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– Sabe que es tu hora de hockey, ¿no?

– Sí.

– Pues debería abstenerse.

– Sólo es un mensaje, Mo.

– Te matas a trabajar en el hospital toda la semana -dijo él, con aquella sonrisita que nunca te dejaba claro si bromeaba o no-. Es la hora de hockey y es sagrada. Ya debería saberlo.

Mo estaba presente aquel día frío de otoño en que Mike vio por primera vez a Tia. De hecho, Mo la había visto primero. Habían jugado el partido de inauguración contra Yale. Mike y Mo eran júniores. Tia estaba en las gradas. Durante el calentamiento previo al partido -esa parte en la que patinas en círculo y te estiras- Mo le había dado un codazo y había señalado a Tia con la cabeza diciendo:

– Bonito jersey de cachorritos.

Así fue como empezó.

Mo tenía la teoría de que todas las mujeres irían detrás de Mike o de él. Mo se llevaba a las que se sentían atraídas por los chicos malos, mientras que Mike se llevaba a las chicas que veían verjas de estacas en sus fantasías. Así que en el tercer tiempo, con una ventaja cómoda de Dartmouth, Mo se peleó y pegó una paliza a un jugador de Yale. Mientras lo machacaba, se volvió, guiñó el ojo a Tia y evaluó su reacción.

Los árbitros los separaron. Mo patinó hacia la tribuna de castigo, pero antes se inclinó para decirle a Mike:

– Para ti.

Palabras proféticas. Coincidieron en una fiesta después del partido. Tia había ido con un sénior, pero no estaba interesada en él. Hablaron de su pasado. Él le dijo enseguida que quería ser médico y ella quiso saber desde cuándo lo sabía.

– Creo que desde siempre -contestó él.

Tia no quiso aceptar aquella respuesta. Indagó más, de una forma que él acabaría por reconocer como personal. Finalmente, Mike se sorprendió contándole que había sido un niño enfermizo y que los médicos eran sus héroes. Ella le escuchó como nadie lo había hecho ni lo haría. No es que iniciaran una relación, sino que se lanzaron a ella. Comían juntos en la cafetería. Estudiaban juntos por la noche. Mike le llevaba vino y velas a la biblioteca.

– ¿Te importa si leo su mensaje? -preguntó Mike.

– Es una pesada.

– Exprésate, Mo. No te cortes.

– Si estuvieras en la iglesia, ¿te mandaría mensajes?

– ¿Tia? Probablemente.

– Bueno, léelo. Y después dile que nos vamos a un bar de titis genial.

– Sí, hombre. Ahora mismo.

Mike apretó una tecla y leyó el mensaje.

Necesito hablar. Algo que he encontrado en el informe del ordenador. Ven a casa enseguida.

Mo vio la expresión en la cara de su amigo.

– ¿Qué?

– Nada.

– Bien. Entonces seguimos con el plan del bar de titis para esta noche.

– Nunca dijimos de ir a un bar de titis.

– ¿No serás uno de esos mariquitas que prefieren llamarlos «clubes para caballeros»?

– Se llame como se llame, no puedo.

– ¿Te hace volver a casa?

– Tenemos un problema.

– ¿Qué?

Mo no conocía el significado de «personal».

– Con Adam -dijo Mike.

– ¿Mi ahijado? ¿Qué pasa?

– No es tu ahijado.

Mo no era el padrino porque Tia no lo había permitido. Pero eso no impedía que Mo pensara que lo era. Cuando bautizaron al niño, Mo se había colocado en primera fila junto al hermano de Tia, el padrino de verdad. Mo le miró con hostilidad. Y el hermano de Tia no dijo ni palabra.

– ¿Y qué es lo que pasa?

– Todavía no lo sé.

– Tia es demasiado protectora, ya lo sabes.

Mike dejó el móvil.

– Adam ha dejado el equipo de hockey.

Mo hizo una mueca como si Mike hubiera insinuado que su hijo se había introducido en el culto al demonio o la bestialidad.

– Vaya.

Mike se desató los patines y se los quitó.

– ¿Cómo puede ser que no me lo hayas dicho? -preguntó Mo.

