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De modo que deseó que esta vida despareciera y anheló escapar de ella y, pam, Dios había respondido a sus plegarias matando a su hijo.

Temía estar aquí, en esta casa, en este ataúd. Betsy no se mudaría nunca. Entre él y los gemelos no había ninguna conexión. Un hombre se queda por obligación, pero ¿por qué? ¿Qué sentido tiene? Sacrificas tu felicidad con la débil esperanza de que la siguiente generación sea más feliz. Pero ¿está esto garantizado? ¿Yo soy infeliz, pero mis hijos tendrán una vida más plena? Vaya estupidez. ¿Lo había sido para Spencer?

Volvió a los días después de la muerte de Spencer. Había entrado en la habitación no tanto para empaquetar las cosas como para echarles un vistazo. Le hacía sentir mejor. No sabía por qué. Tenía la necesidad de echar un vistazo a las cosas de su hijo, como si llegar a conocerle ahora pudiera cambiar algo. Betsy entró y se habían peleado. Así que paró y nunca dijo una palabra de lo que había encontrado, y aunque continuara intentando acercarse a Betsy, aunque la persiguiera, la buscara y le hiciera señas, la mujer de la que se había enamorado ya no estaba. Quizá se había ido hacía mucho tiempo -ya no estaba seguro-, pero lo que hubiera quedado de ella había sido enterrado en aquella maldita caja con Spencer.

El sonido de la puerta trasera lo sobresaltó. No había oído parar el coche. Corrió a la escalera y vio a Betsy. Vio la expresión de su cara y dijo:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Spencer se suicidó -dijo.

Ron se quedó quieto sin saber qué contestar a eso.

– Yo quería que hubiera algo más -dijo ella.

Él asintió.

– Lo sé.

– No paro de preguntarme si podíamos haber hecho algo más para salvarlo. Pero quizá no se podía hacer nada. Quizá pasamos cosas por alto, pero quizá no habría importado tampoco. Y detesto pensar así porque no quiero disculparnos… y después pienso, bueno, no me importan ni las disculpas ni culpas ni nada. Sólo quiero volver atrás. ¿Entiendes? Sólo quiero otra oportunidad porque quizá podríamos cambiar algo, la cosita más pequeña, como si giramos a la izquierda en la calle en lugar de a la derecha o si pintamos la casa de amarillo en lugar de azul, lo que sea, y todo pudiera ser diferente.

Ron esperó a que dijera algo más. Como no decía nada, preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido, Betsy?

– Acabo de ver a Adam Baye.

– ¿Dónde?

– Detrás. Donde solían jugar los niños.

– ¿Qué te ha dicho?

Ella le contó lo de la pelea, las llamadas y que Adam se culpaba a sí mismo.

Ron intentó asumirlo.

– ¿Por una chica?

– Sí -dijo.

Pero Ron sabía que era mucho más complicado que eso.

Betsy se volvió.

– ¿Adónde vas? -preguntó él. -Tengo que decírselo a Tia.

Tia y Mike decidieron repartirse las tareas.

Mo fue a su casa. Él y Mike volvieron al Bronx mientras Tia se encargaba del ordenador. Mike puso a Mo al día de lo que había ocurrido. Mo condujo sin pedir más explicaciones. Cuando Mike acabó, Mo sólo preguntó:

– Ese mensaje instantáneo. El de CeJota8115.

– ¿Qué pasa?

Mo siguió conduciendo.

– ¿Mo?

– No lo sé. Pero no me puedo creer que haya ocho mil ciento catorce Cejota más.

– ¿Y?

– Qué los números nunca son aleatorios -dijo Mo-. Siempre significan algo. Sólo hay que descubrir qué.

Mike debería haberlo imaginado. Mo era como un idiota sabio cuando se trataba de números. Esto le había dado entrada en Dartmouth, puntuación máxima en el examen de matemáticas de ingreso y pruebas de aritmética por encima del diez.

– ¿Alguna idea de lo que podría significar?

Mo negó con la cabeza.

– Todavía no. -Y después-: ¿Y ahora qué?

– Tengo que hacer una llamada.

Mike marcó el número del Club Jaguar. Le sorprendió que la propia Rosemary McDevitt respondiera al teléfono.

– Soy Mike Baye.

