El día después de que hallaran muerto a su hijo, había encontrado a Ron vaciando la habitación, tal como había hecho con la silla de la cocina de Spencer. Pero Betsy lo detuvo de una forma que no admitía réplica. Una cosa era una silla y otra, todas sus cosas; hasta Ron podía ver la diferencia.
Después del suicidio muchos días se tumbaba en el suelo en posición fetal y lloraba. Le dolía mucho el estómago. Sólo deseaba morir, nada más, dejar que la agonía la venciera y la devorara. Pero no se moría. Ponía las manos sobre la cama, alisando las sábanas. Enterraba la cara en su almohada, pero el olor se había esfumado.
¿Cómo podía haber ocurrido?
Pensó en su conversación con Tia Baye, en lo que significaba, en lo que podía significar en última instancia. Nada en realidad. Al final Spencer seguía muerto. En esto Ron llevaba razón. Saber la verdad no cambiaría nada, ni siquiera la ayudaría a sentirse mejor. Saber la verdad no le daría aquella maldita «conclusión», porque lo cierto es que no la deseaba. ¿Qué madre, una madre que ya había fallado tanto a su hijo, querría seguir adelante, dejar de sufrir, recibir alguna clase de dispensa?
– Eh.
Miró. Ron estaba en el umbral. Intentó sonreírle. Betty se guardó el móvil en el bolsillo de atrás.
– ¿Estás bien? -preguntó él.
– ¿Ron?
Él esperó.
– Necesito descubrir qué pasó en realidad aquella noche.
– Lo sé -dijo Ron.
– No me devolverá a Spencer -dijo ella-. Lo sé. Ni siquiera nos hará sentir mejor. Pero siento que necesito hacerlo de todos modos.
– ¿Por qué? -preguntó.
– No lo sé.
Ron asintió. Entró en la habitación y se inclinó hacia ella. Por un momento ella pensó que iba a abrazarla y el cuerpo se le puso rígido sólo de pensarlo. Él se detuvo al verlo, parpadeó y volvió a incorporarse.
– Más vale que me vaya -dijo.
Se volvió y salió. Betsy sacó el teléfono del bolsillo. Lo conectó al cargador y lo encendió. Todavía con el móvil en la mano, Betsy se acurrucó en posición fetal y lloró. Pensó en su hijo en esa misma posición fetal -¿esto también era hereditario?- en aquella fría y dura azotea.
Miró las llamadas en el móvil de Spencer. No encontró sorpresas. Ya lo había mirado otras veces, pero ahora hacía semanas que no lo hacía. Aquella noche Spencer llamó a Adam Baye tres veces. La última vez que habló con él fue una hora antes del mensaje de suicidio. Aquella llamada sólo duró un minuto. Adam dijo que Spencer le había dejado un mensaje confuso. Ahora Betty se preguntaba si sería mentira.
La policía había encontrado este móvil en la azotea junto al cadáver de Spencer.
Ahora lo tenía en la mano y cerraba los ojos. Estaba medio dormida, meciéndose en ese estadio entre el sueño y la vigilia, cuando oyó sonar el teléfono. Por un momento creyó que era el móvil de Spencer, pero no, era el teléfono fijo.
Betsy quería dejar que saltara el contestador, pero podía ser Tia Baye. Logró levantarse del suelo. Había un teléfono en la habitación de Spencer. Comprobó el identificador y vio un número conocido.
– ¿Diga?
Un silencio.
– ¿Diga?
Entonces una voz juvenil ahogada por las lágrimas dijo:
– La he visto con mi madre en la azotea.
Betsy se incorporó.
– ¿Adam?
– Lo siento mucho, señora Hill.
– ¿Desde dónde llamas? -preguntó Betsy.
– Desde un teléfono público.
– ¿Dónde?
Oyó más sollozos.
– ¿Adam?
– Spencer y yo solíamos quedar detrás de su patio. En aquel bosque donde tenían el columpio. ¿Sabe dónde le digo?
– Sí.
– Podemos vernos allí.
– De acuerdo, ¿cuándo?
– A Spencer y a mí nos gustaba porque se puede ver a todos los que vienen y van. Si se lo dice a alguien, le veré. Prométame que no se lo dirá a nadie.
– Lo prometo. ¿Cuándo?
– Dentro de una hora.
– De acuerdo.
– ¿Señora Hill?
– ¿Sí?
– Lo que le pasó a Spencer -dijo Adam-. Fue culpa mía.
