Ella le miró.
– Ni idea.
– Cuarenta y cuatro mil veces más. -Él gesticulaba frenéticamente, perdido en el éxtasis de su argumentación-. Piénsalo. Cuarenta y cuatro mil veces más. Esto es más de ciento veinte años por cada día. ¿Te lo puedes imaginar siquiera? ¿Crees que sobreviviremos cuarenta y cuatro mil veces más de lo que hemos sobrevivido?
– No -dijo ella.
Nash se recostó en el asiento.
– No somos nada. Qué va. Nada. Y aun así nos creemos especiales. Nos consideramos importantes o creemos que Dios nos considera sus favoritos. Es para troncharse.
En la universidad, Nash estudió el estado de la naturaleza de John Locke: la idea de que el mejor gobierno es el que menos gobierna porque, dicho sencillamente, es el más cercano al estado de la naturaleza, o a lo que pretendía Dios. Pero en ese estado, somos animales. Es una tontería pensar que somos algo más. Es tonto creer que el hombre está por encima de esto y que el amor y la amistad son algo más que chaladuras de una mente más inteligente, una mente que puede ver la futilidad y, por lo tanto, debe inventar formas de consuelo y distracción.
¿Era Nash el cuerdo por ver la oscuridad, o la mayoría de la gente sólo se autoengañaba? Pero… Pero, con todo, durante años Nash había anhelado la normalidad.
Veía la despreocupación y la deseaba. Se daba cuenta de que estaba muy por encima de la inteligencia media. Era alumno de sobresalientes y obtuvo notas casi perfectas en el examen de ingreso en la universidad. Se matriculó en el Williams College, donde se graduó en filosofía, siempre intentando mantener a raya la locura. Pero la locura pugnaba por salir.
O sea que ¿por qué no dejarla?
Habitaba en él un instinto primitivo de proteger a sus padres y hermanos, pero el resto de habitantes del mundo no le importaba. Eran un escenario de fondo, atrezo, nada más. La verdad, una verdad que entendió muy pronto, era que experimentaba un intenso placer infligiendo daño a otros. Siempre. No sabía por qué. Algunas personas experimentan placer con una suave brisa o un cálido abrazo o una canasta victoriosa en un partido de baloncesto. Nash lo experimentaba eliminando del planeta a otro de sus habitantes. No era lo que más le apetecía para sí mismo, pero lo tenía y a veces podía dominarlo y otras veces no.
Entonces conoció a Cassandra.
Fue como uno de esos experimentos de ciencias que empiezan con un líquido claro y entonces alguien añade una gotita, un catalizador, y todo cambia. El color cambia, el aspecto cambia y la textura cambia. Por cursi que suene, Cassandra fue ese catalizador.
Él la vio, ella le tocó y lo transformó.
De repente lo entendió. Tenía amor. Tenía esperanza y sueños y la idea de querer despertarse y pasar la vida con otra persona. Se conocieron en su último año en Williams. Cassandra era preciosa, pero había algo más en ella. Todos los chicos estaban locos por ella, aunque no era del tipo fantasía sexual que se asocia habitualmente con la universidad. Con sus torpes andares y su sonrisa maliciosa, Cassandra era la que querías llevarte a casa. Era la que te hacía pensar en comprar una casa y cortar el césped y montar una barbacoa y secarle la frente cuando diera a luz a tu hijo. Te abrumaba su belleza, pero te abrumaba aún más su bondad interior. Era especial y no podía hacer ningún daño, e instintivamente lo sabías.
Nash había visto algo de esto en Reba Cordova, sólo algo, y había sentido una punzada al matarla, no muy fuerte, pero una punzada. Pensó en el marido de Reba y en lo que tendría que sufrir a partir de ahora, porque aunque en realidad no le importara, Nash sabía algo de eso.
Cassandra.
Tenía cinco hermanos y todos la adoraban y sus padres la adoraban, y si pasabas por su lado y ella te sonreía, aunque fueras un desconocido, sentías que te había llegado al alma. Su familia la llamaba Cassie. A Nash no le gustaba. Para él era Cassandra y la amaba. El día que se casó con ella, comprendió a qué se referían los demás cuando decían que eran «dichosos».