– Sí, me lo imaginaba. Hoy tenemos cerrado, pero esperaba su llamada.

– Tenemos que hablar.

– Ya lo creo que sí -dijo Rosemary-. Ya sabe dónde estoy. Venga cuanto antes.

Tia miró los mensajes de Adam, pero no había nada importante. Sus amigos, Clark y Olivia, seguían mandando mensajes, cada vez más apremiantes, pero todavía nada de DJ Huff. Esto inquietó a Tia.

Se levantó y salió. Buscó la llave escondida. Estaba donde debía estar. Mo la había utilizado hacía poco y había dicho que la había dejado en su sitio. Mo sabía dónde estaba y en cierto modo, pensó ella, esto le convertía en sospechoso. Pero por mucho que Tia tuviera diferencias con Mo, la confianza no era una de ellas. Jamás perjudicaría a su familia. Había pocas personas que supieras que pararían una bala por ti. Quizá no lo haría por Tia, pero Mo lo haría por Mike, por Adam y por Jill.

Todavía estaba fuera cuando oyó el teléfono. Corrió dentro y lo descolgó al tercer timbre. No tuvo tiempo de mirar el identificador de llamadas.

– Diga.

– ¿Tia? Soy Guy Novak.

Su tono era como algo que cae de un edificio alto sin un lugar seguro donde aterrizar.

– ¿Qué pasa?

– Las niñas están bien, no te preocupes. ¿Has visto las noticias?

– No, ¿por qué?

Él sofocó un sollozo.

– Mi ex esposa ha sido asesinada. Acabo de identificar su cadáver.

Tia no sabía lo que esperaba oír, pero esto…, seguro que no.

– Oh, Dios mío, cuánto lo siento, Guy.

– No quiero que te preocupes por las niñas. Mi amiga Beth está con ellas. Acabo de llamar a casa. Están bien.

– ¿Qué le ha pasado a Marianne? -preguntó Tia.

– La mataron a golpes.

– Oh, no…

Tia sólo había visto a Marianne unas pocas veces. Se había marchado más o menos cuando Yasmin y Jill empezaron la escuela. Fue un jugoso escándalo, una madre incapaz de soportar la tensión de la maternidad, que se hunde, que huye y deja detrás de ella rumores de una vida alocada y sin responsabilidades en un clima más cálido. La mayoría de madres hablaron de ello con tanto asco que Tia no pudo evitar preguntarse si no sentirían un poco de envidia, una cierta admiración por la que había cortado las cadenas, ni que fuera de un modo destructivo y egoísta.

– ¿Han cogido al asesino?

– No. Ni siquiera sabían quién era el cadáver hasta hoy.

– Lo siento mucho, Guy.

– Voy camino de casa. Yasmin todavía no lo sabe. Tengo que decírselo.

– Por supuesto.

– No creo que Jill deba estar ahí cuando se lo diga.

– Por supuesto que no -convino Tia-. Iré a buscarla enseguida. ¿Puedo hacer algo más por ti?

– No, ya nos las arreglaremos. Pero estaría bien que Jill viniera más tarde. Sé que es mucho pedir, pero Yasmin necesitará una amiga.

– Por supuesto. Lo que tú y Yasmin necesitéis.

– Gracias, Tia.

Colgó y Tia se sentó, aturdida. Muerta a golpes. No era capaz de comprenderlo. Demasiado. Nunca había sido capaz de hacer muchas cosas a la vez y los últimos días estaban haciendo estragos en su obsesión por el control.

Cogió las llaves, se preguntó si debía llamar a Mike y decidió que no. Él estaba totalmente centrado en encontrar a Adam. No quería distraerlo. Al salir, el cielo estaba azul como un huevo de petirrojo. Miró calle abajo, a las casas silenciosas, a los céspedes bien cuidados. Los Graham estaban fuera los dos. Él estaba enseñando a su hijo de seis años a montar en bicicleta, sosteniéndolo por el sillín mientras el niño pedaleaba, un rito de paso, y también una cuestión de confianza, como esos ejercicios en los que te dejas caer de espaldas porque sabes que la otra persona te cogerá. Él parecía muy poco en forma. Su esposa observaba desde el jardín. Hacía visera con la mano para tapar el sol. Sonrió. Dante Loriman entró en su jardín con su BMW 550L.