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– Tomó una decisión que alteró y pudo destruir muchas vidas.

– ¿Y por eso tuvo que morir? -repitió Pietra.

– Todas nuestras decisiones tienen consecuencias, Pietra. Todos jugamos a ser Dios alguna vez. Cuando una mujer compra un par de zapatos caros, podría haber dedicado ese dinero a alimentar a algún hambriento. En cierto sentido, esos zapatos significan más para ella que una vida. Todos matamos para que nuestra vida sea más cómoda. No lo expresamos así, pero es lo que hacemos.

Pietra no se lo discutió.

– ¿Qué sucede, Pietra?

– Nada. Olvídalo.

– Se lo prometí a Cassandra.

– Sí. Es lo que dijiste.

– Necesitamos controlar este asunto, Pietra.

– ¿Crees que podremos?

– Sí.

– ¿A cuántos más mataremos?

La pregunta lo desconcertó.

– ¿Realmente te importa? ¿Ya tienes bastante?

– Sólo te lo pregunto. Hoy. Con esto. ¿A cuántos más mataremos?

Nash se lo pensó. Se daba cuenta ahora de que quizá Marianne le había dicho la verdad al principio. En tal caso, debía volver a la casilla de salida y extinguir el problema en origen.

– Con un poco de suerte -dijo-, sólo a uno.

– Vaya -exclamó Loren Muse-. ¿Se puede ser más aburrida que esta mujer?

Clarence sonrió. Estaban repasando las facturas de las tarjetas de crédito de Reba Cordova. No había ni una sola sorpresa. Compraba víveres y artículos escolares y ropa infantil. Compró una aspiradora en Sears y la devolvió. Compró un microondas en RC. Richard. Su tarjeta de crédito estaba archivada en un restaurante chino llamado Baumgarts, donde pedía comida para llevar cada martes por la noche.

Sus correos eran igual de aburridos. Escribía a otros padres para que sus hijos quedaran para jugar. Mantenía contacto con la profesora de baile de una de sus hijas y con el entrenador de fútbol de la otra. Recibía correos de la escuela Willard. Hablaba con su grupo de tenis sobre horarios y para comunicarse entre ellas cuando una no podía asistir. Estaba en la lista de noticias de Williams-Sonoma, Pottery Barn y PetSmart. Escribió a su hermana para pedirle el nombre de un especialista en lectura porque una de sus hijas, Sara, tenía dificultades.

– No sabía que existieran realmente esta clase de personas -dijo Muse.

Pero no era verdad. Las veía en Starbucks, eran las mujeres de aspecto acosado y ojos apagados que creían que una cafetería era el lugar perfecto para pasar una hora con la hija, con su Brittany, Madison o Kyle, que no paraba de corretear mientras sus mamás -licenciadas universitarias, antiguas intelectuales- parloteaban sin cesar sobre sus vástagos como si no hubiera existido jamás otro niño. Parloteaban sobre sus cacas -sí, increíble, pero ¡hablaban de sus movimientos intestinales!- y su primera palabra y sus habilidades escolares y sus escuelas Montessori y sus clases de gimnasia y sus DVD de pequeños Einstein, y todas tenían esa sonrisa de descerebradas, como si un marciano les hubiera chupado los sesos, y Muse las menospreciaba a cierto nivel, las compadecía a otro nivel e intentaba con todas sus fuerzas no envidiarlas.

Por supuesto, Loren Muse juraba que nunca sería como aquellas madres si algún día tenía un hijo. Pero ¿quién sabe? Estas afirmaciones fanfarronas le recordaban a las de las personas que juraban que cuando fueran mayores preferirían morir antes que ir a una residencia o ser una carga para sus hijos, y ahora casi todas las personas que conocía tenían padres que estaban en una residencia o eran una carga y ninguna de esas personas tenía ganas de morirse.

Cuando ves las cosas desde fuera, es fácil hacer juicios radicales y poco generosos.

– ¿Qué tal la coartada del marido? -preguntó.

– La policía de Livingston interrogó a Cordova y parece muy consistente.

Muse indicó el papeleo con la mandíbula.

– ¿El marido es tan soso como la mujer?

– Todavía no he terminado con sus correos, llamadas de teléfono y tarjetas de crédito, pero por ahora sí.

