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Al día siguiente, Marianne mandó un mensaje a la dirección de correo del trabajo de su mujer.

Puta mentirosa.

Por suerte, Dolly no era muy aficionada al correo electrónico. Joe tenía su código de acceso. Cuando vio el correo con el vídeo adjunto, se volvió completamente loco. Lo borró y cambió la contraseña de Dolly, para que no pudiera ver sus propios mensajes.

Pero ¿hasta cuándo podría seguir con esto?

No sabía qué hacer. No podía hablar de esto con nadie, nadie que lo comprendiera y estuviera incondicionalmente a su lado.

Y entonces pensó en Nash.

– Dios mío, Dolly…

– ¿Qué?

Tenía que poner fin a todo aquello. Nash había matado a alguien. Había matado a Marianne Gillespie. Y la señora Cordova había desaparecido. Joe intentó entenderlo. Quizá Marianne había entregado una copia de la cinta a Reba Cordova. Esto tendría sentido.

– Joe, habla conmigo.

Lo que había hecho Joe estaba mal, pero implicando a Nash había multiplicado su delito por mil. Quería contárselo todo a Dolly. Sabía que era la única salida.

Dolly le miró a los ojos y asintió.

– Está bien -dijo-. Cuéntamelo.

Pero entonces a Joe Lewiston le ocurrió algo curioso. Se le despertó el instinto de supervivencia. Sí, lo que había hecho Nash era horrible, pero ¿por qué complicarlo más cometiendo suicidio conyugal? ¿Para qué empeorarlo destruyendo a Dolly y quizá a su familia? Al fin y al cabo esto lo había hecho Nash. Joe no le había pedido que fuera tan lejos, ¡jamás le había pedido que matara a alguien! Creyó que quizá Nash se ofrecería a comprar la cinta de Marianne, o haría un trato con ella o, en el peor de los casos, la asustaría. A Joe siempre le había parecido que Nash jugaba al límite, pero ni en un millón de años habría soñado que hiciera algo así.

¿Qué sacaría ahora denunciándolo?

Nash, que había intentado ayudarlo, acabaría en la cárcel. ¿Y quién había sido el que había pedido ayuda a Nash?

Joe.

¿Creería la policía que Joe no sabía lo que estaba haciendo Nash? Pensándolo bien, Nash podría considerarse el sicario, pero ¿la policía no prefería siempre atrapar al hombre que lo había contratado?

Éste también sería Joe.

Existía todavía la posibilidad, por débil que fuera, de que todo acabara bien. No atrapan a Nash. La cinta nunca sale a la luz. Marianne acaba muerta, sí, pero sobre esto ya no se podía hacer nada, ¿y no estaba pidiendo a gritos que la mataran? ¿No había llegado demasiado lejos con su plan de venganza? Joe había cometido un error garrafal sin querer, pero ¿Marianne no había hecho todos los esfuerzos posibles para acosar y destruir a su familia?

Excepto una cosa.

Hoy había llegado un mensaje. Marianne estaba muerta. Esto significaba que por mucho daño que hubiera hecho Nash, no había tapado todas las filtraciones.

Guy Novak.

Él era el último hueco que faltaba por tapar. Allí era donde iría Nash. Nash no había contestado al teléfono ni había respondido a los mensajes de Joe porque estaba cumpliendo su misión para terminar el trabajo.

Y Joe lo vio con claridad.

Podía esperar que las cosas evolucionaran de forma favorable para él. Pero esto representaba que Guy Novak acabara muerto.

Lo que podría representar el fin de sus problemas.

– ¿Joe? -dijo Dolly-. Joe, cuéntamelo.

Joe no sabía qué hacer. Pero no se lo contaría a Dolly. Tenían una hija pequeña, estaban formando una familia. Con eso no se juega.

Pero tampoco permites que muera un hombre.

– Debo irme -dijo, y corrió hacia la puerta.

Nash susurró al oído de Guy Novak:

– Grita a las chicas que vas a bajar al sótano y no quieres que te molesten. ¿Entendido?

Guy asintió. Fue al pie de la escalera. Nash apretó el cuchillo contra su espalda, cerca del riñón. Nash había aprendido que la mejor técnica era pasarse un poco con la presión. Que sientan suficiente dolor para saber que vas en serio.

