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Carson se recuperó rápidamente. Ya estaba desviando la pistola a la derecha, hacia donde Adam había caído. Pero por eso el empujón había sido tan fuerte. Incluso en aquel estado de reacción primitiva, la locura de Mike había seguido un método. Necesitaba no sólo sacar a su hijo de la trayectoria de aquella bala, sino también darle distancia. Y lo consiguió.

Adam cayó en el pasillo, detrás de una pared.

Carson apuntó, pero no tenía ángulo para disparar a Adam. Esto no le dejaba otra alternativa que disparar primero al padre.

Entonces Mike sintió una extraña sensación de paz. Sabía lo que debía hacer ahora. No tenía elección. Tenía que proteger a su hijo. En cuanto Carson desvió la pistola en dirección al padre, Mike supo lo que esto representaba.

Tendría que hacer un sacrificio.

No es que lo pensara. Un padre salva a su hijo. Era lo que debía hacer. Carson podría disparar a uno de ellos. No parecía haber otra salida. Así que Mike hizo lo único que podía hacer.

Se aseguró de que fuera él.

Siguiendo su instinto, Mike se lanzó sobre Carson.

Volvió a los partidos de hockey, se lanzó sobre el disco y se dio cuenta de que, aunque Carson le disparara, podía tener tiempo suficiente. Tiempo suficiente para llegar a Carson e impedir que hiciera más daño.

Salvaría a su hijo.

Pero al acercarse, Mike vio que el corazón era una cosa y la realidad era otra. La distancia era demasiado grande. Carson ya tenía la pistola levantada. Mike no llegaría a tiempo antes de recibir una bala o quizá dos. Había pocas posibilidades de supervivencia o incluso de poder hacer algo útil.

Igualmente no tenía alternativa. Así que Mike cerró los ojos, bajó la cabeza y corrió.

Todavía estaban a unos cinco metros de distancia, pero si Carson le dejaba acercarse un poco más, no podía fallar.

El chico bajó un poco la pistola, apuntó a la cabeza de Mike y vio cómo el blanco se hacía más grande.

Anthony empujó el hombro contra la puerta, pero ésta no se movió.

– ¿Tantos cálculos y era esto?

– ¿Qué está murmurando?

– Ocho-uno-uno-cinco.

– ¿Qué dice?

No había tiempo para explicaciones. Mo apretó 8115 en el teclado de la alarma. La luz roja se volvió verde, indicando que la puerta ya no estaba cerrada.

Anthony abrió la puerta y ambos hombres entraron corriendo.

Carson tenía a Mike en su punto de mira.

La pistola apuntaba la parte de arriba de la cabeza baja de Mike. Carson estaba sorprendido de su propia calma. Creía que se dejaría llevar por el pánico, pero su mano era firme. Disparar el primer tiro le había hecho sentir bien. Éste aún sería mejor. Estaba en la zona. No podía fallar. Ni por asomo.

Carson empezó a apretar el gatillo.

Y entonces la pistola desapareció.

Una mano gigante apareció por detrás de él y le arrancó el arma. Sin más ni más. Un segundo estaba allí y al siguiente no. Carson se volvió y vio al gran gorila negro del club de más abajo. El gorila tenía la pistola en la mano y sonreía.

Pero no hubo tiempo para manifestar sorpresa. Algo fuerte -otro hombre- golpeó a Carson secamente en la parte baja de la espalda. Carson sintió dolor en todo el cuerpo. Gritó, cayó hacia delante y tropezó con el hombro de Mike Baye que venía por la otra dirección. El cuerpo de Carson casi se partió por la mitad por el impacto. Aterrizó como si alguien le hubiera dejado caer desde una gran altura. No podía respirar. Sentía las costillas como si estuvieran hundidas.

Desde encima de él, Mike dijo:

– Se acabó. -Después se volvió a mirar a Rosemary y añadió-: No hay trato.

39

Nash mantuvo el apretón sobre cada una de las niñas.