– ¿Qué más?

– Bueno, suponiendo que el mismo asesino o asesinos liquidaran a Reba Cordova y la desconocida, tenemos a coches patrulla buscando en lugares conocidos por prostitución, por si aparece otro cadáver.

Loren Muse no creía que esto sucediera, pero merecía la pena asegurarse. Uno de los escenarios posibles era que un asesino en serie, con la ayuda voluntaria o no de una cómplice, secuestrara a mujeres de las afueras, las matara y quisiera hacerlas parecer prostitutas. Estaban revisando las bases de datos por si había otras víctimas en ciudades cercanas que se ajustaran a esa descripción. Por ahora era un callejón sin salida.

De todos modos Muse no creía en esta teoría. Los psicólogos y los criminólogos tendrían casi un orgasmo ante la idea de un asesino en serie que matara a madres de buena familia para hacerlas parecer prostitutas. Pontificarían sobre el evidente vínculo madre-puta, pero Muse no se lo tragaba. Había una pregunta que no encajaba con aquel escenario, una pregunta que la había fastidiado desde que se había convencido de que la desconocida no era una prostituta: ¿por qué nadie había denunciado su desaparición?

Según ella, existían dos razones para esto. Una, nadie sabía que hubiera desaparecido. La desconocida estaba de vacaciones o se suponía que había salido de viaje de negocios o algo parecido. O dos, la había matado alguien que ella conocía. Y ese alguien no pensaba denunciar su desaparición.

– ¿Dónde está ahora el marido?

– ¿Cordova? Sigue con la policía de Livingston. Van a peinar el barrio por si alguien ha visto una furgoneta blanca, lo de siempre.

Muse cogió un lápiz. Se metió el extremo de la goma de borrar en la boca y chupó.

Llamaron a la puerta. Muse levantó la cabeza y vio al casi jubilado Frank Tremont en el umbral.

El tercer día seguido con el mismo traje marrón, pensó Muse. Impresionante.

Él la miró y esperó. Muse no tenía tiempo para él, pero decidió que sería mejor acabar de una vez.

– Clarence, ¿te importa dejarnos solos?

– Claro, jefa.

Al salir, Clarence saludó a Frank Tremont con la cabeza. Tremont no le devolvió el saludo. Cuando Clarence estuvo lejos, meneó la cabeza y dijo:

– ¿De verdad te ha llamado jefa?

– No voy muy bien de tiempo, Frank.

– ¿Has recibido mi carta?

La carta de dimisión.

– Sí.

Silencio.

– Tengo algo para ti -dijo Tremont.

– ¿Disculpa?

– No me voy hasta finales del mes que viene -dijo-. O sea que debo seguir trabajando, ¿no?

– Sí.

– Pues tengo algo.

Ella se echó hacia atrás, esperando que fuera rápido.

– He estado buscando la furgoneta blanca. La de los dos escenarios.

– De acuerdo.

– No creo que fuera robada, a menos que fuera en otra zona. No hay ninguna denuncia que concuerde. Por lo tanto, busqué en las compañías de alquiler, por si alguien había alquilado una furgoneta como la que nos han descrito.

– ¿Y?

– Hay varias, pero la mayoría las localicé rápidamente y eran legales.

– ¿Un callejón sin salida, pues?

Frank Tremont sonrió.

– ¿Puedo sentarme un momento?

Ella indicó una silla.

– He intentado otra cosa -dijo-. Mira, este tío ha sido muy listo. Como dijiste tú. La primera la escenificó para que pareciera una puta. Y aparcó el coche de la segunda víctima frente a un hotel. Cambió las matrículas y todo eso. No lo hace de la forma habitual. Y me puse a pensar. ¿Qué sería mejor y más difícil de rastrear que robar o alquilar un coche?

– Te escucho.

– Comprar uno por Internet. ¿Has visto esas páginas?

– La verdad es que no.

– Venden millones de coches. Yo mismo compré uno el año pasado, en autoused.com. Se encuentran auténticas gangas, y como es de persona a persona, el papeleo es mínimo. Lo que quiero decir es que podemos comprobar los locales de compra-venda, pero ¿cómo vamos a localizar un coche comprado por Internet?