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Por fin Neil Cordova se adelantó para hablar. Los flashes de las cámaras crearon la iluminación cegadora que siempre intimida a los no iniciados. Cordova pestañeó. Parecía más tranquilo, y había puesto una cara inexpresiva. Dijo que amaba a su mujer y que era una madre maravillosa y que si alguien tenía información, por favor, llamara al teléfono que aparecía en pantalla.

– Pst.

Muse se volvió. Era Frank Tremont. Le hizo un gesto para que se acercara.

– Tenemos algo -dijo.

– ¿Ya?

– Ha llamado una viuda que había estado casada con un poli de Hawthorne. Dice que la mujer de la foto de vigilancia vive sola en el piso de abajo. Dice que la mujer es de algún país extranjero y que se llama Pietra.

Saliendo de la escuela, Joe Lewiston revisó su correo en la oficina principal.

Había otro folleto y una nota personal de la familia Loriman pidiendo ayuda para encontrar a un donante para su hijo Lucas. Joe nunca había tenido de alumno a ninguno de los niños Loriman, pero había visto a la madre en la escuela. Los profesores varones pueden fingir que están por encima de estas cosas, pero se fijan en las madres cañón. Susan Loriman era una de ellas.

El folleto -el tercero que veía- decía que el próximo viernes mandaría a un «profesional médico» a la escuela para realizar los análisis de sangre.

Por favor, ayúdenos a salvar la vida de Lucas…

Joe se sintió fatal. Los Loriman estaban trabajando frenéticamente para salvar la vida de su hijo. La señora Loriman le había mandado un mensaje y le había llamado, para pedirle ayuda: «Sé que nunca ha dado clase a mis hijos, pero en la escuela todos le consideran un líder», y Joe había pensado, egoístamente, porque los seres humanos son egoístas, que quizá esto le ayudaría a recuperar su buena fama tras la controversia de XY-Yasmin o al menos aliviaría su sentimiento de culpa. Pensó en su propia hija, se imaginó a la pequeña Allie en un hospital con tubos por todas partes, enferma y sufriendo. Esta idea debería haber puesto sus problemas en perspectiva, pero no los puso. Siempre hay alguien que está peor que tú y esto nunca te consuela del todo.

Condujo y pensó en Nash. Joe todavía tenía tres hermanos mayores vivos, pero confiaba más en Nash que en ninguno de ellos. Nash y Cassie parecían una pareja inverosímil, pero cuando estaban juntos, era como si fueran una sola entidad. Había oído que a veces sucedía esto, pero él nunca lo había visto ni antes ni después. Dios sabía que él y Dolly no eran así.

Por cursi que sonara, Cassie y Nash realmente eran dos que se habían convertido en uno.

Cuando Cassie murió, fue absolutamente demoledor. Nunca pensaron que fuera a ocurrir. Ni siquiera después del diagnóstico. Ni siquiera después de ver los terribles efectos causados por su enfermedad. Siempre pensaron que Cassie encontraría la forma de superarlo. No debería haber sido tan impactante cuando al final sucumbió. Pero lo fue.

Joe vio a Nash cambiar más que ninguno de ellos, o quizá, cuando dos que eran uno se ven obligados a volver a ser dos, algo se pierde. Nash tenía una frialdad que ahora a Joe le parecía extrañamente reconfortante porque para Nash importaban muy pocas personas. Las personas externamente cálidas fingen que apoyan a todos, pero cuando las cosas se ponen feas, como ahora, lo que quieres es llamar a un amigo fuerte que sólo piensa en tu interés, a quien le importe un rábano lo que está bien o mal, que sólo quiera que las personas que le importan estén a salvo.

Ése era Nash.

– Le prometí a Cassandra que te protegería -le había explicado Nash después del funeral.

En cualquier otra persona esto habría sonado grotesco o inquietante, pero viniendo de Nash sabías que lo decía sinceramente y que haría lo que estuviera dentro de su poder casi sobrenatural para mantener su palabra. Era aterrador y excitante y para alguien como Joe, el hijo poco atlético ignorado por su exigente padre, significaba mucho.

Cuando Joe cruzó la puerta, vio que Dolly estaba en su ordenador. Tenía una expresión rara en la cara y Joe sintió que se le encogía el estómago.

