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– ¿No denunció la violación?

Ella negó con la cabeza.

– No se lo diga a nadie, por favor.

– De acuerdo.

Se quedaron un rato en silencio.

– ¿Susan?

– Sé que fue hace mucho tiempo… -empezó Ilene.

– Once años -dijo Susan.

– Sí. Pero quizá le convendría denunciarlo.

– ¿Qué?

– Si lo arrestan, podemos hacerle una prueba. Puede que esté fichado. Los violadores normalmente son reincidentes.

Susan meneó la cabeza.

– Vamos a organizar la campaña de donantes en la escuela.

– ¿Sabe cuál es la probabilidad de encontrar lo que necesitamos?

– Tiene que funcionar.

– Susan, debería ir a la policía.

– Por favor, no insista.

Y entonces una idea curiosa cruzó la cabeza de Ilene.

– ¿Conoce al violador?

– ¿Qué? No.

– Debería pensar en lo que le he dicho.

– No le arrestarán, ¿entendido? Debo irme. -Susan salió del reservado y se puso de pie junto a Ilene-. Si creyera que existe alguna posibilidad de ayudar a mi hijo, lo haría. Pero no existe. Se lo ruego, doctora Goldfarb. Ayúdenos con la campaña de donantes. Ayúdeme a encontrar otro modo. Ahora sabe la verdad, por favor, debe dejarlo así.

En su aula, Joe Lewiston limpió la pizarra con una esponja. Con los años habían cambiado muchas cosas en la enseñanza, como la sustitución de las pizarras verdes por las nuevas blancas y lavables, pero Joe insistía en mantener aquella reliquia de las generaciones anteriores. Había algo en el polvo, en el chasquido de la tiza cuando escribía, y en limpiarla con una esponja que, de alguna manera, lo vinculaba al pasado y le recordaba quién era y qué hacía.

Joe usó la esponja gigante y estaba demasiado mojada. Resbaló agua por la pizarra y él recogió la cascada con la esponja, siguiendo líneas rectas arriba y abajo. Intentó perderse en aquella simple tarea.

Casi lo consiguió.

A aquella aula la llamaba «Tierra de Lewiston». A los niños les chiflaba, pero en realidad no tanto como a él. Deseaba tanto ser diferente, no sólo hacer discursos y enseñar el material requerido y ser fácil de olvidar. Aquél era su lugar. Los alumnos habían escrito diarios y él también. Él leía los de los niños, y les permitía leer el suyo. Nunca gritaba. Cuando un niño hacía algo bien o digno de destacar, ponía una marca junto a su nombre. Cuando el niño se portaba mal, borraba la marca. Era así de simple. No creía en hacer excepciones con los niños ni en hacerles pasar vergüenza.

Veía cómo los demás profesores envejecían, cómo su entusiasmo disminuía con cada clase. El suyo no. Se vestía de un personaje para dar la clase de historia. Montaba cazas del tesoro en las que era necesario resolver problemas matemáticos para encontrar el siguiente objeto. La clase tenía que realizar su propia película. En aquella sala, en la Tierra de Lewiston pasaban muchas cosas buenas, y sólo había habido aquel mal día en que debería haberse quedado en casa porque todavía tenía el estómago dolorido por la gripe estomacal y el aire acondicionado se había estropeado, se encontraba fatal, le estaba subiendo la fiebre y…

¿Por qué decía estas cosas? Dios, había hecho una cosa horrible a aquella niña.

Encendió el ordenador. Le temblaban las manos. Tecleó la dirección de la página de la escuela de su esposa. La contraseña era ahora JoeamaaDolly.

Al correo no le pasaba nada.

Dolly no entendía mucho de ordenadores ni de Internet. Así que Joe se había adelantado y le había cambiado la contraseña. Era por eso por lo que su correo no «funcionaba» como era debido. Ella tenía otra contraseña, y cuando intentaba entrar, no se lo permitía.

Ahora, en la seguridad de aquella aula que tanto amaba, Joe Lewiston comprobó los correos que había recibido Dolly. Esperaba no ver otra vez la misma dirección de envío.

Pero la vio.

Se mordió el labio para no gritar. Tenía un tiempo limitado hasta que Dolly exigiera saber qué le pasaba a su correo. Tenía un día quizá, no más. Y no creía que un día fuera suficiente.

