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– Son buenos chicos.

Mike los observó. Después miró a Rosemary. La observó un momento. Era bastante espectacular a la vista. Tenía una cara de modelo, con unos pómulos altos que podrían servir de abrecartas. Volvió a mirar a los góticos. Eran cuatro, quizá cinco, todos en una bruma de negro y plata. Intentaban parecer duros y fracasaban estrepitosamente.

– ¿Rosemary?

– Sí.

– Algo de su discurso no me cuadra -dijo Mike.

– ¿Mi discurso?

– La forma en que me ha vendido este lugar. A cierto nivel lodo es muy lógico.

– ¿Y a otro nivel?

Se volvió y la miró directamente a los ojos.

– Creo que no dice más que tonterías. ¿Dónde está mi hijo?

– Debería marcharse.

– Si le está ocultando, le desmontaré el local piedra a piedra.

– Está en propiedad privada, doctor Baye. -Miró por el pasillo al grupo de góticos y les hizo una señal con la cabeza. Ellos se acercaron a Mike y le rodearon-. Márchese, por favor.

– ¿Va a hacer que sus… -dibujó unas comillas con los dedos- «orientadores» me echen?

El gótico más alto sonrió con malicia y dijo:

– Parece que ya le han vapuleado.

Los otros góticos rieron. Eran una mezcla light de negro, blanco, máscara y metal. Se morían por parecer duros y no lo eran, y tal vez esto los hacía mucho más temibles. Su desesperación. Ese deseo de ser algo que no eres. Mike sopesó lo que podía hacer. El gótico alto probablemente tenía veinte y pocos años, y era desgarbado y tenía una gran nuez de Adán. Una parte de Mike deseaba pegarle un puñetazo a traición, derribar a aquel bobo, dejar sin líder al grupo, mostrarles que no era un panoli. Una parte de él deseaba lanzar un golpe con el antebrazo contra aquella garganta protuberante, y dejar al gótico con las cuerdas vocales doloridas durante dos semanas. Pero entonces seguramente los demás se le echarían encima. Quizá podría con dos o tres, o quizá no tantos.

Todavía se lo estaba pensando cuando algo le llamó la atención. La puerta de metal se abrió con un zumbido. Entró otro gótico. No fue la ropa negra lo que puso en guardia a Mike.

Fueron los ojos morados.

El nuevo gótico también llevaba la nariz vendada.

«Acaba de romperse la nariz», pensó Mike.

Algunos de los góticos se acercaron al chico de la nariz rota y chocaron las manos con él. Se movían lentamente. Sus voces también eran lentas, letárgicas, como si tomaran Prozac.

– Eh, Carson -logró pronunciar uno.

– Carson, tío -graznó otro.

Levantaron las manos para darle una palmadita en la espalda, como si les costara un gran esfuerzo. Carson aceptó las atenciones como si estuviera acostumbrado y fuera su deber.

– ¿Rosemary? -dijo Mike.

– Sí.

– No sólo conoce a mi hijo, me conoce a mí.

– ¿Ah, sí?

– Me ha llamado doctor Baye. -Mantuvo los ojos fijos en el gótico de la nariz rota-. ¿Cómo sabía que era médico?

No esperó que le respondiera. No importaba. Fue rápidamente hacia la puerta, golpeando al gótico alto al pasar. El de la nariz rota, Carson, lo vio venir. Se le abrieron mucho los ojos morados y salió a la calle. Mike se movió más rápido y cogió la manilla de metal antes de que la puerta se cerrara, y salió.

Carson, el de la nariz rota, ya estaba a unos tres metros.

– ¡Eh, tú! -gritó Mike.

El gamberro se volvió. Los cabellos negrísimos le caían sobre un ojo como una oscura cortina.

– ¿Qué le ha pasado a tu nariz?

Carson intentó reírse.

– ¿Qué le ha pasado a tu cara?

Mike corrió hacia él. Los otros góticos habían salido a la calle. Eran seis contra uno. Por el rabillo del ojo Mike vio que Mo bajaba del coche y se acercaba a ellos. Seis contra dos, pero Mo era uno de los dos. Mike aceptaba esta proporción.

Se acercó más, frente a la nariz rota de Carson, y dijo:

– Un puñado de cobardes pichaflojas me agredieron cuando no me lo esperaba. Eso es lo que le ha pasado a mi cara.

Carson intentó mantener el tono fanfarrón.

– Qué pena.

– Bueno, gracias, pero lo curioso del caso es esto: ¿te imaginas ser tan colgado como para ser uno de los cobardes que me agredieron, y acabar con una nariz rota?

