– Supongo que esa foto hace tiempo que está puesta en la página conmemorativa -dijo Adam-. Nunca entro en ella.
– ¿No?
– No.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Para mí no es Spencer, ¿sabe? Ni siquiera conozco a las chicas que la abrieron. Ya tengo bastantes recuerdos. Así que no la miro.
– ¿Sabes quién sacó la foto?
– Creo que DJ Huff. Bueno, no puedo estar seguro porque yo estoy en el fondo. Estoy mirando a otro lado. Pero DJ descargó muchas fotos en aquella página. Probablemente las descargó todas y ni siquiera se dio cuenta de que eran de aquella noche.
– ¿Qué ocurrió, Adam?
Adam se echó a llorar. Betsy había estado pensando hacía sólo unos segundos que Adam parecía casi un hombre. Ahora el hombre se había esfumado y había vuelto el niño.
– Nos peleamos.
Betsy se quedó quieta. Quizá a dos metros de distancia, pero sentía cómo a Adam le hervía la sangre.
– Así se hizo aquella magulladura de la cara -dijo Adam.
– ¿Le pegaste?
Adam asintió.
– Eras su amigo -dijo Betsy-. ¿Por qué os peleasteis?
– Estábamos bebiendo y colocándonos. Fue por una chica. La cosa se nos fue de las manos. Nos empujamos y él me dio un puñetazo. Lo esquivé y después le pegué en la cara.
– ¿Por una chica?
Adam bajó los ojos.
– ¿Quién más estaba allí? -preguntó.
Adam sacudió la cabeza.
– No importa.
– A mí sí me importa.
– No debería. Es conmigo con quien se peleó.
Betsy intentó imaginarlo. Su hijo. Su precioso hijo y su ultimo día en la Tierra y su mejor amigo le había pegado en la cara. Intentó mantener un tono sereno, pero no lo consiguió.
– No entiendo absolutamente nada. ¿Dónde estabais?
– Teníamos que ir al Bronx. Allí hay un local donde dejan entrar a chicos de nuestra edad.
– ¿En el Bronx?
– Pero antes de ir, Spencer y yo nos peleamos. Le pegué y le insulté de una forma horrible. Estaba furioso. Y entonces él se marchó. Debería haber ido tras él. No fui. Le dejé marchar. Debería haberme imaginado lo que haría.
Betsy Hill se quedó quieta, atontada. Recordó lo que había dicho Ron, que nadie había obligado a su hijo a robar vodka y pastillas de casa.
– ¿Quién mató a mi hijo? -preguntó.
Pero ya lo sabía.
Lo había sabido desde el principio. Había buscado explicaciones para lo inexplicable y tal vez llegara a encontrar una, pero el comportamiento humano normalmente era mucho más complejo. Tienes a dos hermanos criados exactamente de la misma manera y uno acaba siendo un encanto y el otro, un asesino. Algunas personas lo atribuían a un «cruce de cables», a la superioridad de la naturaleza sobre la educación, pero a veces ni siquiera se trata de eso: es sólo un suceso azaroso que altera las vidas, algo en el viento que se mezcla con su particular química cerebral, nada en realidad y, después de la tragedia, buscas explicaciones y quizá encuentras alguna, pero sólo estás haciendo teorías a posteriori.
– Cuéntame lo que pasó, Adam.
– Más tarde intentó llamarme -dijo Adam-. Por eso tenía esas llamadas. Vi que era él. Y no respondí. Dejé que saltara el buzón de voz. Ya estaba muy colocado. Él estaba deprimido y triste y yo debería haberlo visto. Debería haberle perdonado. Pero no lo perdoné. Éste fue el último mensaje que me mandó. Decía que lo sentía y que sabía cómo acabar. Ya había pensado antes en el suicidio. Todos hablamos de ello. Pero en su caso era diferente. Era más serio. Y yo me peleé con él. Lo insulté y le dije que nunca lo perdonaría.
Betsy Hill sacudió la cabeza.
– Era un buen chico, señora Hill.
– Él fue el que se llevó los medicamentos de casa, de nuestro botiquín… -dijo ella, más para sí misma que para él.
– Lo sé. Lo hacíamos todos.
Las palabras del chico la machacaban y no la dejaban pensar.