Mike empezó a despegar y quitarse los protectores de los hombros. Se marcharon algunos compañeros, que se despidieron del doctor. La mayoría conocía suficientemente a Mo para mantenerse apartados de él.

– Te he traído yo -dijo Mo.

– ¿Y qué?

– Que has dejado tu coche en el hospital. Perderás tiempo si te acompaño a recogerlo. Te llevaré a casa.

– No creo que sea buena idea.

– Lo siento. Quiero ver a mi ahijado y descubrir qué estáis haciendo mal.

4

Cuando entraron en su calle, Mike vio que Susan Loriman, su vecina, estaba fuera. Fingía hacer algo en el jardín -arrancar hierbas, plantar o algo por el estilo-, pero Mike sabía que era otra cosa lo que pretendía. Pararon en la entrada y Mo miró a la vecina que estaba arrodillada.

– Buen culo.

– Seguramente su marido estará de acuerdo contigo.

Susan Loriman se levantó. Mo la observó.

– Sí, pero su marido es un idiota.

– ¿Por qué dices eso?

Hizo un gesto con la barbilla.

– Por los coches.

En la entrada estaba aparcado el coche deportivo del marido, un Corvette tuneado rojo. Su otro coche era un BMW 550Í negro, y el de Susan un Dodge Caravan de color gris.

– ¿Qué les pasa?

– ¿Son de él?

– Sí.

– Tengo una amiga -dijo Mo- que es la tía más buena que hayas visto en tu vida. Es hispana, latina o algo así. Antes era luchadora profesional y se hacía llamar Pocahontas. ¿Te acuerdas de aquellos números tan sexis que daban en el Canal Once por las mañanas?

– Sí, me acuerdo.

– Bueno, pues la tal Pocahontas me contó que cada vez que ve a un tipo con un coche como ése, cuando se le acerca con las ruedas trucadas y el motor revolucionado y le echa miraditas, ¿sabes qué le dice?

Mike negó con la cabeza.

– «Siento lo de tu pene».

Mike no pudo evitar sonreír.

– «Siento lo de tu pene». Ya ves, ¿a que está bien?

– Sí -reconoció Mike-. Es mortal.

– Es difícil responder a esto.

– Sin duda.

– Así que tu vecino… el marido de ella, ¿no?, tiene dos. ¿Qué crees que significa?

Susan Loriman miró hacia ellos. A Mike siempre le había parecido sumamente atractiva, la madre más estupenda del barrio, a la que los adolescentes se referían como una MQMF, es decir, «madre que me follaría», aunque a él no le gustara pensar en siglas tan groseras. No es que Mike fuera a hacer nada al respecto, pero esta clase de cosas se siguen notando al estar vivo. Susan tenía los cabellos tan negros que parecían azules y en verano siempre los llevaba recogidos en una cola. Vestía pantalones cortos y llevaba gafas de sol a la última y en sus preciosos labios rojos siempre esbozaba una sonrisa maliciosa.

Cuando sus hijos eran más pequeños, Mike se la encontraba en el parque infantil de Maple Park. No pretendía nada, pero le gustaba mirarla. Conoció a un padre que intencionadamente atosigó al hijo de Susan para que entrara en el equipo de la Liga Infantil sólo para poder verla en los partidos.

Ese día no llevaba gafas y su sonrisa era tensa.

– Parece tremendamente triste -comentó Mo.

– Sí. Oye, espérame un momento, ¿de acuerdo?

Mo iba a decir alguna tontería, pero vio algo en la cara de Susan y calló.

– Sí, por supuesto -dijo.

Mike se acercó y Susan intentó seguir sonriendo, pero el rictus empezaba a desvanecerse.

– Hola -dijo Mike.

– Hola, Mike.

Él sabía por qué Susan estaba fuera fingiendo trabajar en el jardín y no quería hacerla esperar.

– No tendremos los resultados de la tipificación tisular de Lucas hasta mañana.

Ella tragó saliva y asintió demasiado rápido.

– De acuerdo.

Mike quería acercarse y tocarla. En la consulta podría haberlo hecho. Los médicos lo hacen. Pero no era el lugar apropiado para hacerlo, así que se decidió por una frase manida: