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– ¿Estás pensando en algo? -preguntó Hester.

– Sólo en esta deposición.

Hester frunció el ceño.

– Bien. Porque este tipo es un montón de mierda mentirosa. ¿Me comprendes?

– Mierda mentirosa -repitió Tia.

– Sí, señora. Está claro que no vio lo que dice que vio. No es posible. ¿Me entiendes?

– ¿Y quieres que lo demuestre?

– No.

– ¿No?

– Más bien lo contrario.

Tia frunció el ceño.

– No te entiendo. ¿No quieres que demuestre que es un borrico mentiroso?

– Así es.

Tia se encogió de hombros.

– ¿Te importa explicarte?

– Me encantaría. Quiero que te sientes con él, le sonrías y le hagas millones de preguntas. Quiero que te pongas algo ajustado y más bien corto. Quiero que le sonrías como si fuera una primera cita y todo lo que diga te pareciera fascinante. No debe haber escepticismo en tu tono. Todo lo que diga es una verdad evangélica.

Tia asintió.

– Quieres que hable con total libertad.

– Sí.

– Lo quieres todo grabado. Toda la historia.

– También, sí.

– Para poder desmontar su versión en el juzgado.

Hester arqueó una ceja.

– Y con el famoso estilo Crimstein.

– De acuerdo -dijo Tia-. Entendido.

– Pienso servir sus pelotas para desayunar. Tu tarea, siguiendo con la metáfora, es comprar los víveres. ¿Puedes hacerlo?

El informe del ordenador de Adam: ¿cómo debería hacerlo? Primero llamar a Mike. Juntarse, leerlo y decidir qué hacer a continuación…

– ¿Tia?

– Sí, puedo hacerlo.

Hester dejó de caminar. Dio un paso hacia Tia. Era un palmo más bajita, pero a Tia no se lo parecía.

– ¿Sabes por qué te he elegido para esta tarea?

– Porque soy graduada en la Facultad de Derecho de Columbia, soy una gran abogada y en los seis meses que llevo aquí no me has dado ni un solo trabajo que no pudiera hacer un macaco.

– Pues no.

– Entonces, ¿por qué?

– Porque eres mayor.

Tia la miró.

– No me refería a esto. ¿Cuántos años tienes? ¿Cuarenta y tantos? Yo te llevo al menos diez años. Pero el resto de mis abogados júnior son crios. Querrían portarse como héroes. Creerían que pueden demostrar lo que valen.

– ¿Y yo no?

Hester se encogió de hombros.

– Si lo haces, te despido.

No había nada que decir, de modo que Tia mantuvo la boca cerrada. Bajó la cabeza y miró el expediente, pero su cabeza no paraba de volver a su hijo, su maldito ordenador y aquel informe.

Hester esperó un instante. Lanzó a Tia la mirada que había desmontado a más de un testigo. Tia le sostuvo la mirada intentando que no la afectara.

– ¿Por qué elegiste este bufete? -preguntó Hester.

– ¿La verdad?

– Preferentemente.

– Por ti -dijo Tia.

– ¿Debería sentirme halagada?

Tia se encogió de hombros.

– Me has pedido la verdad. La verdad es que siempre he admirado tu trabajo.

Hester sonrió.

– Sí. Sí, soy el no va más.

Tia esperó.

– Pero ¿por qué más?

– Esto es más o menos todo -dijo Tia.

Hester negó con la cabeza.

– Hay algo más.

– No te entiendo.

Hester se sentó en su silla. Indicó a Tia que hiciera lo mismo.

– ¿Quieres que me explique otra vez?

– De acuerdo.

– Elegiste este bufete porque lo dirige una feminista. Pensaste que entendería que te hubieras tomado unos años para cuidar a tus hijos.

Tia no dijo nada.

– ¿Acierto?

– Hasta cierto punto.

– Pero mira, el feminismo no tiene nada que ver con ayudar a una compañera. Se trata más de proporcionar un plano de igualdad. De dar a las mujeres opciones, no garantías.

Tia esperó.

– Tú elegiste la maternidad. No deberían castigarte por eso.

