– ¿Y?
– Y he llamado a las dos compañías más grandes en línea. Les he pedido que buscaran y me mandaran todas las furgonetas blancas Chevy vendidas en esta zona el mes pasado. He encontrado seis. He llamado a todos los vendedores. Cuatro las pagaron con cheques y tenían una dirección. Dos se pagaron en efectivo.
Muse se incorporó un poco, todavía con la goma del lápiz en la boca.
– Muy ingenioso. Compras un coche usado. Lo pagas en efectivo. Das un nombre falso si es que lo das. Te dan los papeles, pero tú nunca haces el cambio ni lo aseguras. Robas una matrícula de un modelo idéntico y a correr.
– Sí. -Tremont sonrió-. Si no fuera por una cosita.
– ¿Qué?
– El tipo que les vendió el coche…
– ¿Les?
– Sí. A un hombre y a una mujer. Dice que él tenía treinta y tantos. Va a darme una descripción, pero tiene algo mejor. El tipo que les vendió el coche, Scott Parsons de Kasselton, trabaja en Best Buy. Tienen un sistema de seguridad muy bueno. Todo digital. Y lo archivan todo. Cree que pueden tener una película de ellos. Ha pedido a uno de los técnicos que la busque. Mandaré un coche a recogerlo, le mostraré algunas fotos y le sacaré la mejor identificación posible.
– ¿Tenemos algún dibujante que pueda trabajar con él?
Tremont asintió.
– Ya me he ocupado.
Era una buena pista, la mejor que tenían. Muse no sabía muy bien qué decir.
– ¿Qué más tenemos? -preguntó Tremont.
Muse le puso al día sobre la vacuidad de las facturas de las tarjetas de crédito, las llamadas de teléfono y los correos. Tremont se echó atrás y cruzó las manos sobre el barrigón.
– Cuando he entrado -dijo Tremont-, estabas chupando el lápiz con ganas. ¿En qué estabas pensando?
– La premisa ahora es que se trata de un asesino en serie.
– Pero tú no te lo tragas -dijo él.
– No.
– Yo tampoco -dijo Tremont-. Revisemos lo que tenemos.
Muse se levantó para pasear.
– Dos víctimas. Por ahora, al menos, o al menos en esta zona. Tenemos a personas buscando, pero por ahora presupongamos que no encontramos nada más. Pongamos que éstas son todas. Pongamos que sólo son Reba Cordova, que podría estar viva, que nosotros sepamos, y la desconocida.
– De acuerdo -dijo Tremont.
– Y vayamos un paso más allá. Pongamos que existe una razón para que esas dos mujeres sean las víctimas.
– ¿Cómo qué?
– Todavía no lo sé, pero por ahora sígueme. Si existe un motivo… olvídalo. Aunque no exista un motivo y supongamos que esto no lo ha hecho un asesino en serie, tiene que haber una relación entre nuestras dos víctimas.
Tremont asintió, viendo adonde quería ir a parar.
– Y si existe una relación entre ellas -dijo-, podría ser perfectamente que se conocieran.
Muse se paró de golpe.
– Exactamente.
– Y si Reba Cordova conocía a la desconocida… -Tremont le sonrió.
– Podría ser que Neil Cordova también la conociera. Llama al Departamento de Policía de Livingston. Pídeles que traigan a Cordova. Tal vez él pueda identificarla.
– Voy.
– ¿Frank?
Él se volvió.
– Buen trabajo -dijo Muse…
– Soy un buen policía -dijo él.
Ella no le contestó.
Él la señaló con un dedo.
– Tú también eres buena policía, Muse. Puede que muy buena. Pero no eres una buena jefa. Un buen jefe hace salir lo mejor de los buenos policías. Tú no lo has hecho. Tienes que aprender a mandar.
Muse sacudió la cabeza.
– Sí, Frank, claro. Mi falta de capacidad de mando hizo que metieras la pata y pensaras que la desconocida era una puta. Culpa mía.
Él sonrió.
– Era mi caso -dijo.
– Y metiste la pata.
