– La doctora Goldfarb y yo haremos todo lo posible.
– Lo sé, Mike.
Su hijo de diez años, Lucas, padecía glomerulosclerosis segmental focal -GSF, para abreviar- y necesitaba urgentemente un trasplante de riñón. Mike era uno de los mejores cirujanos de trasplantes de riñón del país, pero había pasado este caso a su socia, Ilene Goldfarb. Ilene era la jefa de cirugía de trasplante del NewYork Presbyterian y la mejor cirujana que Mike conocía.
Él e Ilene trataban con personas como Susan todos los días. Podía soltar el rollo sobre el distanciamiento, pero las muertes seguían afectándolo. La muerte se le metía dentro, le fastidiaba por la noche, le señalaba con el dedo, se burlaba de él. La muerte nunca era bienvenida, nunca se aceptaba. La muerte era su enemiga, una ofensa constante, y no tenía ninguna intención de perder a este niño por culpa de esa hija de puta.
En el caso de Lucas Loriman, evidentemente era algo extrapersonal. Era la razón principal para que le hubiera pasado el caso a Ilene. Mike conocía a Lucas. Era un niño un poco especial, demasiado bueno para su edad, con gafas que siempre parecían resbalarle por la nariz y unos cabellos que no había forma humana de peinar. A Lucas le encantaban los deportes, pero era torpe en todos. Cuando Mike entrenaba a Adam en el jardín, Lucas se acercaba a observar. Mike le ofrecía un palo, pero Lucas no lo quería. Así que cuando fue consciente de que jugar no sería su destino en la vida, Lucas empezó a apasionarse por la transmisión: «El doctor Baye tiene el disco, esquiva a la izquierda, lanza… ¡estupenda parada de Adam Baye!».
Mike recordó a aquel niño tan bueno subiéndose las gafas y volvió a pensar que no tenía ninguna intención de dejarle morir:
– ¿Duermes bien? -le preguntó Mike.
Susan Loriman se encogió de hombros.
– ¿Quieres que te recete algo?
– Dante no cree en esas cosas.
Dante Loriman era su marido. Mike no quiso reconocerlo ante Mo, pero su evaluación había dado en el clavo: Dante era un idiota. En apariencia era un tipo simpático, pero se podía ver lo estrecho de miras que era. Corrían rumores de que estaba relacionado con la mafia, aunque eso podría deberse a su aspecto. Llevaba los cabellos engominados hacia atrás, camisetas sin mangas, colonia en exceso y joyas demasiado llamativas. A Tia le hacía gracia -«está bien para variar entre tanto estirado»-, pero Mike siempre sentía que había algo raro en él, el machismo de un tipo que quería dar la talla, pero que en realidad sabía que no la daría nunca.
– ¿Quieres que hable con él? -preguntó Mike.
Ella negó con la cabeza.
– Vais a la farmacia de la avenida Maple, ¿no?
– Sí.
– Llamaré y dejaré una receta. Puedes recogerla si quieres.
– Gracias, Mike.
– Nos vemos mañana.
Mike volvió al coche. Mo estaba esperando con los brazos cruzados. Llevaba unas gafas de sol que le daban una apariencia de lo más imperturbable.
– ¿Una paciente?
Mike pasó de largo. No hablaba de los pacientes. Mo lo sabía.
Mike se paró frente a su casa y la contempló unos instantes. Se preguntó por qué el hogar parecía tan frágil como sus pacientes. De derecha a izquierda, la calle estaba llena de viviendas como la suya que pertenecían a parejas que habían llegado de todas partes y un buen día se habían parado en el jardín, mirando la casa y pensando: «Sí, aquí es donde vamos a vivir y educar a nuestros hijos, donde vamos a proteger nuestras esperanzas y nuestros sueños. Aquí, en esta burbuja». Abrió la puerta.
– Hola.
– ¡Papá! ¡Tío Mo!
Era Jill, su princesa de once años, que venía corriendo con una sonrisa estampada en la cara. Mike sintió que se le ablandaba el corazón: era una reacción instantánea y universal. Cuando una hija sonríe a su padre así, el padre, sin importar la etapa de la vida en la que se encuentre, de repente es el rey.
– Hola, cielo.