Pero tampoco debería hacerte especial. En cuestión de trabajo perdiste esos años. Te saliste de la fila. Y no puedes volver al mismo sitio. Un plano de igualdad. Y si un hombre dejara el trabajo para cuidar a sus hijos, le trataríamos igual. ¿Entiendes?

Tia hizo un gesto poco comprometedor.

– Has dicho que admirabas mi trabajo -siguió Hester.

– Sí.

– Yo decidí no tener hijos. ¿Admiras eso?

– No creo que sea algo que se deba admirar o no.

– Exactamente. Y lo mismo sucede con tu elección. Yo elegí mi profesión. No me salí de la fila. Así que en cuestión de derecho, ahora estoy en el primer puesto. Pero al acabar el trabajo, no encuentro en casa a un guapo médico y una verja de madera y los dos hijos coma cuatro. ¿Entiendes lo que te digo?

– Sí.

– Espléndido. -Los orificios nasales de Hester temblaron al subir de tono la mirada incendiaria-. Así que cuando estés en mi despacho, en mi despacho, tus pensamientos son todos para mí, para complacerme y servirme, no para lo que vas a hacer de cena o si tu hijo llegará tarde al entrenamiento de fútbol. ¿Está claro?

Tia quería protestar, pero el tono no dejaba mucho espacio para el debate.

– Está claro.

– Bien.

Sonó el teléfono y Hester contestó.

– ¿Qué? -Silencio-. Será idiota. Le dije que tuviera la boca cerrada. -Hester dio la vuelta a la silla. Era la señal para Tia, que se levantó y salió, deseando fervientemente estar preocupada sólo por algo tan inocuo como la cena o el entrenamiento de fútbol.

Se paró en el pasillo y cogió el móvil. Se guardó el expediente debajo del brazo, e incluso después de la reprimenda de Hester, su cabeza volvió inmediatamente al mensaje que contenía el informe de E-SpyRight.

Los informes a menudo eran tan largos -Adam navegaba mucho y visitaba muchas páginas, y tenía muchos «amigos» en lugares como MySpace y Facebook- que las impresiones eran absurdamente voluminosas. En general, sólo los hojeaba, como si esto lo hiciera menos invasivo de la intimidad, cuando en realidad significaba que no podía soportar saber tanto.

Volvió rápidamente a su mesa, sobre la que tenía la preceptiva foto familiar. Estaban los cuatro: Mike, Jill, Tia y, por supuesto, Adam, en uno de los pocos momentos que les concedía audiencia, fuera, en el escalón de la entrada. Todas las sonrisas parecían forzadas, pero aquella foto le proporcionaba un gran consuelo.

Sacó el informe de E-SpyRight y encontró el correo que la había sobresaltado. Lo leyó otra vez. No había cambiado. Pensó qué podía hacer y se dio cuenta de que no era sólo decisión suya.

Tia sacó el móvil y buscó el número de Mike. Tecleó el texto y apretó ENVIAR.

Mike todavía llevaba puestos los patines de hielo cuando llegó el mensaje.

– ¿Es Manillas? -preguntó Mo.

Mo ya se había quitado los patines. El vestuario, como todos los vestuarios de hockey, apestaba. El problema era que el sudor se metía en todas las protecciones. Un gran ventilador oscilante se mecía adelante y atrás. No ayudaba mucho. Los jugadores de hockey ya no se percataban del olor. Pero un forastero habría entrado y se habría desmayado por la peste.

Mike miró el número de teléfono de su mujer.

– Sí.

– Dios, qué pillados estáis.

– Sí -dijo Mike-. Me ha mandado un mensaje. Está pilladísima.

Mo hizo una mueca. Mike y Mo eran amigos desde la época de Dartmouth. Habían jugado en el equipo de hockey juntos, Mike era el goleador del ala izquierda, y Mo el más duro de los defensas. Casi un cuarto de siglo después de licenciarse -ahora Mike era cirujano de trasplantes y Mo hacía trabajos sucios para la Agencia Central de Inteligencia- seguían desempeñando los mismos papeles.

Los otros jugadores se quitaban las protecciones con cautela. Todos se hacían mayores y el hockey era un deporte para jóvenes.