– Puede que me equivocara al principio, pero sigo aquí. No importa lo que piense de ti. No importa lo que tú pienses de mí. Lo único que importa es que se haga justicia para mi víctima.
25
Mo condujo hasta el Bronx y aparcó en la dirección que Anthony les había dado.
– No te lo vas a creer -dijo Mo.
– ¿Qué?
– Nos siguen.
Mike sabía que no debía volverse y levantar sospechas. Así que esperó.
– Un Chevy azul cuatro puertas aparcado en doble fila al final de esta manzana. Dos tíos, los dos con gorras de los Yankees y gafas de sol.
La noche anterior aquella calle estaba a rebosar de gente. Ahora no había prácticamente nadie. Los que estaban o bien dormían en un escalón o bien se movían con asombrosa letárgia, con las piernas solidificadas y los brazos pegados a los lados. Mike casi se esperaba ver un chamizo rodando en medio de la calle, como en las películas del Oeste.
– Entra tú -dijo Mo-. Tengo un amigo. Le daré la matrícula del coche a ver qué encuentra.
Mike asintió. Bajó del coche, intentando mirar disimuladamente hacia el otro coche. Apenas lo vio, pero no quiso arriesgarse a volver a mirar. Fue hacia la puerta. Era de metal gris, de tipo industrial, con las palabras CLUB JAGUAR escritas encima. Mike apretó el timbre. Se oyó un zumbido y la puerta se abrió al empujarla.
Las paredes estaban pintadas del amarillo brillante que normalmente se asocia con un McDonald's o con el ala infantil de un hospital con buenas intenciones. A la derecha había un tablón tapizado de anuncios de asesorías, clases de música, grupos de lectura, grupos de terapia para adictos a drogas, alcohólicos y víctimas de maltratos físicos o mentales. Varios anuncios buscaban a alguien para compartir piso y se podía arrancar una pestaña con el teléfono en la parte de abajo. Alguien vendía un sofá por cien dólares. Otra persona quería deshacerse de unos amplificadores de guitarra.
Mike pasó junto al tablón dirigiéndose a la recepción. Una jovencita con un aro en la nariz lo miró y dijo:
– Buenos días.
Mike tenía la fotografía de Adam en la mano.
– ¿Ha visto a este chico? -Dejó la foto delante de ella.
– Sólo soy la recepcionista -dijo ella.
– Las recepcionistas tienen ojos. Le he preguntado si lo había visto.
– No se me permite hablar de nuestros clientes.
– No le pido que me hable de ellos. Le pregunto si le ha visto.
La chica apretó los labios. Mike vio que también llevaba piercings cerca de la boca. Se quedó quieta mirándolo. Mike vio que no irían a ninguna parte.
– ¿Puedo hablar con el encargado?
– La encargada es Rosemary.
– Bien. ¿Puedo hablar con ella?
La recepcionista perforada cogió un teléfono. Tapó el receptor y murmuró algo. Diez segundos después sonrió a Mike y dijo:
– La señorita McDevitt le recibirá enseguida. La tercera puerta a la derecha.
Mike no sabía qué esperar, pero Rosemary McDevitt fue una sorpresa. Era joven, menuda y desprendía una especie de sensualidad natural que recordaba a un puma. Tenía una tira morada en los cabellos oscuros y un tatuaje que serpenteaba en su hombro y hacia su cuello. Su camiseta era de piel y sin mangas. Sus brazos eran musculosos y llevaba algo parecido a unas bandas de piel en los bíceps.
La chica se levantó y sonrió ofreciéndole la mano.
– Bienvenido.
Mike le estrechó la mano.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Me llamo Mike Baye.
– Hola, Mike.
– Sí, hola. Estoy buscando a mi hijo.
Se mantuvo cerca de ella. Mike medía metro ochenta y le llevaba más de quince centímetros a aquella mujer. Rosemary McDevitt miró la fotografía de Adam. Su expresión no delató nada.
– ¿Le conoce? -preguntó Mike.
– Sabe que no puedo responderle a eso.
Intentó devolverle la foto, pero Mike no la cogió. Las tácticas agresivas no le habían servido de mucho, o sea que se contuvo y respiró hondo.