– ¡Niñas! Voy a bajar un rato al sótano. Quedaos arriba, ¿de acuerdo? No quiero que me molesten.

Una vocecita gritó:

– De acuerdo.

Guy se volvió hacia Nash. Éste dejó deslizar el cuchillo por su cintura hasta el vientre. Guy no pestañeó ni retrocedió.

– ¿Ha matado a mi esposa?

Nash sonrió.

– Creía que era tu ex.

– ¿Qué quiere?

– ¿Dónde están sus ordenadores?

– Mi portátil está en una bolsa junto al sillón. El de sobremesa está en la cocina.

– ¿Tienes más?

– No. Cójalos y márchese.

– Primero tenemos que hablar, Guy.

– Le diré lo que quiera saber. También tengo dinero. Es suyo. Pero no haga daño a las niñas.

Nash miró al hombre. Tenía que saber que tenía muchas posibilidades de morir. En su vida nada sugería heroísmo, pero ahora era como si estuviera harto y realizara una especie de actuación final.

– No les tocaré un pelo si colaboras -dijo Nash.

Guy miró a Nash a los ojos como si buscara una mentira. Nash abrió la puerta del sótano. Bajaron. Nash cerró la puerta y encendió la luz. El sótano no estaba terminado. El suelo era de frío cemento. En las tuberías se oía correr el agua. Apoyada en un armario había una acuarela. Había sombreros viejos, pósteres y cajas de cartón por todas partes.

Nash tenía todo lo que necesitaba en una bolsa de gimnasia que llevaba colgada del hombro. Fue a coger la cinta, y Guy cometió un gran error.

Lanzó un puñetazo y gritó:

– ¡Niñas, corred!

Nash lanzó su codo con fuerza contra el cuello de Guy, ahogando sus palabras. A continuación le dio un golpe con la palma de la mano en la frente. Guy cayó al suelo, agarrándose el cuello.

– Si te atreves a respirar -dijo Nash-, bajaré aquí a tu hija y te haré mirar. ¿Está claro?

Guy se quedó inmóvil. La paternidad podía convertir a un gusano cobarde como Guy Novak en un valiente. Nash se preguntó si él y Cassandra ya habrían tenido hijos. Prácticamente seguro. Cassandra venía de una gran familia. Quería tener muchos hijos. Él no estaba tan seguro -su visión del mundo era bastante más tenebrosa que la de ella-, pero nunca le habría negado nada.

Nash miró a Novak en el suelo. Pensó en pincharle en una pierna o en cortarle un dedo, pero no sería necesario. Guy había hecho su intentona y había aprendido la lección. No se repetiría.

– Ponte boca abajo y cógete las manos a la espalda.

Guy colaboró. Nash enrolló la cinta alrededor de las muñecas y antebrazos de Novak. Después hizo lo mismo con sus piernas.

Ató las muñecas a los tobillos, tirando de los brazos hacia atrás y doblando las piernas por las rodillas. La clásica atadura del cerdo. Lo último que hizo fue tapar la boca de Guy rodeándole la cabeza con cinta varias veces.

Una vez terminado esto Nash fue a la puerta del sótano.

Guy forcejeó, pero no era necesario. Nash sólo quería asegurarse de que las niñas no habían oído nada. De arriba venía el sonido de la televisión. Las niñas no estaban a la vista. Cerró la puerta y volvió a bajar.

– Su ex esposa grabó un vídeo. Quiero que me diga dónde está.

La boca de Guy seguía tapada con cinta. La expresión de desconcierto de su rostro era evidente: ¿cómo quería que contestara una pregunta si tenía la boca tapada? Nash le sonrió y le mostró la hoja.

– Me lo dirás dentro de unos minutos, ¿de acuerdo?

El móvil de Nash volvió a vibrar. Se imaginó que sería Lewiston, pero cuando miró el identificador, supo que no podían ser buenas noticias.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– La policía está aquí -dijo Pietra.

Nash no se sorprendió. Cae una pieza y todo comienza a derrumbarse. El tiempo apremiaba. No podía quedarse y hacer daño a Guy a gusto. Necesitaba actuar con rapidez.

¿Qué haría que Guy hablara rápidamente?

Nash meneó la cabeza. Lo que nos hace valientes, aquello por lo que vale la pena morir, también nos hace débiles.