Tia dejó a Jill otra vez en casa de Yasmin. Si a Guy Novak le molestó o le sorprendió, lo disimuló. Tia tampoco tenía tiempo para planteárselo. Fue a toda velocidad a la central del FBI en el 26 de Federal Plaza. Hester Crimstein llegó casi exactamente al mismo tiempo. Se encontraron en la sala de espera.

– Repasemos el guión -dijo Hester-. A ti te toca hacer el papel de esposa devota. Yo seré la encantadora veterana que hará un carneo como su abogada.

– Lo sé.

– No digas ni una palabra allí dentro. Deja que me encargue yo.

– Por eso te he llamado.

Hester Crimstein fue hacia la puerta. Tia le siguió. Hester abrió la puerta y entró en tromba. Mike estaba sentado a la mesa. Había dos hombres más en la habitación. Uno estaba en un rincón. El otro estaba prácticamente encima de Mike. Este último se incorporó cuando ellas entraron y dijo:

– Hola. Soy el agente especial Darryl LeCrue.

– No me importa -dijo Hester.

– ¿Disculpe?

– No, no le disculpo. ¿Está arrestado mi cliente?

– Tenemos razones para creer…

– No me importa. Es una pregunta de sí o no. ¿Está arrestado mi cliente?

– Esperamos no tener que…

– De nuevo, no me importa. -Hester miró a Mike-. Doctor Baye, levántese por favor y salga inmediatamente de esta habitación. Su esposa le acompañará a la entrada y pueden esperarme allí.

– Espere un momento, señora Crimstein -dijo LeCrue.

– ¿Sabe mi nombre?

Él se encogió de hombros.

– Sí.

– ¿Cómo?

– La he visto en la tele.

– ¿Quiere un autógrafo?

– No.

– ¿Por qué no? Da lo mismo, no se lo voy a dar. Mi cliente ha terminado por ahora. Si hubiera querido arrestarlo, ya lo habría dicho. Así que saldrá de la habitación y usted y yo charlaremos. Si creo que es necesario, lo traeré de vuelta para hablar con usted. ¿Está claro?

LeCrue miró a su compañero del rincón.

– La respuesta correcta es «Clarísimo, señora Crimstein» -dijo Hester. Después, volviendo a mirar a Mike, añadió-: Márchese.

Mike se levantó. Él y Tia salieron. La puerta se cerró detrás de ellos. Lo primero que preguntó Mike fue:

– ¿Dónde está Jill?

– En casa de Novak.

Mike asintió.

– ¿Quieres ponerme al día? -preguntó Tia.

Mike se lo contó todo, su visita al Club Jaguar, su conversación con Rosemary McDevitt, la pelea que estuvo a punto de iniciar, la aparición de los federales, y el interrogatorio y las fiestas farm.

– Club Jaguar -dijo Mike al acabar-. Acuérdate de los mensajes instantáneos.

– De CeJota8115 -dijo Tia.

– Sí. No son las iniciales de una persona. Significa Club Jaguar.

– ¿Y el 8115?

– No lo sé. A lo mejor es que hay muchas personas con esas iniciales.

– ¿Y tú crees que es esa tal Rosemary comosellame?

– Sí.

Tia intentó asumirlo.

– En cierto modo tiene sentido. Spencer Hill robó fármacos del botiquín de su padre. Así es como se suicidó. Quizá lo hizo en alguna de esas fiestas farm. Quizá estaban celebrando una en la azotea.

– ¿Y crees que Adam estaba allí?

– Parece lógico. Estaban celebrando una fiesta farm. Mezclas las pastillas, crees que es seguro…

Los dos callaron.

– Entonces, ¿Spencer se suicidó? -preguntó Mike.

– Mandó aquellos mensajes.

Se quedaron en silencio. No querían llegar a la otra conclusión.

– Tenemos que encontrar a Adam -dijo Mike-. Concentrémonos en esto, ¿de acuerdo?

Tia asintió. Se abrió la puerta de la sala de interrogatorio y salió Hester. Se acercó a ellos y dijo:

– Aquí no. Salgamos a hablar fuera.

Siguió caminando. Mike y Tia la siguieron rápidamente. Subieron al ascensor, pero Hester no dijo nada. Cuando se abrieron las puertas, Hester caminó decidida hacia la puerta giratoria y salió. Mike y Tia la siguieron.