare algo de comer?

– Sólo si tú también comes.

Beth se animó un poco y por algún motivo esto le hizo sentir culpable. Las mujeres con las que salía le hacían sentir al mismo tiempo inútil y superior. De nuevo, lo consumieron los sentimientos de auto odio.

Ella se acercó y le besó en la mejilla.

– Ve a descansar y yo prepararé algo.

– Perfecto, sólo tengo que echar un vistazo a mi correo.

Pero cuando Guy encendió el ordenador sólo tenía un mensaje nuevo. Venía de una cuenta anónima de Hotmail y el breve mensaje le heló la sangre en las venas.

Hazme caso, por favor. Tienes que esconder mejor tu pistola.

Tia casi deseaba haber aceptado la oferta de Hester Crimstein. Estaba en casa preguntándose si alguna vez se había sentido más inútil en toda su vida. Llamó a los amigos de Adam, pero nadie sabía nada. El miedo la volvía loca. Jill, que no era tonta cuando se trataba de sus padres, sabía que pasaba algo muy malo.