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– ¿Dónde está Adam, mamá?

– No lo sabemos, cielo.

– He llamado a su móvil -dijo Jill-. Pero no contesta.

– Lo sé. Le estamos buscando.

Miró a su hija a los ojos. Era tan madura. El segundo hijo crece de una forma muy diferente al primero. Se protege exageradamente al primero. Vigilas todos sus pasos. Crees que cada una de sus respiraciones forma parte de un plan divino. La tierra, la luna, las estrellas, el sol, todo gira en torno a tu primogénito.

Tia pensó en secretos, en pensamientos y miedos íntimos, y en cómo había intentado descubrir los de sus hijos. Se preguntó si la desaparición confirmaría que había estado en lo cierto o se equivocaba. Todos tenemos problemas, lo sabía. Tia tenía problemas de ansiedad. Obligaba a los niños a ponerse casco cuando practicaban cualquier deporte y gafas también, si hacía falta. Esperaba en la parada de autobús hasta que habían subido, incluso ahora que Adam era demasiado mayor para tratarlo así y no se lo habría permitido, así que se escondía y observaba. No le gustaba que cruzaran calles con mucho tráfico o fueran al centro de la ciudad con la bici. No le gustaba dejar que otros los acompañaran a la escuela porque las otras madres podían no ser conductoras tan prudentes como ella. Escuchaba todas las historias de tragedias infantiles: accidentes de coche, ahogamientos en piscinas, secuestros, accidentes aéreos, todo. Escuchaba y después se iba a casa y lo buscaba en la red y leía todos los artículos que encontraba y, aunque Mike suspirara e intentara tranquilizarla hablando de probabilidades para demostrarle que su ansiedad no tenía fundamento, no le servía de nada.

Las probabilidades escasas seguían afectando a alguien. Y ahora le estaba sucediendo a ella.

¿Realmente tenía un problema de ansiedad o Tia estaba en lo cierto desde el comienzo?

De nuevo sonó el teléfono de Tia y ella lo cogió rápidamente, esperando con todas sus fuerzas que fuera Adam. No era él. El número estaba oculto.

– ¿Diga?

– ¿Señora Baye? Soy la detective Schlich.

La policía alta del hospital. Otra vez la asaltó el miedo. Crees que dejarás de sentir más dolor, pero las puñaladas nunca te aturden del todo.

– Sí.

– Han encontrado el teléfono de su hijo en un contenedor, no muy lejos de donde atacaron a su marido.

– Entonces ¿estuvo allí?

– Bueno, sí, ya es lo que creíamos.

– Y alguien le robó el teléfono.

– Ésta es otra cuestión. La razón más plausible para tirar el móvil es que alguien, probablemente su hijo, vio a su marido allí y se dio cuenta de que le habían seguido.

– Pero no lo puede saber.

– No, señora Baye. No lo puedo saber.

– ¿Esto hará que se tomen más en serio el caso?

– Siempre lo hemos tomado en serio -dijo Schlich.

– Ya sabe a qué me refiero.

– Sí. Mire, a esa calle la llamamos Callejón del Vampiro porque no hay nadie durante el día. Nadie. Así que esta noche, cuando abran los clubes y los bares, iremos y haremos algunas preguntas.

Faltaban horas para la noche.

– Si surge algo más, se lo comunicaremos.

– Gracias.

Tia estaba colgando el teléfono cuando vio el coche que paraba en su entrada. Se acercó a la ventana y vio a Betsy Hill, la madre de Spencer, bajando del vehículo y dirigiéndose a la puerta.

Ilene Goldfarb se despertó temprano aquella mañana y encendió la cafetera. Se puso la bata y las zapatillas y salió fuera a recoger el periódico. Su marido, Herschel, seguía durmiendo. Su hijo, Hal, había llegado tarde como corresponde a un adolescente en el último año de instituto. Hal ya había sido aceptado en Princeton, su alma máter. Había trabajado mucho para entrar allí. Ahora se divertía y a ella le parecía estupendo.

El sol de la mañana calentaba la cocina. Ilene se sentó en su silla favorita y recogió las piernas bajo el cuerpo. Apartó las revistas médicas. Las había a montones. No sólo era una cirujana de trasplantes famosa, sino que su marido era considerado el primer cardiólogo del norte de Nueva Jersey, y ejercía en el Valley Hospital de Ridgewood.

