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Adam no estaba en casa entonces.

No tenía sentido a menos que…

– Gracias, Caroline. -Llamó enseguida a Brett, su experto en informática.

Él respondió al teléfono.

– Sí.

Tia decidió ponerlo a la defensiva.

– Gracias por delatarme a Hester.

– ¿Tia? Oh, mira, lo siento mucho.

– Sí, seguro.

– No, en serio, Hester sabe todo lo que pasa aquí. ¿Sabías que vigila todos los ordenadores de la oficina? A veces sólo lee los correos personales para divertirse. Considera que si estás en su propiedad…

– Yo no estaba en su propiedad.

– Lo sé y lo siento.

Debía seguir adelante.

– Según el informe de E-SpyRight, mi hijo leyó un correo a les tres y treinta y siete.

– ¿Y?

– Que no estaba en casa a esa hora. ¿Podría haberlo leído desde otro sitio?

– ¿Esto lo sabes desde E-SpyRight?

– Sí.

– Entonces la respuesta es no. El E-SpyRight sólo vigila sus actividades en ese ordenador. Si entró y leyó el correo desde otro, no figuraría en el informe.

– ¿Cómo puede ser entonces?

– Mmm… Bueno, ante todo, ¿estás segura de que no estaba en casa?

– Totalmente.

– Pues otra persona sí estaba. Y esa persona estaba en su ordenador.

Tia miró otra vez.

– Dice que se borró a las tres y treinta y ocho.

– Así que alguien utilizó el ordenador de su hijo, leyó su correo y después lo borró.

– Entonces Adam nunca lo habría visto, ¿no?

– Seguramente no.

Tia descartó inmediatamente a los sospechosos más evidentes: ella y Mike estaban trabajando aquel día, y Jill estaba con Yasmin en casa de los Novak.

Ninguno de ellos estaba en casa.

¿Cómo podía haber entrado una persona sin dejar ninguna señal de allanamiento? Pensó en la llave, la que escondían en la piedra falsa junto a la verja.

El teléfono zumbó. Tia vio que era Mo.

– Brett, ya te llamaré más tarde. -Apretó una tecla-. ¿Mo?

– No te lo vas a creer -dijo él-, pero el FBI acaba de llevarse a Mike.

Sentada en la sala improvisada de interrogatorio, Loren Muse miró con atención a Neil Cordova.

Era más bien bajito, no muy corpulento, compacto, y guapo de una forma casi inmaculada. Se parecía un poco a su esposa puestos uno junto al otro. Muse lo sabía porque Cordova les había llevado fotografías de los dos juntos, muchas -en cruceros, en playas, en actos, en fiestas, en el jardín-. Neil y Reba Cordova eran fotogénicos y saludables y les gustaba posar con las caras unidas. Parecían felices en todas las fotografías.

– Encuéntrela, por favor -dijo Neil Cordova por tercera vez desde que había entrado en la habitación.

Loren ya había dicho dos veces «Hacemos todo lo que podemos» y no valía la pena repetirlo.

– Quiero colaborar en todo lo que pueda -añadió él.

Neil Cordova llevaba los cabellos muy cortos y americana y corbata, como si fuera lo que se esperaba de él, como si la vestimenta pudiera ayudarle a no perder la cabeza. Sus zapatos brillaban descaradamente. Muse recordó que su propio padre también era aficionado a sacar brillo a los zapatos.

«Se puede juzgar a un hombre por sus zapatos», solía decir a su hija.

Era bueno saberlo. Cuando Loren Muse, a los catorce años, había hallado el cadáver de su padre en el garaje -quien había entrado en él y se había volado los sesos- tenía los zapatos muy lustrosos.

Un buen consejo, papá. Gracias por el protocolo de suicidio.

– Sé cómo va esto -siguió Cordova-. Sé que el marido siempre es sospechoso.

Muse no dijo nada.

– Y creen que Reba tenía una aventura porque su coche estaba aparcado en aquel motel, pero les juro que no. Deben creerme.

Muse puso una cara inexpresiva.

– Por ahora no descartamos nada.

– Pasaré el polígrafo, sin abogado, lo que quieran. No quiero que pierdan el tiempo investigando un camino equivocado. Reba no ha huido, eso lo sé. Y yo no tuve nada que ver con lo que le haya sucedido.