– ¿Dónde estabas? -preguntó Dolly.

– En la escuela.

– ¿Por qué?

– Quería ponerme al día.

– Mi correo sigue sin funcionar.

– Le echaré otro vistazo.

Dolly se puso de pie.

– ¿Te apetece un té?

– Me encantaría, gracias.

Le besó en la mejilla. Joe se sentó frente al ordenador. Esperó a que ella saliera de la habitación, y después entró en su cuenta. Estaba a punto de comprobar sus mensajes, cuando algo en la página de inicio le llamó la atención.

En su página de inicio estaban pasando «Fotos destacadas» de las noticias. Había noticias internacionales, seguidas de noticias locales, deportes y después entretenimiento. Fue la foto de las noticias locales la que le llamó la atención. La imagen ya había desaparecido, sustituida por otra sobre los New York Knicks.

Joe clicó sobre la flecha para retroceder y la encontró.

Era una fotografía de un hombre con sus dos hijas. Reconoció a una de ellas. No era una de sus alumnas, pero iba a su escuela. O al menos se parecía mucho a una que sí iba. Clicó sobre la noticia. El titular decía:

MUJER DESAPARECIDA

Vio el nombre de Reba Cordova. La conocía. Había formado parte de la comisión de la biblioteca escolar en la que Joe era el profesor de enlace. Era vicepresidenta de la Asociación de Padres y Joe recordaba su cara sonriente en la puerta trasera cuando dejaban salir a los niños.

¿Había desaparecido?

Después leyó el texto sobre la posible conexión con un cadáver encontrado recientemente en Newark. Leyó el nombre de la víctima de asesinato y sintió que se quedaba sin aliento.

Dios del cielo, ¿qué había hecho?

Joe Lewiston fue al baño y vomitó. Después cogió el teléfono y marcó el número de Nash.

34

Primero Ron Hill se aseguró de que ni Betsy ni los gemelos estuvieran en casa. Después subió al dormitorio de su hijo fallecido.

No quería que nadie lo supiera.

Ron se apoyó en el marco de la puerta. Miró la cama como si pudiera evocar la imagen de su hijo, como si pudiera mirar con tanta intensidad que al final se materializara en Spencer tumbado boca arriba mirando al techo como hacía siempre, silencioso y con lágrimas en los ojos.

¿Por qué no lo habían visto?

Miras atrás y te das cuenta de que el chico siempre estaba taciturno, siempre un poco triste, demasiado apagado. No quieres etiquetarlo con palabras como maníaco-depresivo. Al fin y al cabo sólo es un chico, y te imaginas que lo superará. Pero ahora, con la ventaja de la perspectiva, ¿cuántas veces había pasado frente a esta habitación y la puerta estaba cerrada y Ron la abría sin llamar -era su casa, maldita sea, y no tenía por qué llamar- y Spencer estaba echado en aquella cama con lágrimas en los ojos y le miraba y Ron preguntaba «¿Va todo bien?» y él contestaba «Claro, papá» y Ron cerraba la puerta y ya está?

Menudo padre.

Se culpaba. Se culpaba por lo que no había visto en el comportamiento de su hijo. Se culpaba por dejar las pastillas y el vodka donde su hijo podía cogerlos fácilmente. Pero sobre todo se culpaba por lo que había pensado.

Tal vez había sido la crisis de la mediana edad. Ron no lo creía. Le parecía demasiado conveniente, demasiado fácil. La verdad era que Ron odiaba esta vida. Odiaba su trabajo. Odiaba volver a esta casa y encontrar a unos hijos que no le escuchaban y el ruido constante y tener que ir al Home Depot a comprar bombillas y preocuparse por la factura del gas y de ahorrar para la universidad de los hijos y, Dios, sólo deseaba escapar. ¿Cómo se había visto atrapado en esta vida? ¿Cómo se dejaban atrapar tantos hombres? Él quería una cabaña en el bosque y le gustaba estar solo y sólo eso, estar en lo más profundo del bosque donde no hubiera cobertura para el móvil, y encontrar un claro entre los árboles y levantar la cara hacia el sol y sentirlo.