Carson se encogió de hombros.

– Todo el mundo puede tener un golpe de suerte.

– Eso es verdad. Así que el colgado pichafloja puede que quiera otra oportunidad. De hombre a hombre. Cara a cara.

El líder gótico echó un vistazo para asegurarse de que tenía los refuerzos cerca. Los otros góticos respondieron, se ajustaron los brazaletes de metal, flexionaron los dedos e hicieron lo que pudieron para parecer preparados. Mo se acercó al gótico alto y lo cogió por el cuello antes de que nadie pudiera moverse. El gótico intentó emitir un sonido, pero el apretón de Mo se lo impedía.

– Si alguien da un paso -dijo Mo-, te vas a enterar tú. No el que dé un paso. Ni el tipo que interfiera. Tú. Te voy a hacer mucho daño, ¿entiendes?

El gótico alto intentó asentir con la cabeza.

Mike miró otra vez a Carson.

– ¿Estás a punto?

– Oye, no tengo nada contra ti.

– Yo sí.

Mike le empujó estilo patio de escuela. Provocando. Los otros góticos parecían desorientados, como si no supieran qué hacer. Mike empujó a Carson otra vez.

– ¡Eh!

– ¿Qué le habéis hecho a mi hijo?

– ¿Qué? ¿A quién?

– A mi hijo, Adam Baye. ¿Dónde está?

– ¿Crees que lo sé?

– Anoche me agrediste, ¿no? Si no quieres que te dé la paliza del siglo, más vale que hables.

Entonces se oyó otra voz, diciendo:

– ¡Todos quietos! ¡FBI!

Mike levantó la cabeza. Eran los dos hombres de las gorras de béisbol, los que les seguían. Tenían armas en una mano y placas en la otra.

– ¿Michael Baye? -dijo uno de los agentes.

– ¿Sí?

– Darryl LeCrue, FBI. Tenemos que pedirle que venga con nosotros.

26

Tras despedirse de Betsy Hill, Tia cerró la puerta de casa y subió. Pasó por el pasillo, frente a la habitación de Jill, y entró en la de su hijo. Abrió el cajón de la mesa de Adam y empezó a revolverlo todo. Colocar el programa espía en el ordenador de su hijo parecía tan correcto, ¿por qué esto no? La invadió un profundo desagrado por sí misma. Aquella invasión de la intimidad le parecía espantosamente mal.

Pero no dejó de hurgar.

Adam era un niño. Todavía. Nunca había vaciado aquel cajón y estaba lleno de restos de «etapas Adam» pasadas, como si estuviera desenterrando un yacimiento arqueológico. Cromos de béisbol, cromos de Pokémon, del manga Yu-gi-Oh!, un Tamagochi con una pila gastada hacía siglos, figuritas de Crazy Bones: todos los objetos de éxito entre los niños que coleccionaban y después olvidaban. Adam había sido mejor que la media con esos objetos imprescindibles. No solía suplicar que se los compraran ni los descartaba inmediatamente.

Tia meneó la cabeza. Seguían en el cajón.

Había bolígrafos y lápices, y su aparato de mantenimiento de ortodoncia (Tia siempre le estaba persiguiendo para que se lo pusiera), pins de coleccionista de un viaje a Disney World de hacía cuatro años, resguardos viejos de entradas de una docena de partidos de los Rangers. Recogió los resguardos y recordó la mezcla de alegría y concentración en la cara de su hijo cuando veía jugar al hockey. Recordaba cómo Adam y su padre lo celebraban cuando los Rangers puntuaban, levantándose y chocando las manos y cantando una tonta canción, que básicamente consistía en decir «oh, oh, oh» y aplaudir.

Se echó a llorar.

Tienes que ser fuerte, Tia.

Miró el ordenador. Éste era ahora el mundo de Adam. La habitación de adolescente giraba en torno a su ordenador. En aquella pantalla, Adam jugaba a la última versión de Halo en línea. Hablaba tanto con desconocidos como con amigos en los chats. Conversaba con compañeros reales y cibernéticos en Facebook y MySpace. Jugaba de vez en cuando al póquer, pero le parecía aburrido y esto complacía a Mike y a Tia. Tuvo temporadas de YouTube y tráileres de películas y vídeos de música, y, claro, material picante. Había otros juegos de aventuras o simuladores de realidad o como se llame cuando una persona se sumergía de la misma forma que Tia se sumergía en un libro, y era muy difícil saber si esto era bueno o malo.