Jill abrazó a Mike y después a Mo, pasando del uno al otro con absoluta soltura. Se movía con la misma comodidad con la que un político saluda a las masas. Detrás de ella, casi escondiéndose, estaba su amiga Yasmin.
– Hola, Yasmin -dijo Mike.
A Yasmin le caían los cabellos sobre la cara, como un velo. Su voz apenas se oía:
– Hola, doctor Baye.
– ¿Tenéis clase de baile hoy? -preguntó Mike.
Jill lanzó una mirada de advertencia a Mike que ninguna niña de once años debería poder hacer.
– Papá -susurró.
Entonces Mike lo recordó. Yasmin había dejado de bailar. Había dejado prácticamente todas las actividades. Unos meses atrás hubo un incidente en la escuela. Su profesor, el señor Lewiston, un buen hombre que normalmente hacía muchos esfuerzos para mantener el interés de los alumnos, hizo un comentario fuera de lugar sobre el vello facial de Yasmin. Mike no recordaba bien los detalles. Lewiston se disculpó inmediatamente, pero el daño a la preadolescente ya estaba hecho. Los compañeros empezaron a llamar a Yasmin «XY» como el cromosoma, o simplemente «Y» para poder fingir que era una abreviatura de Yasmin aunque en realidad fuera una nueva manera de fastidiarla.
Todos sabemos que los niños pueden ser crueles.
Jill no dejó de ser su amiga y se esforzó mucho para que siguiera formando parte del grupo. Mike y Tia estaban muy contentos con ella. Yasmin lo dejó, pero a Jill le seguía encantando la clase de baile. De hecho, Jill estaba encantada con todo lo que hacía, y se tomaba todas las actividades con una energía y un entusiasmo que se contagiaba a todos los que la rodeaban. Para que luego hablen de la herencia y la educación: dos hijos, Adam y Jill, educados por los mismos padres que presentaban personalidades diametralmente opuestas.
Cada uno es como es.
Jill estiró la mano y cogió la de Yasmin.
– Vamos -dijo. Yasmin la siguió.
– Hasta luego, papá. Adiós, tío Mo.
– Adiós, guapa -dijo Mo.
– ¿Adonde vais? -preguntó Mike.
– Mamá nos ha pedido que salgamos. Vamos a dar una vuelta en bici.
– No olvidéis los cascos.
Jill levantó los ojos al cielo con su simpatía habitual.
Un minuto después, Tia salió de la cocina y frunció el ceño al ver a Mo.
– ¿Qué hace él aquí?
– Me he enterado de que espiabais a vuestro hijo. Muy bonito.
Tia lanzó una mirada a Mike que le penetró la piel. Mike se encogió de hombros. Ésta era una danza interminable entre Mo y Tia, la de la hostilidad aparente, pero en realidad se habrían defendido a muerte en una trinchera.
– La verdad es que me parece una buena idea -dijo Mo.
Esto los sorprendió. Los dos le miraron.
– ¿Qué? ¿Tengo monos en la cara?
– Creía que habías dicho que le estábamos sobreprotegiendo -comentó Mike.
– No, Mike, he dicho que Tia lo está sobreprotegiendo.
Tia lanzó otra mirada furiosa a Mike. De repente Mike recordó dónde había aprendido Jill a silenciar a su padre con una mirada, Jill era la discípula, Tia la maestra.
– Pero en este caso -siguió Mo-, por mucho que me duela reconocerlo, tiene razón. Sois sus padres. Deberíais saberlo todo.
– ¿No crees que tiene derecho a la intimidad?
– ¿Derecho…? -Mo frunció el ceño-. Adam está haciendo el tonto. Mirad, todos los padres espían a sus hijos de alguna manera, ¿no? Es vuestro trabajo. Sólo vosotros veis los informes, ¿no? Habláis con sus profesores sobre lo que hace en la escuela, decidís lo que come, dónde vive, todo. Esto sólo es un paso más.
Tia asentía con la cabeza.
– Debéis educarlos, no mimarlos. Todos los padres deciden cuánta independencia conceden a sus hijos. Tenéis el mando. Deberías saberlo, esto no es una república, es una familia. No tenéis que entrometeros, pero sí deberíais tener la capacidad de tomar medidas. El conocimiento es poder. Un gobierno puede abusar de él porque no desee lo mejor para ti. Vosotros lo deseáis para él. Los dos sois inteligentes. ¿Qué mal hay?