Nunca creas a nadie, pensaba Muse. Ésta es la norma. Había interrogado a sospechosos cuyas habilidades interpretativas dejarían a De Niro en el paro. Pero por ahora las pruebas respaldaban al marido, y dentro de ella todo le decía que Neil Cordova decía la verdad. Además, ahora mismo, no importaba.

Muse había hecho venir a Cordova para que identificara el cadáver de la desconocida. Amigo o enemigo, esto era lo que Muse necesitaba urgentemente. Su cooperación. Así que dijo:

– Señor Cordova, yo no creo que le hiciera nada a su esposa.

El alivio se puso de manifiesto inmediatamente, pero se desvaneció igual de rápido. No se trataba de él, pensó Muse. Sólo está preocupado por la hermosa mujer de las hermosas fotografías.

– ¿Su mujer estaba preocupada por algo últimamente?

– La verdad es que no. Sara, nuestra hija de ocho años… -se le quebró la voz, se tapó la boca con el puño, cerró los ojos y apretó los labios-. Sara tiene problemas de lectura. Se lo dije a la policía de Livingston cuando me preguntaron esto mismo. Reba estaba preocupada por esto.

Esto no ayudaba, pero al menos el hombre estaba hablando.

– Permita que le pregunte algo que le parecerá un poco raro -dijo Muse.

Él asintió, y se echó hacia delante, deseoso de ayudar.

– ¿Le ha hablado Reba de que alguna de sus amigas tuviera problemas?

– No sé si entiendo qué quiere decir.

– Empecemos con esto. Doy por hecho que ningún conocido suyo ha desaparecido.

– ¿Quiere decir como mi esposa?

– Como cualquier cosa. Vayamos más allá. ¿Alguno de sus amigos está fuera o de vacaciones?

– Los Friedman están en Buenos Aires esta semana. Ella y Reba son muy amigas.

– Bien, bien. -Sabía que Clarence lo estaba apuntando todo. Lo comprobaría y se aseguraría de que la señora Friedman estaba donde debía estar-. Alguien más.

Neil se lo pensó, mordiéndose el interior de la boca.

– Estoy pensando -dijo.

– Relájese, no se preocupe. Algo raro con sus amigos, algún problema, lo que sea.

– Reba me dijo que los Colder tenían problemas matrimoniales.

– Muy bien. ¿Algo más?

– Tonya Eastman tuvo un mal resultado recientemente en una mamografía, pero todavía no se lo ha dicho a su marido. Le da miedo que la abandone. Es lo que me dijo Reba. ¿Es esto lo que preguntaba?

– Sí. Continúe.

Siguió hablando. Clarence tomó nota. Cuando Neil Cordova se quedó sin ideas, Muse fue directa al grano.

– ¿Señor Cordova?

Le miró a los ojos.

– Debo pedirle un favor. No quisiera darle explicaciones sobre por qué o qué puede significar…

Él la interrumpió.

– ¿Inspectora Muse?

– ¿Sí?

– No pierda tiempo consolándome. ¿Qué quiere?

– Tenemos un cadáver. No es su mujer, estamos seguros. ¿Comprende? No es su mujer. A esta mujer la hallaron muerta la noche anterior. No sabemos quién es.

– ¿Y creen que yo podría saberlo?

– Quiero que la vea y me lo diga.

El hombre tenía las manos sobre las rodillas y se sentaba demasiado erguido.

– De acuerdo -dijo-. Vamos.

Muse había pensado hacerlo con fotografías y ahorrarle el mal trago de ver el cadáver. Pero las fotos no sirven. Si se tenía una foto clara de la cara, aún, pero en este caso era como si la cara hubiera pasado por un cortacésped. No quedaban más que fragmentos de huesos y tendones colgando. Muse podría haberlo enseñado fotos del torso, con la altura y el peso apuntados, pero la experiencia decía que era difícil hacerse realmente una idea así.

Neil Cordova no se había preguntado sobre la razón de que le interrogaran allí, pero existía un motivo. Estaban en la calle Norfolk en Newark, el depósito del condado. Muse ya lo había planeado así para no perder tiempo trasladándose. Abrió la puerta. Cordova intentó mantener la cabeza alta. Su paso era firme, pero los hombros decían otra cosa: Muse veía que estaban encogidos bajo la americana.