Ilene se tomó el café y leyó el periódico. Pensó en los placeres sencillos de la vida y en las pocas veces que se los permitía. Pensó en Herschel, arriba, en lo guapo que era cuando se conocieron en la facultad, cómo habían sobrevivido a los horarios inhumanos y a los rigores de la facultad, el internado, la residencia, la especialidad, el trabajo. Pensó en sus sentimientos hacia él, y en cómo se habían serenado con los años en algo que para ella era reconfortante, en que Herschel había querido hablar con ella hacía poco para insinuar una «separación de prueba» ahora que Hal estaba a punto de abandonar el nido.

– ¿Qué nos queda? -Había preguntado Herschel, abriendo expresivamente las manos-. ¿Cuando piensas en nosotros como pareja, qué nos queda, Ilene?

Sola en la cocina, a pocos metros de donde su esposo desde hacía veinticuatro años le había hecho la pregunta, todavía sentía resonar sus palabras.

Ilene se había esforzado mucho y había trabajado como una loca, había ido a por todas, y lo había conseguido: una carrera increíble, una familia maravillosa, una casa grande, el respeto de colegas y amigos. Ahora su marido se preguntaba qué les quedaba.

¿Qué? El descenso había sido tan suave, tan gradual, que ella no había llegado a verlo. O no había querido verlo. O simplemente no había deseado más. ¿Cómo saberlo?

Miró hacia la escalera. Se sintió tentada de subir en ese preciso momento, meterse en la cama con Herschel y hacer el amor durante horas, como solían hacer hacía muchos años, y eliminar ese «qué nos queda» de su cabeza. Pero no logró levantarse. No podía. Así que leyó el periódico, tomó café y se secó los ojos.

– Hola, mamá.

Hal abrió la nevera y bebió directamente del envase de zumo de naranja. En otro momento Ilene le habría reprendido -lo había intentado durante años-, pero la verdad era que Hal era el único que bebía zumo de naranja y que se desperdiciaba demasiado tiempo en esta clase de cosas. Ahora se marchaba a la universidad. El tiempo que pasarían juntos acababa. ¿Para qué llenarlo de tonterías como ésa?

– Hola, mi vida. ¿Llegaste tarde?

Él bebió un poco más, y se encogió de hombros. Llevaba pantalones cortos y una camiseta gris. Tenía una pelota de baloncesto bajo el brazo.

– ¿Vas a jugar al gimnasio del instituto? -preguntó ella.

– No, al Heritage. -Tomó otro trago y preguntó-: ¿Te encuentras bien?

– ¿Yo? Sí, claro. ¿Por qué lo dices?

– Tienes los ojos rojos.

– Estoy bien.

– Y vi llegar a esos tipos.

Se refería a los agentes del FBI. Habían ido a hacerle preguntas sobre la consulta, sobre Mike, y sobre cosas que para ella no tenían ningún sentido. Normalmente habría hablado de ello con Herschel, pero ahora parecía más ocupado preparando el resto de su vida sin ella.

– Creía que estabas fuera -dijo.

– Me paré a recoger a Ricky y pasé por aquí al volver. Parecían polis o algo así.

Ilene Goldfarb no dijo nada.

– ¿Lo eran?

– No tiene importancia. No te preocupes.

Lo dejó correr, botó la pelota y salió. Veinte minutos después, sonó el teléfono. Ilene miró el reloj. Las ocho. A esa hora la llamada tenía que ser del hospital, aunque no estuviera de guardia. Las recepcionistas a menudo cometían errores y mandaban los mensajes al médico equivocado.

Miró el identificador y vio que decía LORIMAN.

Ilene descolgó y contestó.

– Soy Susan Loriman -dijo la voz.

– Sí, buenos días.

– No quiero hablar de esto con Mike… -Susan Loriman calló como si buscara las palabras- de esta situación. De encontrar un donante para Lucas.

– Lo comprendo -dijo ella-. El martes tengo consulta, si le viene…

– ¿Podría recibirme hoy?

Ilene estaba a punto de negarse. Lo último que deseaba ahora era proteger o ayudar a una mujer que se había metido en un lío como ése. Pero no se trataba de Susan Loriman, se recordó a sí misma. Se trataba de su hijo y el paciente de Ilene, Lucas.