En cuanto Mike y Tia entraron en su calle, vieron al hombre de los cabellos largos y las uñas sucias paseando por su césped.
– ¿No es ése Brett, de tu oficina? -preguntó Mike.
Tia asintió.
– Le he pedido que revisara lo del correo electrónico. El de la fiesta de los Huff.
Entraron en su paseo. Susan y Dante Loriman también estaban fuera. Dante los saludó. Mike le devolvió el saludo. Miró a Susan. Ella levantó forzadamente una mano y después fue hacia la puerta de su casa. Mike volvió a saludar y se volvió. Ahora no tenía tiempo.
Sonó su móvil. Mike miró el número y frunció el ceño.
– ¿Quién es? -preguntó Tia.
– Ilene -dijo-. Los federales también la han interrogado. Debo contestar.
Tia asintió.
– Yo hablaré con Brett.
Tia bajó del coche. Brett todavía estaba paseando, animadamente, hablando consigo mismo. Ella le llamó y se detuvo.
– Alguien te está liando, Tia -dijo Brett.
– ¿Cómo?
– Debo entrar y revisar el ordenador de Adam para asegurarme.
Tia quería seguir preguntando, pero sería una pérdida de tiempo. Abrió la puerta y dejó entrar a Brett. Él conocía el camino.
– ¿Le habéis contado a alguien lo que os puse en el ordenador? -preguntó.
– ¿Lo del programa espía? No. Bueno, anoche sí. A la policía, claro.
– ¿Y antes de eso qué? ¿Se lo dijisteis a alguien?
– No. Mike y yo no estábamos muy orgullosos. Ah, espera, a nuestro amigo Mo.
– ¿A quién?
– Es prácticamente el padrino de Adam. Mo nunca le haría ningún daño a nuestro hijo.
Brett se encogió de hombros. Estaban en la habitación de Adam. El ordenador estaba encendido. Brett se sentó y empezó a teclear. Sacó los correos de Adam e introdujo un programa. La pantalla se llenó de símbolos. Tia observaba sin entender nada.
– ¿Qué estás buscando?
Él se recogió los cabellos grasientos detrás de la oreja y estudió la pantalla.
– Espera. El correo del que me hablaste fue borrado, ¿te acuerdas? Quería comprobar si tenía alguna clase de función temporal de envío, no… Y entonces… -Calló-. Un momento… vale, sí.
– ¿Sí qué?
– Es que es muy raro. Dices que Adam no estaba cuando recibió el mensaje. Pero sabemos que el mensaje se leyó en este ordenador, ¿no?
– Sí.
– ¿Tienes algún candidato?
– La verdad es que no. Ninguno de nosotros estaba en casa.
– Porque esto es lo interesante. El mensaje no sólo se leyó en el ordenador de Adam, también se mandó desde aquí.
Tia hizo una mueca.
– ¿O sea que entró alguien, encendió el ordenador, le mandó un mensaje desde su ordenador sobre una fiesta en casa de los Huff, lo abrió y después lo borró?
– Es más o menos lo que digo.
– ¿Por qué haría alguien algo así?
Brett se encogió de hombros.
– ¿Lo único que se me ocurre? Para volverte loca.
– Pero nadie sabía lo del E-SpyRight. Excepto Mike y yo y Mo y… -intentó mirarle a los ojos, pero él la esquivó- tú.
– Eh, a mí no me mires.
– Se lo dijiste a Hester Crimstein.
– Lo siento mucho. Pero es la única persona que lo sabe.
Tia reflexionó. Y entonces miró a Brett con sus uñas sucias y la barba de dos días y la camiseta moderna, pero raída, y pensó en cómo podía haber confiado en aquel chico al que apenas conocía y en lo idiota que había sido.
¿Cómo sabía que lo que le decía era verdad?
Él le había enseñado que podía entrar y ver los informes desde Boston si quería. ¿Era descabellado pensar que él también había puesto una contraseña, para poder entrar en el programa y leer los informes? ¿Cómo iba a enterarse ella? ¿Cómo sabría realmente alguien lo que había en el ordenador? Las empresas ponen programas espía para saber por dónde navegas. Las tiendas te dan tarjetas para poder vigilar lo que compras. Dios sabe lo que las empresas de informática pueden haber precargado en el disco duro de tu ordenador. Ingenios de búsqueda seguían lo que mirabas y, con lo barato que era el almacenaje hoy, nunca tenían que borrarlo.