Volvieron a Williams para fiestas y reuniones y siempre se alojaban en North Adams, en el Porches Inn. Podía verla allí, en aquella pensión de la casa gris, con la cabeza apoyada en el estómago de él como le recordaba una canción reciente, con los ojos fijos en el techo, acariciándole los cabellos mientras hablaban de todo y de nada, y así era como la veía cuando la recordaba ahora, como era su imagen antes de que se pusiera enferma y le dijeran que era cáncer y abrieran a su hermosa Cassandra y ella muriera, como cualquier otro insignificante organismo de ese diminuto planeta vacío.
Sí, Cassandra murió y entonces fue cuando supo seguro que todo era palabrería y una broma. En cuanto ella murió, Nash ya no tuvo fuerzas para poner freno a la locura. No había ninguna necesidad. Así que dejó libre la locura, toda, con una prisa repentina. Y en cuanto estuvo fuera, no hubo manera de volver a encerrarla.
La familia de ella intentó consolarlo. Tenían «fe» y le explicaban que había tenido suerte de poder tenerla un tiempo y que ella le estaría esperando en algún lugar hermoso para toda la eternidad. Lo necesitaban, se imaginaba Nash. La familia ya había tenido que superar otra tragedia -el hermano mayor, Curtís, había muerto hacía tres años en un desafortunado atraco-, pero al menos, en este caso, Curtís había vivido una mala vida. Cassandra se quedó destrozada al morir su hermano, y había llorado durante días hasta que Nash llegó a desear soltar su locura para encontrar una forma de aliviar su pena, pero al final, los que tenían fe pudieron racionalizar la muerte de Curtís. La fe les permitía explicarla como parte de un plan más importante.
Pero ¿cómo explicas perder a alguien tan cariñoso y bueno como Cassandra? No puedes. Así que los padres de Cassandra hablaban del más allá, pero no lo creían en realidad. Nadie lo creía. ¿Para qué llorar ante la muerte si crees que te espera una felicidad eterna? ¿Para qué llorar la pérdida de alguien cuando esa persona está en un lugar mejor? ¿No sería espantosamente egoísta por tu parte impedir que alguien esté en un lugar mejor? Y si de verdad creyeras que pasarás la eternidad en un paraíso con la persona amada, no habría nada que temer, la vida no es ni un soplo en comparación con la eternidad.
Lloramos y nos afligimos, y Nash sabía que era porque, en el fondo, sabemos que todo es palabrería.
Cassandra no estaba con su hermano Curtís, bañándose en luz blanca. Lo que quedaba de ella, lo que no se había llevado el cáncer y la quimio, se estaba pudriendo bajo tierra.
En el funeral, su familia habló del destino y los planes divinos y todas las demás tonterías. Que ése había sido el destino de su amada hija: vivir brevemente, mejorar a todos los que la veían, darle a él una inmensa felicidad y dejarle caer con un buen batacazo. Ése había sido el destino de Nash. Reflexionó sobre esto. Incluso cuando estaba con ella, había momentos en que dominar su auténtico carácter -su verdadera naturaleza endiosada era difícil. ¿Había conseguido mantener la paz interior? ¿O desde el del primer día estuvo predestinado a volver a un lugar oscuro y causar destrucción, aunque Cassandra hubiese sobrevivido?
Era imposible saberlo. Pero de todos modos éste era su destino.
– Ella no habría dicho nada -dijo Pietra.
Nash sabía que se refería a Reba.
– No lo sabemos.
Pietra miró por la ventana.
– Tarde o temprano la policía identificará a Marianne -dijo él-. O alguien se dará cuenta de que ha desaparecido. La policía lo investigará. Hablará con sus amigos. Entonces Reba se lo habría dicho.
– Estás sacrificando muchas vidas.
– Por ahora dos.
– Y los supervivientes. Sus vidas también han cambiado.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Ya sabes por qué.
– ¿Sigues creyendo que Marianne lo empezó?
– Empezar no es la palabra correcta. Cambió la dinámica.
– ¿Y por eso tuvo que morir?