No ejercía demasiada fuerza, pero sí sobre puntos muy sensibles. Vio que Yasmin, la que lo había empezado todo portándose mal en la clase de Joe, hacía una mueca. La otra niña -la hija de la mujer que se había presentado sin más ni más- temblaba como una hoja.

– Suéltelas -dijo la mujer.

Nash negó con la cabeza. Ahora se sentía aturdido. La locura le tenía dominado como un cable con corriente. Todas las neuronas estaban en plena marcha. Una de las niñas se echó a llorar. Nash sabía que esto debería haberle hecho efecto, que como ser humano sus lágrimas deberían haberle conmovido.

Pero sólo aumentaron la sensación.

¿Sigue siendo locura cuando tú sabes que es locura?

– Por favor -dijo la mujer-. Sólo son unas niñas.

Pero después calló. Quizá porque lo vio. Vio que sus palabras no hacían ningún efecto en el hombre. Peor aún, parecían producirle placer. Admiró a la mujer. Se preguntó si siempre sería así, valiente y luchadora, o si se había convertido en la madre osa que protegía a su cría.

Primero tendría que matar a la madre.

Sería la más problemática. De eso estaba seguro. Era imposible que se estuviera quieta mientras hacía daño a las niñas.

Pero entonces otro pensamiento le excitó. Si tenía que ser así, si éste sería su acto final, ¿no disfrutaría mucho más obligando a los padres a mirar?

Sabía que era enfermizo, sí. Pero en cuanto la voz penetró en su cerebro, Nash no pudo ahuyentarla. No puedes evitar ser lo que eres. Nash conoció a algunos pedófilos en prisión y siempre intentaban convencerse de que lo que hacían no era depravado. Hablaban de historia, de civilizaciones antiguas y de eras primitivas en que las niñas se casaban a los doce años y Nash siempre se preguntaba por qué se tomaban la molestia. Era mucho más simple. Así es como te pones a cien, como te entra el cosquilleo. Sientes la necesidad de hacer lo que los demás consideran reprobable. Así era como Dios te había hecho. ¿Quién tenía la culpa entonces?

Todos esos chiflados devotos debían entender que, si se paraban a pensarlo, estaban criticando la obra de Dios cuando condenaban a esos hombres. Sí, responderían con que se podía vencer la tentación, pero esto era algo más. Ellos también lo sabían. Porque todo el mundo tenía su cosquilleo. No es la disciplina la que lo mantiene a raya, son las circunstancias. Esto era lo que Pietra no comprendía de los soldados. Las circunstancias no los forzaron a rendirse a la brutalidad.

Les dieron la oportunidad de hacerlo.

Ahora lo sabía. Los mataría a todos. Les robaría los ordenadores y se largaría. Cuando llegara la policía, estaría ocupada con el baño de sangre. Lo atribuirían a un asesino en serie. Nadie pensaría en una cinta grabada por una chantajista para destruir a un buen hombre y buen profesor. Joe podría salir bien parado.

Primero lo primero. Atar a la madre.

– ¿Niñas? -dijo Nash.

Se volvió para que pudieran verlo.

– Si huís, mataré a mamá y a papá. ¿Lo habéis comprendido?

Las dos asintieron. De todos modos, las apartó de la puerta del sótano. Les soltó el cuello, y entonces fue cuando Yasmin soltó el grito más penetrante que hubiera oído jamás. Corrió hacia su padre. Nash se inclinó hacia ellos.

Esto demostraría ser un error.

La otra niña corrió hacia los escalones.

Nash se giró rápidamente para seguirla, pero la niña era rápida.

La mujer gritó:

– ¡Huye, Jill!

Nash subió los escalones saltando, con la mano estirada para cogerle un tobillo. Le rozó la piel, pero ella se apartó. Nash intentó incorporarse, pero sintió un peso repentino encima.

Era la madre.

Le había saltado sobre la espalda y le mordió la pierna con fuerza. Nash aulló y la apartó a patadas.

– ¡Jill! -gritó Nash-. ¡Tu madre está muerta si no bajas inmediatamente!

La mujer se apartó de él rodando.

– ¡Huye! ¡No le hagas caso!