– ¿Una chica? ¿Os peleasteis por una chica?
– Fue culpa mía -dijo Adam-. Perdí el control. No le busqué. Escuché los mensajes demasiado tarde. Fui a la azotea en cuanto pude. Pero estaba muerto.
– ¿Le encontraste?
Adam asintió.
– ¿Y no dijiste nada?
– Fui un cobarde. Pero ya no lo soy. Se acabó.
– ¿Qué se acabó?
– Lo siento mucho, señora Hill. No pude salvarlo.
– Yo tampoco, Adam -dijo Betsy.
Dio un paso hacia él, pero Adam sacudió la cabeza.
– Se acabó -repitió.
Después retrocedió dos pasos, se volvió y huyó.
33
Paul Copeland estaba frente a un sinfín de micrófonos de prensa diciendo:
– Necesitamos su ayuda para encontrar a una mujer desaparecida llamada Reba Cordova.
Muse observaba desde un extremo del escenario. Las pantallas mostraban una fotografía dolorosamente tierna de Reba. Su sonrisa era de las que te hacían sonreír; por el contrario, en una situación así, te partían el corazón por la mitad. Había un teléfono al pie de la pantalla.
– También necesitamos ayuda para localizar a esta mujer.
Emitieron la fotografía del vídeo de vigilancia de la tienda Target.
– Estamos buscando a esta mujer en este caso. Si tienen alguna información, por favor llamen al número de abajo.
Ahora empezarían a llamar los pirados, pero en una situación así, los pros superaban a los contras, en opinión de Muse. Dudaba que nadie hubiera visto a Reba Cordova, pero era muy posible que alguien reconociera a la mujer de la foto de vigilancia. Era en esto en lo que Muse ponía más esperanzas.
Neil Cordova estaba de pie junto a Cope. Frente a él estaban las hijas de él y de Reba. Cordova mantenía la barbilla alta, pero se podía ver que le temblaba. Las niñas Cordova eran preciosas y tenían los ojos asustados y muy abiertos, como esas personas que se ven saliendo de una casa incendiada en los boletines de guerra.
Evidentemente los canales de televisión estaban encantados con esto: la fotogénica familia afligida. Cope le dijo a Cordova que no hacía falta que asistiera o que podía asistir sin las niñas. Neil Cordova no quiso ni oír hablar de ello.
– Necesitamos hacer todo lo que podamos para salvarla -le dijo a Cope-, no quiero que, más adelante, mis hijas tengan dudas.
– Será una experiencia traumática -contestó Cope.
– Si su madre está muerta, lo pasarán fatal de todos modos. Quiero que al menos sepan que hicimos todo lo que pudimos.
Muse sintió vibrar su móvil. Lo miró y vio que era Clarence Morrow llamando desde el depósito. Ya era hora.
– El cadáver es el de Marianne Gillespie -dijo Clarence-. El ex marido está seguro.
Muse se adelantó un poquito, sólo para que Cope la viera. Cuando él la miró, le hizo una señal con la cabeza. Cope volvió a hablar diciendo:
– También hemos identificado un cadáver que podría estar relacionado con la desaparición de la señora Cordova. Una mujer llamada Marianne Gillespie…
Muse volvió al móvil.
– ¿Has interrogado a Novak?
– Sí. No creo que tenga nada que ver. ¿Y tú?
– No.
– No tenía motivo. Su novia no es la mujer de la cinta de vigilancia, y no se ajusta a la descripción del tipo de la furgoneta.
– Llévalo a casa. Deja que hable con su hija con calma.
– Estamos en camino. Novak ya ha llamado a su novia para que se asegure de que las niñas no ven las noticias hasta que él vuelva.
En la pantalla apareció una fotografía de Marianne Gillespie. Curiosamente, Novak no tenía ninguna foto antigua de su ex, pero Reba Cordova visitó a Marianne en Florida la primavera pasada y sacó algunas fotos. La foto estaba hecha junto a la piscina, con Marianne en biquini, pero le habían recortado la cara para las cámaras. Marianne había sido algo así como una bomba, pensó Muse, aunque había visto tiempos mejores. Todo no estaba tan tirante como había estado, pero estaba claro que había sido explosiva.